2.4. Glosario de las cosas cotidianas: abril-mayo

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Yo pienso que en este momento estamos frente a frente. Una mesita del Palais Concert nos separa. Sobre su mármol nos acodamos ambos. Delante de usted está un ice cream soda con su cañita. Delante de mí está un suisse aromoso. La orquesta toca un two step. Calla luego. En una mesa cercana un hombre gordo bebe cerveza. Y en la siguiente dos damas elegantes toman helados y biscotelas. Pasa un mozo con una bandeja y una florista gruesa y pequeña nos ofrece claveles encarnados. La miramos para decirle que no nos gustan los claveles encarnados. Y la mujer nos deja para ofrecérselos al hombre gordo que bebe cerveza y que le compra el más grande.
         Dice usted:
         —Los claveles son flores hechas para adornar cabelleras de mujeres morenas.
Yo asiento:
         —Los claveles son flores hechas para adornar cabelleras de mujeres morenas.
         Y usted diluye en una pontifical y unciosa divagación sus ideas sobre los claveles encarnados. Mientras tanto, la mujer que los vende ha colocado ya tres en las solapas de tres personas que no piensan lo mismo que nosotros. Y usted y yo hemos bebido tres sorbitos de nuestros respectivos ice cream soda y suisse.
         Nos aburrimos. Querríamos estar locuaces y desenvolver extraños conceptos y originales teorías. Pero callamos.
         Usted torna a hablar:
         —A ese cholito Alejandrino Montes, felón y cruel, las gentes quieren que se le fusile.
         Yo asiento.
         Y usted me interroga:
         —¿Y usted sabe por qué las gentes quieren que se le fusile?
         Yo hablo así:
         —No sé. Y usted:
         —Las gentes quieren que se le fusile para ir a ver cómo es un fusilamiento.
         Yo abro una boca estupefacta.
         Y usted insiste:
         —Así es. Las gentes de esta tierra no hemos visto nunca un fusilamiento. Tampoco hemos visto un linchamiento. Pero para ver un linchamiento tendríamos que cometerlo y esto nos daría trabajo. Además, adquiriríamos responsabilidades y podrían seguirnos juicio. No sería, pues, cómodo.
         Usted bebe otros tres sorbitos. Luego prosigue:
         —El espectáculo de un linchamiento sería también desordenado y sorpresivo. No podría asistir sea él con tranquilidad y situándose desde temprano en buen sitio. El espectáculo de un fusilamiento sería distinto. Las fuerzas públicas garantizarían el orden y podría el espectador presenciarlo cómodamente. ¿No cree usted lo mismo?
         —Sí.
         —¿Sabe usted ya por qué las gentes quieren que se fusile a Alejandrino Montes?          —Ya sé.
         Y usted calla nuevamente. La orquesta toca un vals vienés. El hombre de la cerveza llama al mozo. Tres dandis entran sonando sus bastones y se sientan en torno de una mesa redonda. Y piden cocktails. Un muchacho nos ofrece crisantemos y usted y yo compramos uno. Y los ponemos usted junto a su vaso de ice cream soda y yo junto a mi vaso de suisse.
         Vuelve a sonar la voz de usted, unciosa y confidencial:
         —A los cholitos sirvientes los están echando a la calle sus patrones.
         Y mi voz se despereza para responderla:
         —Así es.
         —En cada cholito ven un Alejandrino Montes, avieso y felón.
         —Así es.
         —Y en cada cholita ven una Fabiana Montes, cómplice y solapada.
         —Así es.
         La orquesta calla y hay un silencio respetuoso para que usted continúe.
         —Y una nerviosidad pueril de las gentes condena al hambre a los pobres cholitos domésticos.
         —Así es.
         —Escuche usted esta historia que yo he inventado. Escúchela con atención, amigo mío.
         Usted y yo bebemos de prisa. Luego usted habla:
