2.4. El Jockey Frank…

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Tras de aquella noche de orgía, Frank, el jockey afortunado y adolescente, se despertó inquieto. Los vapores del alcohol turbaban aún su cerebro, en el cual los recuerdos del deber, del stud y del hipódromo surgían vagamente, se abrían paso y lo despertaban de su inconsciencia letárgica. Y por la mente del jockey desfilaron borrosas y confusas las escenas de los días anteriores. Escenas de bacanal, escenas de juerga a que lo arrastrara Rosina, su amante bella y caprichosa y gentil, que dormía a su lado, laxada por las fatigas de los días orgiásticos, en que su sangre cálida y retozona pusiera la nota más vibrante y pintoresca. Ambos habían vuelto a su casa ebrios e inconscientes, en la madrugada de aquel día.
         Frank miró el reloj que en el velador decía su tictac. Eran las 10. Frank saltó de la cama y comenzó a vestirse de prisa. Su naturaleza madrugadora se rebelaba contra el cansancio.
         Mientras se vestía, Frank meditaba, queriendo restituirse del todo a la realidad del instante. Era lunes. Le tocaba trabajo y era ya muy tarde para cumplirlo. ¿Y el día anterior? El día anterior había sido domingo y debía haber jineteado varios caballos de “su” stud. ¿Y por qué no había ido al hipódromo? Frank recuperó de pronto, ante esta pregunta, pleno dominio de sí. El día anterior había estado de juerga. Y también el sábado. Él recordaba que tuvo perfecta conciencia de su deber, que quiso partir al hipódromo, y que Rosina y sus compañeros de diversión no le habían dejado ir. Rosina, imperiosa y suplicante al mismo tiempo, le había detenido rogándole mimosa que se quedase. Y cuando él, obstinado, se empeñó diciendo que tenía cinco montas forzosas y no podía faltar, ella se había reído locamente: “Pero hombre, ¡si estás borracho!”. Él se había visto también, inútil, y se había quedado.
         No quiso pensar en la cólera de su amo, ese Félix Leal tan nervioso, tan arbitrario y tan despótico. ¿Qué habría pensado de su ausencia y, sobre todo, cómo la habría remediado? Verdad que los caballos del stud Aurora no habían disputado ninguna prueba importante. Todos fueron handicaps corrientes. Frank concluyó de vestirse y sin despertar a su querida que dormía con voluptuoso abandono, salió de su casa apresuradamente.


 

         En el stud, solo estaban los muchachos cuidadores. Lendo, el entraineur, había salido por breves momentos. Frank no hizo pregunta alguna y se dirigió a los boxes. Allí estaban sus caballos. Los revistó lentamente. Se detuvo en el box de Gaminet.
         Gaminet era el mejor caballo de la ecurie Aurora. Y era al mismo tiempo el crack aclamado, el crack asombroso, el crack invicto que tenía en su haber tantas victorias como carreras había disputado en aquel año y en el anterior. Y Frank fue siempre su jinete. Cuando se iniciaba en su carrera y era apenas un aprendiz aprovechado, el nombre de Frank comenzó a sonar unido al triunfo de Gaminet. El prestigio de jockey creció ligado al prestigio del crack y para ambos fueron las aclamaciones del público después de cada victoria nueva.
         Frank dio una palmadita en la quijada del caballo y puso en su boca un terrón de azúcar que él hizo crujir goloso bajo su dentadura amarilla. Y Gaminet humillaba la cabeza al sentir la mano mimosa de su jinete que acariciaba el mechón gris que caía sobre su frente tordilla.


 

         Llegó Lendo. Era el entrenador, joven agradable y vestido con una pulcritud que se avenía poco con el trabajo de su profesión. Con Frank fue siempre burlón y duro. Y Frank no lo quería.
         Lendo estaba asombrado de la falta de Frank. ¿Por qué no había ido el domingo? ¿Cómo podía disculparse? Refirió la indignación de Leal que había ordenado colérico que se despidiese a Frank. Él había querido defenderlo, disuadir al amo de su propósito, pero no había podido. Ya conocía Frank el carácter del amo, tan caprichoso, tan imperativo. Además, Leal había jugado mucho dinero, confiando en el triunfo de tres de sus caballos y lo había perdido. Pero si él sabía disculparse, suplicarle, tal vez lo perdonaría. Y Lendo hablaba de la falta de Frank como de un delito, como de una ofensa terrible al amo del stud.
         Frank permaneció callado un rato. Luego, cuando el entraineur le habló de buscar el perdón de Félix Leal, fue rotundo, enérgico y valiente en la negativa. Se marcharía. Se iría del stud a cuyo servicio hizo su profesión y al que tan ligado estaba.
         Frank dio otro terroncito a Gaminet, y Gaminet lo hizo crujir otra vuelta bajo su dentadura amarilla.
         Y sin mirar a los boxes que guardaban los caballos que fueron sus favoritos, dijo adiós a Lendo y salió silencioso y lento.«/div>


 

