2.2. Los Mendigos

  • José Carlos Mariátegui

  

         1En las gradas del atrio de esta iglesia, se diseminaban mugrientos y callados los mendigos.
         Hablaban unos baja y entrecortadamente; contaba otro con sus manos secas y ganchudas las monedas recogidas en el día; dormía el de más allá y, de su garganta, se escapaba un ronquido de cansancio y de miseria; decía aquél su súplica monótona y triste, en espera de que alguien penetrara al templo a esas horas solitarias.
         Acurrucados en un rincón hablaban Paco y Antonio. Antonio era ciego y era joven. Tenía cerrados y hundidos los ojos. A ratos brotaban de ellos las lágrimas y se entreabrían entonces mostrando las cuencas horriblemente vacías. Paco era tullido y jorobado. Sus piernas enanas e inmóviles lo obligaban a arrastrarse en una carretilla de minúsculas ruedas.
         Hablaba Antonio y había en su voz un tono doloroso de confidencia. Ayer no más era feliz y fuerte. Trabajaba para ganar su subsistencia y amaba. Tenía una novia buena y hermosa que lo esperaba todas las noches tras de la ventana de su casa. El dolor del recuerdo le enmudecía un instante.
         Un día cualquiera sobrevino el fatal accidente que le dejó ciego para siempre. Y desde entonces pedía limosna para no morirse de hambre.
         Paco escuchaba silencioso.
         Antonio buscó en sus bolsillos y extrajo de ellos un medallón de metal, pequeño y sucio. Estaba allí el retrato de su novia. Y era su única fortuna. Con él se sentía un poco feliz todavía. Y aunque era ciego, gozaba con colocarse en las manos el pequeño retrato y hacerse la ilusión de que contemplaba la imagen de la amada de sus días dichosos. Y lo besaba muchas veces con ansia febril.
         Paco examinó el retrato con ojos inquisidores y hurgones, lo miró por todos lados y lo devolvió enseguida al ciego.


 

         Paco no era bueno. Tenía el espíritu envenenado por la desgracia. Y sentía un placer perverso cuando podía hacer algún daño. En sus ojos relucía una mirada de maldad.
         Un día ató de las patas a un perrito y lo puso en la línea del tranvía. Y desde la acera, muy pegado contra el suelo para no perder detalle del espectáculo, esperó que el carro pasara y destrozara el cuerpo del can. Paco sintió entonces un calofrío extraño de placer.
         Los ciegos lo odiaban. Recordaban que muchas veces Paco, aprovechando un descuido, les había arrebatado el bastón y había huido rápidamente, arrastrándose en su carretilla. Paco gozaba ante la rabia de los ciegos, impotentes para seguirlo.
         Los ojos de Paco decían toda su degeneración. Era de una voluptuosidad extremada. Sentía la más violenta y extraña de las sensaciones cuando pasaba muy cerca de él una mujer hermosa, azotándole el rostro con el hálito tibio de sus bajos perfumados. Paco se detenía entonces un instante, y aspiraba con febril ansia la aromada y mareante exhalación. Pedía entonces el mendigo una limosna con la más sentida de sus súplicas y, cuando la mujer se detenía para entregarle una moneda, Paco sentía un estremecimiento indefinible, y muchas veces tuvo la tentación de morder las piernas de carne rosada y fresca que se adivinaba bajo la presión sutil de las medias. Y buscaba a diario estas emociones.
         El día en que Antonio le mostró el retrato de su amada, en el alma de Paco se generó un intenso sentimiento de envidia. Un sentimiento torturador y cruel que lo enloquecía. Odiaba ya al ciego. Lo odiaba porque había sido joven y fuerte y había tenido novia. Lo odiaba porque había sido feliz y aún tenía el consuelo amable de un recuerdo. Paco había nacido enfermo y fue siempre tullido y miserable. Su alma no había conocido sentimiento delicado alguno. Sólo recordaba que su padre estaba siempre ebrio, que era muy malo, y que lo había aborrecido mucho, porque un día le contaron que había matado a golpes a su madre, la madre del mendigo.
         Por primera vez, después de mucho tiempo, Paco lloró amargamente. Lloró de envidia y de rabia. Poco a poco se serenó un tanto. Y se hizo la resolución de robar a Antonio su fortuna. Por su rostro vagó una sonrisa indefinible y en sus ojos brilló un chispazo de satisfacción. Sí, le robaría el retrato. Él también tendría novia.
         Pasó un transeúnte. Paco le tendió la mano y dijo con voz plañidera una súplica El transeúnte siguió sin volver la cara. Paco cerró los puños y dijo a media voz una blasfemia.


 

         Era de noche. En el zaguán de una vieja casa dormían acurrucados los mendigos. Antonio estaba despierto todavía y hablaba con una vieja que se quejaba del reumatismo. La voz de la vieja tenía un acento dolorosamente plañidero.
         Antonio preguntó a la vieja si había luna. La vieja dijo que no. Era una noche muy triste. Una noche trágica.
         Las voces de ambos fueron apagándose lentamente, muy lentamente. A poco no se oyó en el patio otro rumor que el ronquido entrecortado de los mendigos y el maullido quejumbroso de un gato hambriento.
   Sigilosamente se levantó Paco, quien dormía en el patio como todos. Y arrastrándose con precaución, llegó hasta Antonio. Iba a robarle el retrato.
         Las manos pequeñas y deformes de Paco buscaban en los bolsillos del ciego. Un instante después apretaba ya el objeto codiciado.
         Antonio despertó sobresaltado. Había sentido que registraban en sus ropas, que le robaban. Intuitivamente se llevó las manos al bolsillo en que guardaba el retrato. Lanzó un grito de rabia al hallarlo vacío. Le habían robado su fortuna. Sintió que Paco se arrastraba apresuradamente; y, a tientas, tropezando, se lanzó en su persecución.
         ¡Ladrón! gritaba desesperado.
         Paco se escurría, huyendo del ciego.
         Antonio había caído al suelo varias veces y tenía una herida en la cara. Ensangrentado, tembloroso, rugiente, el ciego tenía un aspecto pavoroso.
         Al fin logró hacer presa de Paco. Le asió del cuello, con rabia, y tomó aliento un instante. Paco daba gritos desesperados pidiendo socorro. El ciego apretó entonces la garganta, la apretó con violencia, con energía, convulsivamente, hasta que Paco quedó inerte, sin movimiento, con las manos apretadas aprisionando todavía el retrato robado.
         Los mendigos se agruparon en torno a ambos, silenciosos, consternados, sin saber lo que pasaba, presintiéndolo solo.


Referencias


  1. En La Prensa, Lima, 3 de agosto de 1914. Y en las Páginas Literarias, seleccionadas por Edmundo Cornejo Ubillús (Lima, 1955), p. 52-57. ↩︎