         —Estos son dos esposos. Y estos dos esposos son dos burgueses que van los sábados al teatro, que reciben los viernes, que pasan los domingos en el campo y que se bañan en el Callao, en los baños de La Salud. La esposa tiene veintiocho años, es agraciada, se confiesa, oye misa y lee las novelas de Ricardo León desde que su matrimonio le permitió como un progreso en su cultura olvidar las novelas de Luis de Val. Es nerviosa y tuvo antes de casarse largos amoríos románticos. Hace cuatro años que se casó y hace dos que la idea de una infidelidad de su esposo, cuya castidad es completamente insospechable, la hizo desmayarse auténticamente. Es buena ama de casa y le place la cría de gallinas y el pirograbado, dos cosas que ella concilia admirablemente. El esposo es empleado de una casa inglesa del alto comercio. Tiene treinta y dos años, gana doscientos soles mensuales, admira a sus austeros jefes ingleses, usa pantalones holgados, lee a Samuel Smiles, guarda mensualmente diez soles en la Caja de Ahorros, está suscrito a La Ilustración Artística, juega rocambor en las veladas íntimas y gusta de las corridas de toros y de las riñas de gallos. Son ambas personas honestísimas, sanas de cuerpo, diáfanas y sencillas de alma, que tienen para sus cuarenta años la perspectiva de una obesidad razonable y discreta y para su presente la cristiana aspiración de un hijo. Los sirven una cocinera y un cholito de 12 años. Este cholito fue hace cuatro años un obsequio para el matrimonio. La esposa recién casada tuvo para él ternuras maternales y peinó con sus manitas diestras y ágiles la cabeza hirsuta del cholito que la miraba con ojos de animal doméstico y agradecido. Vino el crimen de Alejandrino Montes y el descubrimiento de la verdad del drama folletinesco. El esposo leyó los ínfimos detalles de todos los diarios. La esposa se puso nerviosísima. Y esa noche cerró con llave el cuarto en que dormía el cholito. Y durmió inquieta pensando que en cualquier momento se abriría violentamente la puerta y el cholito saldría de puntillas, con el cuchillo de cocina en la mano y la mano del almirez en la otra, a asesinar a sus amos. A la mañana siguiente la esposa tenía en el rostro huellas de desvelo y de pesadilla. Y dijo a su esposo que en la noche había visto luz en el cuarto del cholito y había sentido sus esfuerzos por abrir la puerta cerrada. El esposo no hizo mucho caso de lo que ella decía, y se fue a su trabajo. Siguieron dos días. Y con ellos los reportajes, las declaraciones, la reconstrucción del crimen, el examen científico. La señora estuvo a punto de morirse de miedo. Rezaba el rosario en las noches y tenía completamente olvidados a Ricardo León y a La Ilustración Artística. Y miraba al cholito asustada. Hubo un momento en que el cholito fregaba bulliciosamente la luciente hoja de un cuchillo de cocina sobre una piedra de afilar. La señora le gritó alarmadísima: “¡Martín, deja ese cuchillo! ¡Ya este muchacho se ha puesto como nunca!”. Y cuando llegó su esposo le dijo que era imprescindible e impostergable despedir a Martín. Si no se le despidiese, no podría ella vivir tranquila. Estaba segura de que cualquier día en que él y la cocinera hubiesen salido, la asesinaría. Y Martín fue despedido. El cholito al marcharse miró con una cara muy apenada a sus patrones. La señora juró que su mirada había sido idéntica a la que Alejandrino Montestenía en los retratos. Esa noche el cholito durmió bajo una banca de la Plazuela de Guadalupe. La señora en cambio dejó de desvelarse y olvidó las pesadillas.
         Usted ha callado. Un mozo se lleva nuestros vasos vacíos. Yo pongo alternativamente mi mirada en mi crisantemo y en los ojos de usted unciosos y confidenciales como su voz. Y no digo una palabra. La orquesta inicia un kake walk alegre y jocoso. Los dandis de la mesa redonda ríen estruendosamente un chiste obsceno. El hombre de la cerveza pide la tercera media botella La florista gruesa y pequeña ha vendido y a siete claveles encarnados y tres claveles rosados. Llegan de fuera voces de automóviles de lujo, gritos de muchachos que pregonan los diarios de la tarde y chasquidos de latigazos inmisericordes sobre ancas flacas de caballos de tiro.
         Los dos golpeamos el mármol de la mesa con nuestros crisantemos y como estas flores son tan divinamente inútiles que no nos sirven, damos una palmada para llamar al mozo y para decirle usted:
         —¡Un whisky sour!
         Y yo:
         —¡Otro suisse!

