2.3. Rudyard Ring, ganador…

  • José Carlos Mariátegui

 

         1¡Rudyard Ringe! Rudyard Ring for ever!…
         Los aplausos al caballo vencedor de la gran prueba clásica vibraban estruendosos.
         Y Rudyard Ring paseó nervioso su fina lámina anglo-árabe de vuelta al pesaje. Jim, el jockey sonreía satisfecho. Y Alberto Domal, el afortunado gentleman dueño de Rudyard Ring, conducía de las bridas al vencedor.
         Desde la tribuna, los vio pasar orgullosa la señora de Domal. Era hermosa, era elegante y era joven la señora de Domal. Y era morena, de tez pálida y ojos negros de expresión infinita, con todos los nobles atributos de su belleza de criolla y ademanes que decían de la gran señora, de la dama aristocrática que en teatros, salones y calles paseaba la caprichosa arrogancia de su spleen. A su lado Julio Gil, sportman impenitente en el amor y en las carreras, comentaba verboso y amanerado el triunfo de Rudyard Ring y halagaba mimoso a su dueña gentil.
         Julio no parecía joven ni viejo. Acicalado y pulcro, la silueta atildada daba una impresión de juventud que desmentía el rostro estucado. Afeites, traje, ademanes, prismáticos, escarpines, palabras, todo, lo sindicaban como un ocioso elegante y galanteador profesional.
         —¡Y Ud. que dudaba del triunfo de Rudyard Ring! Ahora, qué dice… A ver…
         —No, Elena, Yo solo no dudaba. La prueba era dura para Rudyard Ring… Cualquiera diría que Ud. ha embrujado al caballo como ha embrujado a tantos.
         La voz de Julio Gil era nerviosa, incitante, enamorada. La voz de Elena era coquetona, dúctil, musical.
         —¿Y piensa Ud. que no ganará el gran clásico próximo?… Voy a creer que de caballos no sabe Ud. ya nada… Y como su habilidad hípica marchó siempre paralela con su habilidad en el amor…
         —Pues bien, esta opinión mía sí es definitiva. Rudyard Ring no ganará el domingo. Esa prueba es muy distinta de la que hoy ha vencido. En ella corren Belveder, Tick, Gold Pirker…
         —Rudyard Ring ganará otra vez, Julio. Le apuesto lo que quiera… Y reía gozosa de contradecir al sportman.
         —Acepto, Elena. Le apuesto a Ud. …
         Ella le cortó nerviosa, juguetona.
         —Le apuesto a usted…
         —¿Qué?… Hable, Elena…
         —¡Oh no! ¡Qué atrevida! …
         —¡Elena! ¿Quiere Ud. jugarse en la carrera de “Rudyard Ring la cita que tantas veces le he pedido? Diga Elena…
         Ansioso, trémulo, se aproximaba a la gentil coqueta que reía aún…
         —¡Vaya! Estoy tan segura de que ganará Rudyard Ring que se lo apuesto… Solo porque estoy muy segura… Si no lo estuviera. Pero, usted, ¿qué pierde? A ver.
         —Mi poney mulato, mi finísimo poney mulato que tanto codicia Domal. Un poney hecho para una amazona como usted…
         Domal, sonriente y satisfecho interrumpió el coloquio, Julio Gil tendió la mano enguantada para felicitarlo.


 

         Era una mañana gris y húmeda cuando Julio Gil llegó al hipódromo. Un pequeño esfuerzo exigido a su natural de nosseur.
         Minutos más tarde hablaba con Jim, el jockey de Domal, que se aprestaba para los trabajos del día. Galoparían todos los caballos del stud. También Rudyard Ring.
         Julio Gil pidió al jockey su opinión sobre la carrera clásica. Y Jim le dijo su seguridad en el triunfo de Rudyard Ring. Nunca estuvo mejor el caballo. Milagros del entraineur que le hacían invencible por el momento.
         El sportman descubrió sus propósitos. Él no quería que ganase Rudyard Ring. No podía ser. Siempre fue buen amigo de Jim; por influencias de él lo favoreció y halagó la crítica de los periodistas y hoy que lo necesitaba, debía servirlo. Sería bien remunerado: cien libras, de las cuales adelantaría la tercera parte. Le juró que no se trataba de una trampa de juego. Era un capricho distinto. Cosas de mujer…
         Jim dudó. Iba a traicionar a su amo. Era una prueba segura… Pero no supo resistir. Deudas, obligaciones, exigencias de esa Lily siempre pedigüeña: le urgía dinero. Y este Julio Gil, había sido para él un buen chico. Este Julio Gil que lo miraba entretanto, que lo mareaba con sus palabras mimosas, que lo sugestionaba. Cedió Jim. Y guardó en su cartera el anticipo que Julio Gil le ofreció.
         El sportman le estrechó efusivo la mano para despedirse.
         —Gracias, Jim. Eres un buen muchacho. No sabes lo que me representa este servicio. ¿No te he dicho que son cosas de mujer? Le he apostado a la señora Domal que Rudyard Ring perderá. Si acierto, tendré la cita que le he pedido y con ella su amor… ¡Qué mujer más hermosa! Te lo confío, Jim, porque lo mereces…