         La gran prueba clásica había reunido en el hipódromo a todo el gran mundo. Las tribunas desbordaban y en las terrazas inmensas, la muchedumbre hormigueante e inquieta ponía un sordo rumor de marea. Y las primeras pruebas habían transcurrido sin que su interés amenguase el despertado por el clásico. El público guardaba avaramente sus entusiasmos y lo esperaba anhelante.
         En el paddock, Rosina, Frank y dos sportsmen atildados y jóvenes formaban un grupo. Rosina, arrogante y gentil, atraía las miradas. Y de ella pasaban al jockey, dueño de aquella cortesana incitante que tenía en su elegancia, distinción y buen tono de aristocrática señora. Rosina conversaba animadamente, contestando desenfadada y alegre la galantería presuntuosa de los sportsmen. Frank llevaba puesto un cubrepolvo sobre su vestido de jockey. En su rostro, en su ademán y en su voz, hablaba una tristeza adormida, latente y honda.
         Se hablaba del clásico que debía disputarse dentro de breves momentos. Frank montaría a Girasol, un buen caballo argentino que comenzaba a destacarse. Corrían también Gaminet, el favorito de la cátedra y del público que respetaban su condición de invicto, Rustin, Pelele, Willy y Monsieur Gerard. Era la primera presentación de Gaminet después de que Frank abandonó el stud Aurora. La primera vez que montaba a Gaminet otro jockey. Y la cátedra expresaba algunas dudas respecto del triunfo de Gaminet. Había ahí un Pelele, un Willy, un Girasol…


 

         Concluido el canter los seis competidores se dirigieron hacia el poste de los 800 metros. La carrera era de 2400 y de ahí debían partir. Frank dirigió por última vez la vista a la tribuna donde estaba su querida. Rosina le seguía con los anteojos y le sonreía. Frank miró luego con tristeza a Gaminet, a “su caballo”, que caminaba adelante y que era jineteado por Buin, que para Frank era ahora un intruso. Le usurpaba a “su” Gaminet.
         Frank quiso despreocuparse de Gaminet. Hacía dos semanas que fue echado del stud Aurora y desde entonces el recuerdo de su crack era para él una obsesión tiránica. Había buscado locamente el olvido en las caricias de Rosina. En las caricias de Rosina, la hembra dominadora y caprichosa que le había dicho, llena de rencor contra ese Leal, que había puesto en la calle a su amante:
         —Quiero que Gaminet pierda esta vez. Haz que Girasol lo gane. Hazlo…
         Y lo había besado furiosa, insaciable, frenética.


 

         Un inmenso clamor primero. Un aplauso delirante después. La partida había sido dada. Rustin corría de punta, Gaminet galopaba desenvuelto en segundo término; los demás, escalonados a continuación. Frente a la tribuna popular Pelele, demandado por su jockey, pasó a ambos y se marcó en el comando. No hubo alteración hasta aproximarse la última curva. Frank exigió a Girasol y Girasol con grandes alientos ganó el primer puesto, Gaminet le seguía cercano y los demás se rezagaron un tanto. En la recta Girasol y Gaminet resistieron el ataque postrero de sus competidores. Y desde entonces, solo hubo un match colosal, un match encarnizado. Gaminet y Girasol luchaban bravamente. El público los aclamaba con locura.
         Gaminet dominó por un momento a su rival y ya se le creía vencedor. Pero Girasol reaccionó y delante de la meta había puesto un cuerpo de luz entre él y su rival, extenuado y vencido.
         Cuando Frank escuchó la ovación que aclamaba a Girasol, sufrió un desmayo. ¡Había vencido a Gaminet, a “su caballo”! El crack invicto sufría la primera derrota. Lo miró fatigado y rendido detenerse y sintió un dolor inmenso, un dolor muy hondo, como si hubiera asesinado su propia obra, como si hubiera destruido con sus manos toda su gloria, como si hubiera desbaratado de un latigazo su mayor ensueño.


 

         La concurrencia abandonaba el hipódromo. Quedaban unos pocos rezagados que cobraban en el sport boletos de Girasol ganador… Frank pasó delante de ellos, inconsciente, ensombrecido.
         Y vio muy cerca a Rosina que al pie de una victoria y puesto ya graciosamente el pie en el estribo, lo esperaba sonriéndole. Más allá había un grupo de sportsmen que departían con Lendo, el entraineur de Gaminet.
         Frank sintió que la aborrecía. Ella tenía la culpa. Ella sola. Era la hembra maja que le había vencido y que había vencido a Gaminet, a su crack…
         Al llegar a ella, Rosina le tendió su manita enguantada y le palmeó en el hombro.
         Bravo Frank. Frank mío…
         Al sentir su contacto y oír su voz acariciadora, seductora, la misma voz con que le había dicho: Quiero que Girasol gane a Gaminet, el dolor y la cólera de Frank estallaron.
         Sin responderla Frank la rechazó violentamente y Rosina estuvo a punto de caer. Frank siguió su camino sin mirarla.
         Rosina, soltó una carcajada burlona, fresca, cantarina:
         ¡Tonto! Lendo, ¿quiere acompañarme?…
         El entraineur obedeció presuroso. Y la victoria partió y pasó rauda, cerca de Frank, que siguió solo, triste, indiferente, por la senda desierta.

JUAN CRONIQUEUR


Referencias


  1. En El Turf, Nº 14, pp. 6-8, Lima, 10 de marzo de 1915. Con algunas supresiones y ligeras enmiendas formales (por ejemplo: en lo tocante a los nombres de los personajes), fue posteriormente publicado con un nuevo título “Jim, jockey de Willy”. ↩︎