JUAN CRONIQUEUR

 

20 de abril2

         Son las 9 p.m., amigo mío. El jueves santo ha terminado ya. Queda solo una noche incolora, triste y anodina que será también una noche larga, muy larga. Las gentes fervorosas pensarán contritamente en Dios y dirán, hinojadas, las oraciones de sus breviarios. Otras irán a los cinemas donde una película en colores contará la vida, pasión y muerte de Jesús. Otras se aburrirán. Otras meditarán. Otras bostezarán. Otras tendrán un desdén blasfemo para la conmemoración del día santo. Yo escribo.
         Esta mañana ha habido ambiente de alegría y festividad en las calles. Las tropas formaron. Las bandas militares dijeron sones solemnes. Gentes endomingadas se apiñaron en las esquinas de la Plaza de Armas, en las bocacalles, por mirar los desfiles. Y todos los templos abrieron de par en par sus puertas y recogieron en su concavidad sonora la marcialidad de los toques guerreros.
         Luego un sol despiadado, inclemente, vigoroso, adormeció la ciudad y puso una tregua de silencio en su animación de día feriado.
         Más tarde, a la hora en que el calor se había atemperado, a la hora del five o”clock tea y de las tandas vermouth, la romería de las gentes devotas llenó los templos incesantemente. Las mujeres llevaban mantillas negras. Y enmarcados por las mantillas negras, los rostros pálidos tenían un encanto místico y una dulce sugerencia.
         La peregrinación era presurosa, febril, vehemente. Los peregrinos —mujeres bonitas, viejas beatas, hombres con chistera y levita, burgueses gordos, asociados de la Unión Católica de Caballeros, asociados de la Juventud Católica—, marchaban de prisa para visitar el mayor número posible de “monumentos” antes de que los templos se cerrasen. E iban de San Francisco a San Pedro, de San Pedro a La Merced, de la Merced a San Agustín, de San Agustín a Santo Domingo, de Santo Domingo al Sagrario.
         Yo he entrado a un templo. En su interior el humo y las cortinas moradas ponían una penumbra que a la entrada fingía una obscuridad desorientadora. Había un gran flujo y reflujo en todas las naves. A pocos pasos de la puerta un Cristo exangüe y triste pedía limosnas y oraciones. Para las limosnas tenía una alcancía de metal. Los chicos y las viejas particularmente dejaban caer una moneda dentro de la alcancía de latón y un sonido agudo de metal repercutía en el templo. Después besaban los cordones que pendían del cuello del Cristo y rezaban.
         En la nave izquierda estaba el monumento. Una gradería llena de plantas artificiales y de bombillas eléctricas. En lo alto unos cortinajes. En el centro un tabernáculo. Sobre el tabernáculo un oriflama de seda blanca. En el oriflama estaba bordado el Cordero Pascual. Cien personas prosternadas ante el “monumento” oraban rápidamente. Oraban breves minutos, se alzaban con unción y se iban. Y otras ocupaban sus sitios, se prosternaban y oraban. “Sea infinitamente alabado”. La oración era breve, contrita, ferviente, rendida, devota.
         Yo he salido del templo lentamente. Y la oración breve, contrita, ferviente, rendida, devota, me ha acompañado hasta la puerta. “Sea infinitamente alabado”.
         Después, estas calles en que convergen y se encuentran todas las gentes de la romería, han adquirido un alegre aspecto de festividad. Por sus dos aceras han pasado todas las mujeres bonitas, todas las viejas beatas, todos los hombres de chistera y levita, todos los miembros de las sociedades católicas, todos los burgueses gordos y delgados que han ido de templo en templo. De San Francisco a San Pedro, de San Pedro a La Merced, de La Merced a San Agustín, de San Agustín a Santo Domingo, de Santo Domingo al Sagrario.
         En el Palais Concert, las peregrinas elegantes han rodeado todas las mesitas para tomar helados, pasteles, biscotelas. La orquesta tocaba una música grave, evocadora, adusta. Los hombres bebían cocktails y aplaudían a la orquesta.
         Y luego, nuevamente, el silencio, la tristeza, la apacible calma. Yo escribo con cansancio y concluyo estas líneas para ir al cinema a ver la película que cuenta la vida, pasión y muerte de Jesús. La película es en colores y de la casa Pathé Freres, que es también autora de Los Misterios de New York.