 

         Jim se quedó pensativo, estático.
         Vio al sportman que se alejaba presuroso, alzando el cuello del gabán, hacia el automóvil, en cuyo pescante se desperezaba prevenido el chauffeur. Y tuvo tentaciones de llamarlo, de decirle que renunciaba al compromiso. Pero no supo decidirse.
         El automóvil partió raudo. Jim meditaba.
         Lamentaba el compromiso. Con la derrota de Rudyard Ring, traicionaba a su amo y entregaba a su ama. Jim se estremeció. No quiso pensar en la coquetería caprichosa que había insinuado la apuesta. Se dijo tan sólo que ponía a su ama a merced de Julio Gil, del galanteador profesional y descorazonado, del aventurero del amor. ¡A ella, a Elena! Sacó de su bolsillo un pedazo de papel. Ella estaba ahí retratada, en una revista elegante como una de las más gentiles paseantes del paddock. Jim lo besó frenético.


 

         Jim amaba a Elena. La amaba desde que traviesa y risueña visitó el Stud, para regalar con terroncitos a Rudyard Ring, a Fru-Fru, a Zazá. Le hablaba mimosa. Y le había embriagado con su perfume de esencias y de hembra elegante. Después había vuelto a verla muchas veces. Y un día que le dijo: —Quiero que gane Zazá. Lo quiero, Jim. Te regalaré mi latiguillo —él puso toda su habilidad para que Zazá ganara. Y ella le regaló su frágil fuetecillo de amazona. Él soñaba con ella todos los días y cuando ella le hablaba, le contestaba trémulo y turbado.
         Ahora, esta mujer de sus ensueños, iba a ser para Julio Gil. Y Jim se la entregaba. Vencido, angustiado no sabía rebelarse.
         Sonó la voz del entraineur:
         —Al trabajo, Jim. ¡Que se hace tarde!


 

         Rudyard Ring, Belveder, Gold Pirker, Tick, Tarapacá, Amor. Desfilaron los seis competidores del clásico ante las miradas de las gentes agolpadas ante la barandilla. Gran día en Santa Beatriz.
         Rudyard Ring iba jineteado por Jim. Jim iba triste. Cuando todos los caballos partieron hacia el poste de partida, Jim miró con angustia a la tribuna desde donde lo seguían con los anteojos Domal, Elena y Julio Gil. Rudyard Ring galopó soberbio.
Los timbres sonaron. Se sucedieron las pizarras de apuestas. Rudyard Ring era el favorito. Luego clausuraron las ventanas del sport y todas las miradas convergieron hacia el punto de partida.
         El starter dio la señal y todos salieron en pelotón. Pronto se marcaba en el primer puesto Tarapacá, seguido por Tick, tercero Rudyard Ring que galopaba sin esfuerzo. En la curva, Jim requirió severamente a su caballo y pasó el disco, en la primera vuelta, a la cabeza del lote. Tick le entabló lucha. Rudyard Ring siguió. Amor exigido con firmeza la arrebató por un momento para perder su puesto luego.
         Se acercaban a la curva nuevamente. Jim, sudoroso, trémulo, desvió a Rudyard Ring, hacia la baranda exterior, levemente. Era el compromiso fatal, la voluntad del señorito, contra la cual él, el pobre jockey, no podía rebelarse. Las gentes comenzaron a vocear: ¡Amor!, ¡Gold Pirker!, ¡Tick!
         Los gritos tuvieron un eco doloroso en el corazón de Jim. Iban a ganar a Rudyard Ring. Julio Gil tendría a Elena. Creyó verlo gozoso, mirándola con lujuria y sintiendo ya la fruición de que era suya. Los celos lo espolearon y se rebeló furioso.
         Jim, loco, excitado, apeló al látigo con energía. El caballo se creció al castigo. Y empezó el rush más sensacional, más vertiginoso. Ya había dominado a todos. Faltaba sólo Tick. Y estaba casi sobre la meta. El látigo de Jim castigaba frenético a Rudyard Ring. Y el crack, obedecía al estímulo y se alargaba en un supremo esfuerzo.
         Atronó una ovación. Rudyard Ring había vencido por una cabeza.
         —¡Rudyard Ring! ¡Rudyard Ring!
         En la tribuna, Elena aplaudía con sus manitas enguantadas y decía riendo a Julio Gil, asombrado y estático:
         —¡Le he ganado! ¿Quiere apostarme otro poney?

JUAN CRONIQUEUR


Referencias


  1. En El Turf, Nº 13, pp. 10-12, Lima, 3 de julio de 1915. Y en Lulú, Nº 35, pp. 8-9, Lima, 23 de marzo de 1916. ↩︎