2.7. La señora de Melba

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Lucía había nacido para señorita. Así dijeron siempre todos los habitantes de la vasta y tranquila casa de vecindad en que Lucía viviera desde pequeña.
         Lucía era huérfana y no tenía más familia que una tía bondadosa y vieja que la mimaba con el más solícito de los cariños.
         Engreída por la tía, rondada y requerida por muchos galanes, Lucía, con ser pobre como era, habría gozado de una acabada felicidad hogareña, si no hubiera tenido necesidad de trabajar para concurrir a su subsistencia.
         Y Lucía trabajaba entusiasta y alegremente en un taller de modas, sin pensar por su parte casi nunca en que debía aspirar a una vida más regalada.
         Lucía no era bonita, pero, menudita, armónica, graciosa, era también muy atrayente por su juventud y lozanía. Y si no bonita, era en cambio buena y modesta, y sus aspiraciones nunca pasaron de la adquisición de un traje nuevo. Solo una vez deseó cosa mayor: un canario alegre y dorado en una jaula de alambre.
         Y Lucía era tan buena que su único defecto casi no era un defecto. Lucía era golosa, extremadamente golosa. Devoraba ansiosa cuantos dulces baratos le era posible y se relamía luego los labios con su lengua carnosa, roja y felina. Era la suya al relamerse los labios la más voluptuosa y coquetona de las golosinerías.
         Y además de golosa, tenía también Lucía sus puntitos de vanidad y nada la halagaba como oírse requebrar al pasar con breve trotecito por las calles y como oírse decir que era muy guapa y muy bonita y muy graciosa. Pero en medio de su trivial y menuda coquetería, ningún amorío la inquietó. Y nunca se preguntó Lucía si le hacía falta enamorarse.


 

         Tenía veinte años cuando don Manuel Melba pidió su mano. Don Manuel Melba hizo, a la tía vieja y bondadosa, protestas inconfundibles de la sana honradez de sus propósitos.
         A Lucía no le desagradó la idea de casarse con don Manuel Melba. No era joven don Manuel Melba, pero tampoco era viejo. A la verdad que no lo pensó más regalado. Bigotes retorcidos, como le gustaba a Lucía, y ganaba dinero bastante para tenerla con toda la estimación de un objeto de lujo. Seguramente le compraría el canario alegre y dorado en una jaula de alambre.
         Y luego como la tía le hiciese presente que ya se sentía vieja, muy vieja, que tenía miedo de morirse de repente y que no quería dejarla sola en el mundo, Lucía encontró cada día más conveniente su matrimonio y un día cualquiera dio el sí.
         El noviazgo fue breve. Y la tía cuidó —no era necesario— de que fuese también lo más honesto posible.


 

         En los días que siguieron a su boda, Lucía estuvo muy satisfecha del matrimonio. A la verdad que no lo pensó más regalado. Su marido la mimaba con afectuosa solicitud y no permitía que se la molestase en lo menor.
         Era como dijeron los vecinos de la vasta y tranquila casa en que Lucía viviera desde pequeña: Lucía había nacido para señorita.
         Además, Lucía que razonaba siempre con mucho juicio, pensaba que había subido su nivel social. No era ya Lucía, la obrera del taller de modas, sino la señora Lucía de Melba, y esto la halagaba mucho. Cuando meditaba así, llamaba de pronto a la criada y se hacía mudar por ella el calzado y le daba órdenes.
         Lucía no sabía si amaba a su marido. Pero como le daba mucho miedo descubrir que no lo amaba, prefería hacerse la ilusión de que lo quería con locura. Se le habría antojado de una ingratitud horrorosa confesar que, con ser empleado de banco, algo joven todavía y hasta buenmozo, no le inspirase el más ferviente cariño.
         Una noche soñó Lucía que detestaba a su marido y que se había enamorado de un mozo que de soltera la asediaba con sus requiebros. Y al levantarse, ojerosa y sobresaltada, el recuerdo de lo que había soñado la perseguía por mucho rato. Lucía se hizo cruces y tuvo que invocar a su santo patrón para alejar la tentación del sueño.


 

         Tres meses hacía que se había casado. Notábase ahora descompuesta y enferma. La náusea la asaltaba a cada instante. Y su tía la había hablado con misterioso sigilo. Lucía estaba nerviosa. Comenzaba a desencantarse del matrimonio.
         Este día se había levantado muy tarde. Su marido, puntual y serio como no había otro, trabajaba en la oficina. Y ella estaba sola porque la tía había salido temprano junto con la criada.
         Lucía estaba triste. El recuerdo de su cercana y libre juventud la torturaba. Era entonces —pensaba— bonita, fresca y lozana, y los mozos le dirigían esos requiebros de que tanto había gustado siempre y que nunca le había dicho su marido, tan serio, tan formal, tan laborioso. Sabía entonces que era provocativa y vivía satisfecha de la idea de que era admirada y deseada.
         Ahora, en cambio, creía que su situación era desgraciada. Muy desgraciada. Como no salía a la calle, hacía tiempo que no escuchaba una galantería, una sola. Estaba, además, tan pálida, tan ojerosa, tan desmadejada, que no quería salir a la calle por nada de esta vida. ¡Se reirían de ella!
         Se miraba envuelta en una bata amplia que le quitaba toda agilidad y toda esbeltez. Y se desesperaba.
         Su coquetería infantil la llevó al espejo y entonces aumentó su desconsuelo. Se vio fea, despeinada, flácida, con grandes ojeras. Su ropa de mañana la abultaba el cuerpo, antes gracioso y ligero, y bajo los senos que resbalaban perezosos, se abultaba el vientre.
         Y había envejecido. Hasta las zapatillas que cargaba se le antojaban horriblemente ridículas y la hacían recordar con pena sus botitas de grandes tacones, que, según indicación de su tía, ya no podía usar.
         Lucía sintió una impresión de malestar terrible y se dejó caer en un diván. No quería verse más. Le dolía la cabeza y le daba una sensación indefinible de mareo. Luego la arcada. Lucía se dio asco. Y tuvo un síncope.
         Volvió en sí rápidamente, abrió los ojos con sobresalto y se encontró sola. Se vio remotamente, despeinada, flácida, indolente. Un ataque nervioso agitó su cuerpo y rompió a llorar, como cuando era una chiquilla y la mimaba la tía vieja y bondadosa…


Referencias


  1. En La Prensa, Lima, 28 de julio de 1915. Y en las Páginas Literarias, seleccionadas por Edmundo Cornejo Ubillús (Lima, 1955), p. 46-51. ↩︎