21 de abril

         Anoche he estado en el cinema. Y he visto la película que cuenta la vida, pasión y muerte de Jesús. A mi derecha se sentó una señora gruesa y junto a ella su esposo. A mi izquierda se sentó un señor asmático que acezaba. La señora gruesa y el señor asmático comentaban algunos pasajes de la película con exclamaciones breves. Cuando Jesús hizo el milagro de la conversión del agua en vino, la señora gruesa dijo: “Bendito sea Dios”. Y el Sr. asmático dijo también: “Bendito sea Dios”. Más tarde, Jesús caminaba sobre las aguas quietas. La Sra. gruesa y el Sr. asmático volvieron a decir: “Bendito sea Dios”. Y siguió el sermón de la montaña y en el gesto de Jesús hubo toda una síntesis de la parábola divina. Mis vecinos callaron. Jesús entró triunfalmente a Jerusalén. Callaron también. Jesús oró en el huerto de los olivos y recibió el cáliz de la pasión. Entonces mis vecinos dijeron: “¡Alabado sea Dios!” El colegio de los apóstoles y Jesús se reunieron en la última cena. Judas besó a Jesús y lo entregó a los soldados. Mis vecinos hablaron así: “Ave María purísima”. Y cuando concluyó la película y aparecieron fantásticos y maravillosos los cuadros de la ascensión y de la coronación, el señor asmático y la señora gorda, exclamaron:
         “¡Bendita sea la gloria del Señor!”.
         Así ha sido la noche del Cinema.

         Hoy ha habido también formación de las tropas, desfile militar, marchas marciales. Y a las doce, el desfile de las gentes enlutadas que iban a escuchar los sermones de tres horas. A las cuatro de la tarde, la procesión del Santo Sepulcro, con acompañamiento de graves caballeros y devotas damas.
         No ha habido en el tráfico el respeto que en otros tiempos reclamara la devoción limeña. El ruido de carros, de coches y automóviles se ha amortiguado apenas. Pero, sin embargo, a esta hora en que el sol ha brillado inclemente, parece que una gran onda de recogimiento, tristeza y oración, hubiera pasado por las calles, las almas y las cosas.

         Este es el diario de una niña cristiana, de dieciocho años, bonita, inteligente, amable, que habla francés y lee a Paul Bourget:
         “Jueves santo. 12 m. — Esta mañana me he levantado con presura. ¡Jueves santo! Es la primera vez que lo voy a pasar en mi casa. El año pasado estaba todavía en el colegio y tuve que rezar todo el día. Hoy fui a oír misa a San Pedro. Yo oigo misa de doce todos los domingos. Y este día, no obstante ser de fiesta, no se parece a los demás días en que hay una sola misa y en que esta sola misa se celebra a las nueve de la mañana. Yo hubiera querido ir a la Catedral, pero a mi madre le parece cursi ir a la Catedral en día de asistencia gubernativa y de parada militar. La misa me ha parecido distinta de las misas ordinarias. El “monumento” ha estado elegante y vistoso. Y ha habido mucha gente. En la calle nos hemos encontrado con Elena y con Isabel y nos hemos dicho que nos veremos a las 6 en la Merced. Yo soy muy amiga de Elena y de Isabel. Isabel y Elena son primas y Elena es hermana de Luis, que ya es bachiller en letras y que va a verme todos los viernes al cinema.
         “3 p.m.— Después de almorzar he puesto tres veces los ojos en mi libro de oraciones. Pero me he cansado pronto de rezar. Yo no sé por qué desde que no estoy en el colegio me canso tan pronto de rezar. En el colegio me saqué todos los premios de Religión y de conducta. También me saqué todos los premios de francés. En un libro de oraciones hay un recortito de periódico. No recuerdo cuándo lo he puesto ahí. Es un sueltecito de Vida universitaria, en el cual se dice que Luis, el hermano de Isabel, ha optado el grado de bachiller en letras, con una tesis brillante. Mi primo Aurelio me ha dicho que esta tesis se la hizo a Luis un estudiante provinciano, pero yo no quiero creérselo porque Aurelio me parece un poco mentiroso y Luis muy inteligente. Dejaré de escribir para alistarme, porque a las cinco y media quiere mi madre que salgamos. Además, me he citado para las seis con Elena y con Isabel, la hermana de Luis.
         “9.30 p.m.— A las 5 y 35 salimos a la calle. Fuimos primero a San Francisco, después a los Desamparados, luego al Sagrario. Y como estaba acordado, nos encontramos con Isabel y Elena en La Merced. Con ellas hemos visitado San Agustín, San Marcelo, y La Trinidad. Y hemos ido después al Palais Concert que estaba lleno de gente. En el Palais Concert estaba Luis junto con un joven que escribe en los periódicos, q de Isabel y de Elena y que mira siempre con una sonrisa. Luis nos ha saludado con mucha cortesía y el joven que escribe nos ha saludado con una sonrisa.
     “La comida ha sido callada. ¡Qué pena! ¡Qué distinto todo esto del Palais Concert! He encontrado horriblemente odioso el pan de dulce y he pellizcado solo las almendras para comérmelas luego. Mi madre ha venido hace un rato a decirme que me acueste temprano y he tenido que esconder rápidamente mi cuadernito de notas.

