2.2. Extra - Epistolario

  • José Carlos Mariátegui

 

         1En una hoja que redactan personas empeñadas en encauzar la producción literaria nacional dentro de cánones y orientaciones absurdas y anacrónicas, cuya patente tienen en nuestro país, han aparecido algunas veces elogios o diatribas sobre mi persona y literatura. Los primeros no se debieron nunca a mi súplica ni a mi prosternación. Las segundas no han tenido, a pesar de las características de mi juventud inquieta y ardorosa, la virtud de molestarme o soliviantarme. Y si no fuese necesario esclarecer el valor de ciertos juicios y de ciertas reputaciones, yo no incurriría en este pecado mortal de dedicar unas breves líneas —que traigo a esta sección, la que conviene para responder a una invectiva procaz— a la contestación de los ataques que ayer me dirige nuevamente ese diario y que no me sorprenden. De él salen siempre el ballestazo aleve, la agresión anónima, el grito envidioso, la chirigota grotesca y la murmuración detractora e hipócrita. Y en su edición de ayer, hay desde la frase torpe y soez de Teófilo Castillo hasta el venenoso comentario oficial de la redacción que sale a la defensa de su crítico de arte y de su pintor porque ve bambolearse la reputación que le ha tejido a fuerza de mentiras y convencionalismos, las mismas mentiras y los mismos convencionalismos que aquí sostienen aún en el orden intelectual tantos valores ficticios y tantas notoriedades artificiosas. Y hay también desde la insidiosa crítica de unas que quieren ser observaciones sobre el ambiente literario hasta la frase de censura y de reconvención que se disfrazan con la sonrisa y el piropo de la amistad.
         ¿Por qué se quiere oponer a cada minuto a mis opiniones y a mis actitudes el atajo de mi poca edad? ¿Por qué se pretende que por no contar los años que cuentan los amigos del pintor Castillo me es inaccesible un acierto? Prefiero no tener esos años, porque teniéndolos tal vez alentarían en mí las mismas tenebrosidades espirituales, las mismas pequeñeces, las mismas amarguras de derrota, los mismos sinsabores de fracaso que en las almas tortuosas producirá el convencimiento de que la gloria y la reputación cosechadas fueron temporales y deleznables. Prefiero ser joven si mis pocos años me van a preservar como preservan de estas lacerías y de estas llagas. No importa que mi temperamento, mi tendencia, mi pasión me conduzcan alguna vez al extravío. Me enorgullece mi juventud porque es sana y honrada y porque me conserva esta gran virtud de la sinceridad.
         Se me acusa de petulancia, de teatralidad y de “pose”. Es injusta como toda esta acusación. Hay de cierto solo que no tengo la hipocresía fácil y arribista de proclamarme modesto. No quiero parecerme a los que mintiendo modestia alientan en el fondo de su alma la más exagerada de las vanidades. Y no busco embozos ni me agradan disfraces. Me descubro como soy, escribo como siento y nunca haré la profanación de mistificar mi emoción espiritual por dar a un artículo, a un cuento o a una poesía, embustero velo de humildad.
         Yo no recurro nunca a los estímulos del éter, de la morfina ni del ajenjo. Pero si es cierto que hay quienes recurren a ellos y tienen el valor de no callarlo; es cierto también que otros tienen aficiones a su juicio inconfesables y que no hacen visita diaria a garitos y riñas de gallos. Es el mismo caso de los modestos mentidos y de los orgullosos sinceros. De un lado los falsos moralistas y de otro lado los francos arbitrarios.
         Ninguna influencia me ha malogrado. Mi producción literaria desde el día en que siendo un niño escribí el primer artículo ha sido rectilínea y ha vibrado en ella siempre el mismo espíritu. Fue siempre igual. Mi delito ha estado en que no he tenido la debilidad y la cobardía de adular a estos pretendidos árbitros de nuestra literatura, de rendirles mi pleitesía, de llegarme a ellos. Desconozco el espíritu de manada que en ellos es credo y ante los más grandes soles de nuestro mundo intelectual no me aflige la necesidad de sentirme satélite. Soy responsable del pecado, del desacato de no haberme deslumbrado nunca ante estas “pirámides”. Un ateo de nuestra literatura que hoy recibe su excomunión y que se enorgullece de ser incluido en un Index que es patente de rebeldía, independencia y orgullo.
         ¿El pintor Castillo, consagrado? ¿Quién lo ha consagrado? ¿El escritor de las chirigotas dominicales con sabor de anticucho y chicha morada? ¿Los talentos académicos que le hacen un halo de admiración? ¡Y fue sobre este pintor consagrado sobre quien Federico Larrañaga, eminente crítico y altísimo temperamento y generoso intelecto, hizo las más mordaces críticas y acerbos comentarios! Lo único que falta es descubrir en el pintor Castillo, que habla de “malas cataduras”, la belleza apolínea de un efebo eleusino. Yo tendré siempre la osadía de encontrarlo escritor detestable y pintor insignificante y “partidarista”. Y de considerar que es una herejía y una blasfemia proclamarlo el único pintor nacional, cuando fuera del país Lynch, Bacaflor y Hernández triunfan y cuando aquí mismo Arias de Solís hace labor fecunda huraño a la alabanza de los simios, y Luza y Eguren Larrea traen auras de novación y manifiestan un joven espíritu, original y sincero.
         No me inquietan estas excomuniones. No las he buscado tampoco. Contra ninguno de los escritores publicanos he trazado nunca media línea de diatriba. Jamás he puesto en mi arte incipiente, pero personalísimo, la promiscuidad de sus tendencias. He hecho vida de aislamiento espiritual y este aislamiento, engreído acaso, ha sido siempre digno. Nunca he rozado los aledaños del feudo literario de los emponzoñados y fracasados defensores del pintor Castillo.
         Si hay un grupo venenoso que me detracta y zahiere; hay muchos espíritus nobles, muchos cerebros generosos que me alientan y estimulan, y cuya selección lo pone al margen de ser comparados con estos críticos que huelen a bazar, a valor fiduciario y a casa de alquiler.
         Amigos míos, espíritus diáfanos que bien me queréis, lectores cultos y comprensivos: ¡Perdón por este paréntesis de prosa ácida y dura en el dulce nirvana de mi literatura sentimental o irónica! Después de trazar estas líneas que responden a invectivas groseras, debo por fuerza lavarme las manos.

JOSÉ CARLOS MARIÁTEGUI
(JUAN CRONIQUEUR)

Referencias


  1. Publicado en La Prensa, Lima, 2 de marzo de 1916 ↩︎