2.8. El baile de las máscaras

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Mi amigo Esteban, tan triste, tan sombrío, tan melancólico siempre, era esta noche más espontáneo, más comunicativo, más verboso que nunca, ante una copa de whisky que bebía a sorbos menudos, en el bar lleno de luces y de voces de cristales.
         Mi amigo Esteban me había prometido explicarme por qué se había negado aquella noche —noche de carnaval— a ir conmigo al baile de máscaras. Y comenzó a decirme con voz pausada, triste, esta historia:

         —Hace diez años, tenía yo entonces veinticinco, en una noche como esta, tercera de carnaval, Julio Vial y yo —¿se acuerda usted de Julio Vial?— (Yo hago una inclinación afirmativa). Julio Vial y yo nos aburríamos sin distracción. Julio Vial me propuso ir a casa de las Sixto, que eran alegres y simpáticas, pero yo me acordé que las Sixto nos habían torturado con polvos y chisguetes el día anterior y no quise ir. Julio Vial me invitó entonces al baile de máscaras y acepté. Yo no había ido nunca a un baile de máscaras. Cuando llegué al teatro y miré una serie de parejas ebrias, disfrazadas con trajes grotescos, me dio un poco de repugnancia y quise marcharme. Pero pensé en que no tenía otra distracción posible y alguna habría de proporcionarme mi permanencia en el baile. Las parejas pasaban ante mí, bailando desenfrenadamente. Y llegaban otras nuevas y el baile se animaba. A poco era un vértigo de serpentinas, colorines y dominós abigarrados. Yo me aturdía y comenzaba a distraerme. Julio Vial también.

         (Mi amigo Esteban hace una pausa y bebe un sorbo de whisky. Yo lo imito. El bar está todo lleno de luces y de voces de cristales. Fuera, pasa como una onda de locura el carnaval).
         De pronto llegó una pareja nueva. Era una mujer con dominó, una mujer esbelta, ágil, de elegante silueta; y era un hombre extraño, seco, de bigote recortado, de ojos pequeños, de mirada agresiva. El hombre y la mujer se sentaron próximos a nosotros. Yo los escruté curiosamente. Se me antojaron una pareja rara. Y me atrajeron sobre todo los ojos de ella, grandes ojos negros, grandes ojos brilladores. Los ojos de ella me miraron también, y yo la encontré misteriosa, sugestiva, fatal en su disfraz.
         Y la adiviné hermosa, supremamente hermosa, tanto como eran su silueta y sus formas turgentes.
         El hombre extraño, seco, de bigotes recortados y de ojos pequeños, se paró de repente. Dijo en voz baja unas cuantas palabras a su compañera y salió de la sala casi de prisa. Yo seguí con la vista al hombre extraño y seco, y lo vi volverse para mirar a la mujer del dominó que con él vino.


 

         La mujer del dominó siguió sola por mucho rato. La adivinaba impaciente y fastidiada. Ella se quitó el antifaz y me dije que no me había engañado al creerla hermosa, supremamente hermosa. Era morena, joven, fresca, deliciosamente bella la mujer del dominó y de los grandes ojos negros.
         Julio Vial y yo comenzábamos también a aburrirnos. Para distraernos nos acercamos a la mujer del dominó y le hablamos. Ella nos contestó afable y yo sentí muchas veces en mis ojos los suyos grandes, negros y brilladores. La invité a “dar una vuelta” y ella aceptó gustosa.
         (Mi amigo Esteban bebe un sorbo de su copa de whisky. Yo lo imito. El bar está todo lleno de luces y de voces de cristales. Fuera, pasa como una onda de locura el carnaval).
         Nos confundimos entre el loco torbellino de las parejas que bailan un vals. Muy apretados, muy juntos, nos deslizábamos raudamente, automáticamente, vertiginosamente. Y yo sentía en mi cara su alentar tibio, perfumado y mareante, a ritmo de su respiración que le enarcaba el seno turgente. Bailamos con locura, bailamos frenéticos, con la misma ansia de embriagarnos entre el loco torbellino de las parejas abigarradas…
         Fatigados, nos detuvimos. La conduje a su asiento, el mismo que antes ocupara. Ahí estaba Julio Vial. Yo la invité a tomar un refresco en el bar, pero ella rehusó. Insistí, y entonces habló así en su respuesta: “¡Gracias! ¡Podría venir él!”. ¿Él? Yo me había olvidado de él. ¿Él era el hombre extraño, seco, de bigotes recortados, de ojos pequeños? No quise seguirme interrogando, me despedí de mi pareja y salí de la sala, obediente a Julio Vial, que me llevaba al bar…


 

         Sentados ante una mesita del bar, Julio Vial y yo bebíamos. Irrumpían de pronto las parejas bulliciosas y ebrias para marcharse luego. Yo estaba nervioso. Una meretriz disfrazada de Colombina, me dirigió una provocación atrevida que corearon muchas risas. Julio Vial necesitó usar toda su energía y toda su sagacidad amistosa para calmarme.
         Pedimos la tercera “menta”.
         Sonó un tiro. Julio Vial y yo nos quedamos estáticos, aterrados. Salimos después corriendo y entramos anhelantes a la sala, donde había cesado bruscamente la algarabía del baile. Una gran aglomeración señalaba el sitio donde el disparo había sido hecho. Era el mismo sitio donde habíamos dejado a la mujer del dominó que bailó conmigo.
         Julio Vial y yo nos acercamos, abriéndonos paso casi a la fuerza. Escuchamos: ¡La ha matado! Cuando llegamos al sitio en que dejamos a la mujer del dominó, un tumulto marcaba el otro por donde se llevaban al hombre extraño, seco, de bigotes recortados y ojos pequeños. Era el asesino. Mi pareja de hacía un instante estaba ahí, inmóvil, yerta, con una herida sangrante en el pecho. No quise seguir mirando su cadáver y me escapé del grupo, atontado. Julio Vial me seguía. A la salida escuchamos a dos personas que hablaban en voz alta. Una dijo:

—Ha sido por celos. Él era su amante y ella lo engañaba con otro. Él la espiaba y la dejó sola para sorprenderla. No hace mucho ella bailaba con su segundo amante. Un joven alto, delgado, pálido, vestido de gris oscuro, con corbata de lazo…

         Salí del teatro como un loco. A lo lejos vi al grupo que se llevaba al asesino. Corrí aterrorizado. Yo era el joven alto, delgado, pálido, vestido de gris oscuro, con corbata de lazo. No he vuelto más a un baile de máscaras.
         (La voz de mi amigo Esteban ha concluido trémula, velada, llena de emoción. Él se ha bebido el último sorbo de su copa de whisky. Yo lo he imitado. El bar estaba lleno de luces y de voces de cristales. Fuera, pasaba como una onda de locura el carnaval).


Referencias


  1. En La Prensa, Lima, 28 de julio de 1915. Y en las Páginas Literarias, seleccionadas por Edmundo Cornejo Ubillús (Lima, 1955), p. 40-45. ↩︎