         “Viernes santo, 10 p.m.— En la mañana fuimos a misa. La misa fue breve, incompleta y triste. Regresamos de prisa a casa y almorzamos muy temprano para ir a escuchar el sermón de tres horas. El sermón de tres horas fue consternador. Yo he llorado, he recordado el colegio, he recordado a las madres, he recordado al padre Julián, tan joven, tan simpático, tan afable, que como examinador me recomendó para el premio de francés y he recordado mi primera comunión. Después del sermón, hemos ido a la procesión del Santo Sepulcro. En la esquina del Correo, nos hemos encontrado con Luis, que nos hizo un saludo ceremonioso. Y en las esquinas del arzobispo y de judíos nos hemos vuelto a encontrar con Luis y nos ha vuelto a hacer unos saludos muy ceremoniosos. Yo me he sonreído. Y me he olvidado un poquito del sermón de tres horas tan triste, tan conmovedor, tan elocuente.
         “A las seis hemos ido también al Palais Concert. Se acercó a nuestra mesa mi primo Aurelio, que es un burlón y un incrédulo impenitente. Mi madre le preguntó si había ido al sermón de tres horas y mi primo Aurelio le contestó que había estado en Chorrillos tomando fotografías. Mi madre le dijo que era un judío. Y yo apoyé a mi madre con gran saña, porque desde que me habló mal de Luis le tengo un hondo rencor a mi primo Aurelio.
         “Hemos vuelto a casa muy temprano. La comida ha sido también muy callada. Yo he tenido muy presentes frases íntegras del sermón y he estado triste. Mi madre se ha puesto a rezar. Mi padre lee unos periódicos. Yo escribo en mi cuarto solita. He sacado mi libro de oraciones y he leído la página 36. Es la misma que leía cuotidianamente en el colegio. ¡Qué tristeza! El periódico de ayer dice que ha llegado la Quijanito. Es simpática. La prefiero a la Padrosa. Mañana tendré que oír misa a las nueve de la mañana. No me gusta oír misa a las nueve de la mañana. En cambio, el domingo oiré misa de doce. El lunes se pasa la sexta serie de Los Misterios de Nueva York. ¿Cuándo darán otra cinta de la Bertini? A Luis le gusta la Bertini y en cambio mi primo Aurelio se ríe estentóreamente de ella. Me acuerdo del colegio, de las madres, de la capilla, de las oraciones. Rezo. Pero me voy olvidando del sermón de tres horas. El lunes me confesaré. ¡Ay! ¡No podré ir en la tarde al cinema!”.
         Nada más dice el diario de una niña cristiana, de dieciocho años, bonita, inteligente, amable, que habla francés y lee a Paul Bourget.

JUAN CRONIQUEUR


 

         3 Usted, amigo mío, conoce y aprecia, como yo, a don Ramón del Valle Inclán, a Azorín, a Ricardo León (A Valle Inclán no se le puede decir sino don Ramón del Valle Inclán, del mismo modo que a Azorín no es posible decirle Martínez Ruiz y que al autor de Casta de Hidalgos basta con llamarlo Ricardo León, a menos que se le nombre con motivo de su discurso académico sobre la donosura, lindeza, gracia, eufonía y demás galas de la lengua española. Son pequeñas observaciones mías que no sé si vienen a cuento). Y como usted, el lector conoce y aprecia también a don Ramón del Valle Inclán, a Azorín y a Ricardo León. Y yo le recuerdo a usted los nombres de estos tres literatos porque los tres acaban de sufrir la acerba crítica de Julio Casares en un libro de abundantes páginas. Hoy —es domingo, hay incertidumbre en la temperatura, hay templanza en el sol, hay tráfico de coches y automóviles a la Plaza de Acho, hay aburrimiento en el ambiente—, tengo ante mis ojos, fatigados por la lectura de las abundantes páginas, el libro de Julio Casares. Y pienso que este Julio Casares es un individuo original.
         Seguramente, hasta hace poco el nombre de Julio Casares no tenía significación en el momento literario de España. No tengo noticia de la personalidad íntima de este crítico que hace su aparición con un libro que revela labor prolija, sesuda, grave, minuciosa e inteligente. Y en cuanto a su personalidad literaria, él mismo la presenta en el prólogo de su libro que se intitula Crítica Profana, diciendo que es solamente un Iector, un observador, un “profano”, que ha acopiado pacientemente comentos y apuntes y los ha reunido en un libro sin torcida ni deshonesta intención, y por purísimo gusto de desocupado, investigador, busquillo y mirón.
         Hay que creer en la honestidad y honradez de Julio Casares, cuando después de leer su libro, se halla uno con que la vehemencia comentarista no lo ha conducido en ningún momento a la destemplanza ni a la agresión. En más de 300 páginas no se encuentra un solo adjetivo agrio para las personas o para la literatura de los escritores analizados. La frase es casi siempre amable, risueña, bondadosa y gentil y aun cuando el concepto envuelva duro reproche o amarga censura, tiene siempre templanza, disfraz y ecuanimidad en su expresión. Esto hace imaginar que Julio Casares es persona tranquila, serena y temperante, a quien place, a la tradicional manera española, ser galante y cortés con el adversario.
         Pero si en la tranquilidad de las palabras manifiesta Julio Casares amplitud y fortaleza de criterio, no las manifiesta en cambio, en sus conceptos críticos, que en gran parte están inspirados por un espíritu hermético y rancio que, en pleno instante de revoluciones y novedades, se muestra huraño e inaccesible para las nuevas ideas estéticas y las nuevas tendencias literarias. Es un caso de crítico bien intencionado y honesto, pero escaso de tolerancia artística y encasillado dentro de pragmáticas inexorables y rígidas.
         Tal vez este caso permite recordar esa como crisis de verdaderos críticos que se observa en casi toda la literatura española. Críticos justos y serenos, no hallaréis en ella con facilidad. Acaso, faltan absolutamente. Ayer no más Leopoldo Alas “Clarín” aderezaba sus juicios con procacidades y ultrajes. Valbuena fue un intolerante estudioso que asaltó el escabel de la crítica como un medio de alcanzar la notoriedad que por otro medio se le ofrecía inaccesible. Y, como el caso de Casares es contemporáneo y vale más situarse en la actualidad, tampoco hoy se encuentra en España quien pueda honrar una literatura por su capacidad y autoridad de crítico. Manuel Bueno que, por su cultura, amplitud de criterio estético y buen gusto podía ejercer de tal, se aparta voluntariamente de las funciones para las cuales todos se muestran tan acordes en reconocerle singulares actitudes. Su labor crítica, solo es movida, y únicamente en determinados casos, por las solicitaciones del momento, de la actualidad, y no significa dentro de la obra del brillante escritor una orientación sólida, definitiva, duradera y principalísima. Y hay en ella a veces la mácula de la disculpa amistosa o de la acerba exageración, según que medien simpatía u odiosidad bastantes para aumentar el mérito o atenuarlo. Por otra parte, en el hecho mismo de que Manuel Bueno no consagre con mayores hondura y sistema su esfuerzo a la labor crítica, podría verse la poca preferencia que ella tiene entre sus orientaciones y lo limitadamente que lo seduce. Y continuando, Ramón Pérez de Ayala, prosista exquisito y loable poeta, no ha demostrado imparcialidad ni desapasionamiento en sus ensayos críticos. Andrés González Blanco, el erudito literato, posee por su preparación y talento capacidad para cualquiera empresa del género que comentamos, pero en sus estudios, a través de su cultura y habilidad, se nota siempre que el crítico desfallece en digresiones poco precisas o incurre en injusticia unas veces para extremar sin motivo la censura y otras para exaltar piezas de poca cuantía que tienen en su abono la recomendación de un interés amistoso o de una benevolencia. Azorín ha oficiado también de crítico a su modo y lo ha hecho por fortuna muchas veces. Pero hay que mirar en sus aciertos un exponente de su temperamento artístico, antes que nada. Puesto en el trance de ejercer de crítico, de manera constante, tal vez se descubriría en Azorín vacíos, deficiencias y flaquezas que en sus ensayos no se ha advertido. Y tampoco Azorín tiene preferencia por esta labor, que parece condenada en España a sufrir los desdenes de los verdaderos espíritus artísticos y los cortejos de los que en diverso camino no pueden alcanzar el triunfo.
         Julio Casares se ha puesto al margen de los apasionamientos y de las rudezas, pero en cambio no ha podido evitar que su obra esté circunscrita por limitaciones que no debe tener un esfuerzo crítico de la magnitud del que él ha realizado. Ha estudiado principalmente el estilo de los tres literatos: Valle Inclán, Azorín y León. Se explicará esta preferencia recordando que los tres deben en gran parte su triunfo y auge al carácter y personalidad de su estilo. Es cierto. Pero examinado el estilo y otros aspectos, bien pudo hacer el análisis más meritorio de la hondura y espíritu de las obras comentadas, cosas que el señor Casares trata epidérmicamente sin el detenimiento que habría derecho a esperar de quien con tanto afán busca impurezas gramaticales, artificios, ardides, mistificaciones y aun plagios. De Valle Inclán hace un estudio profundo, amargo e inteligente cuando se ocupa de su estilo. Casares semeja un anatomista que descompone, pulveriza y examina los más leves tejidos del organismo de la obra literaria. Marca las evoluciones de estilo de Valle Inclán y las fuentes en que el autor de Sonata de Otoño ha buscado la inspiración de sus tendencias. Y cita un plagio de las Memorias de Casanova encontrado precisamente en la Sonata de Otoño. Para Azorín la crítica es más honda, más analítica. Y, sin embargo, después de leída, deja la impresión de que Casares ha acopiado grandes esfuerzos y ha reunido muchos datos y citas sin conseguir el menor éxito contra Azorín. ¡Cuánto talento, cuánto empeño, cuánta erudición gastados para dejar a la postre intangible la egregia figura de tan ilustre literato! Porque acusar a Azorín de tres subterfugios de estilo, tres contradicciones y tres flaquezas más, no es bastante para quitar mérito y brillo a su grandeza y originalidad. La crítica de Ricardo León está mejor orientada y en ella se advierte mayor justicia. Establece los lineamientos generales de la literatura de Ricardo León y analiza enseguida su estilo, negando a Pérez de Ayala toda razón cuando dice que Ricardo León no posee realmente un estilo personal. Y concluye con un elogio a la modestia de Ricardo León. ¡Oh, la modestia! El señor Julio Casares, tan investigador, tan estudioso, tan erudito, tan inteligente, tampoco transige con la vanidad, y cree todavía en la modestia, esa gran farsa que todavía tiene tantos adeptos.
         Así es el interesantísimo libro que ha puesto de moda en España a un crítico nuevo.

JUAN CRONIQUEUR


Referencias


  1. Publicado en La Prensa, Lima, 11 de abril de 1916. ↩︎

  2. Publicado en La Prensa, Lima, 22 abril de 1916. ↩︎

  3. Publicado en La Prensa, Lima, 3 mayo de 1916. ↩︎