2.14. Jim, jockey de Willy

  • José Carlos Mariátegui

 

         110 a.m. Jim, el joven jockey de los grandes éxitos, entró al stud silencioso y solitario. Un muchacho a quien interrogara le dijo que Fausto el entraineur había salido por breves instantes. Jim no hizo ninguna otra pregunta y se dirigió a los boxes. Allí estaban sus caballos. Los revistó lentamente. Y se detuvo en el box de Willy.
         Willy era el mejor caballo de la ecurie Palmy. Y era al mismo tiempo el crack aclamado, el crack asombroso, el crack invicto que tenía en su haber tantas victorias como carreras había disputado en aquel año y en el anterior. Y Jim fue siempre su jinete. Cuando se iniciaba en su carrera y era apenas un aprendiz aprovechado, el nombre de Jim comenzó a sonar unido al triunfo de Willy. El prestigio del jockey creció ligado al prestigio del crack y para ambos fueron las aclamaciones del público después de cada victoria nueva.


 

         Ante el crack, Jim reflexionaba. Los lunes. Le tocaba trabajo y era ya muy tarde para cumplir. ¿Y el día anterior? El día anterior había sido domingo y debía haber jineteado varios caballos de “su” stud. Y el día anterior había estado de juerga con Berta, su amante hermosa y encantadora. Y también había estado de juerga el sábado. Él recordaba que tuvo perfecta conciencia de su deber, que quiso partir al hipódromo y que Berta y sus compañeros de diversión no le habían dejado y Berta, imperiosa y suplicante al mismo tiempo, le había detenido, rogándole mimosa que se quedase. Y, cuando él, obstinado, se empeñó diciendo que tenía cinco montas forzosas y no podía faltar ella se había reído locamente: —Pero hombre, ¡si estás borracho! Él se había visto tambaleante, inútil y se había quedado.
         No quiso pensar en la cólera de su amo, ese Luis de Fast tan nervioso, tan arbitrario y tan despótico. ¿Qué habría pensado en su ausencia y, sobre todo, cómo la habría remediado?


 

         Jim dio una palmadita en la quijada del caballo y puso en su boca un terrón de azúcar que él hizo crujir goloso entre su dentadura amarilla. Y Willy humillaba la cabeza al sentir la mano mimosa de su jinete que acariciaba el mechón gris que caía sobre su frente tordilla.


 

         Llegó Fausto. Era el entraineur, joven agradable y vestido con una pulcritud que se avenía poco con el trabajo de su profesión. Con Jim fue siempre burlón y duro. Y Jim no le quería.
         Fausto estaba asombrado de la falta de Jim. ¿Por qué no había ido el domingo? ¿Cómo podía disculparse? Refirió la indignación de Luis de Fast que había ordenado colérico que se despidiese a Jim. Él había querido defenderlo, disuadir al amo de su propósito, pero no había podido. Además, Luis de Fast había perdido mucho dinero confiado en el triunfo de tres de sus caballos. Pero si él sabía disculparse, suplicarle, tal vez lo perdonaría. Y Luis de Fast hablaba de la falta de Jim como de un delito, como de una ofensiva terrible al amo del stud.
         Jim permaneció callado un rato. Luego, cuando el entraineur le habló de buscar el perdón de Luis de Fast, fue rotundo, enérgico y valiente en la negativa. Se marcharía. Se iría del stud a cuyo servicio hizo su profesión y al que tan ligado estaba.
     Jim dio otro terroncito a Willy y Willy lo hizo crujir nuevamente entre su dentadura amarilla.
     Y sin mirar los boxes que guardaban los caballos que fueron sus favoritos, dijo adiós a Fausto y salió silencioso y lento.


 

         La gran prueba clásica había reunido en el Hipódromo a todo el gran mundo. Las tribunas desbordaban y en las terrazas inmensas, la muchedumbre hormigueante e inquieta ponía un sordo rumor de marea. Y las primeras pruebas habían trascurrido, sin que su interés amenguase el despertado por el clásico. El público guardaba avaramente sus entusiasmos y lo esperaba anhelante.
         En el paddock Berta, Jim y dos sportsmen atildados y jóvenes formaban un grupo. Berta, arrogante y gentil, atraía las miradas. Y de ella pasaban al jockey, dueño de aquella cortesana incitante que tenía en su elegancia, distinción y buen tono de aristocrática señora. Berta conversaba animadamente contestando desenfrenada y alegre la galantería presuntuosa de los sportsmen. Jim llevaba puesto un cubrepolvo sobre su vestido de jockey. En su rostro, en su ademán y en su voz, hablaba una tristeza dormida latente y honda.
         Se hablaba del clásico que debía disputarse dentro de breves momentos. Jim conduciría a Montaraz un buen caballo argentino que comenzaba a destacarse. Corrían también Willy el favorito de la cátedra y del público que respetaban su condición de invicto, Pillo, Esopo, Margot, Gavroche y Lily.
         Era la primera presentación de Willy después que Jim abandonó el stud Palmy. La primera vez que montaba a Willy otro jinete. Y la cátedra expresaba algunas dudas respecto del triunfo de Willy. Había ahí un Esopo, un Pillo, un Lily…


 

         Concluido el canter, los seis competidores se dirigieron al poste de los 800 metros. La carrera era de 2,400 y de allí debían partir.
         Jim dirigió por última vez la vista a la tribuna donde estaba su querida. Berta le seguía con los anteojos y le sonreía. Jim miró luego con tristeza a Willy, a su caballo que caminaba delante y que era jineteado por Blank, que para Jim era ahora un intruso. Le usurpaba a su Willy.
         Jim quiso despreocuparse de Willy. Hacía dos semanas que fue echado del stud Palmy y desde entonces el recuerdo de su crack era para él una obsesión tiránica. Había buscado locamente el olvido en las caricias de Berta. En las caricias de Berta, la hembra dominadora y caprichosa que le había dicho, llena de rencor contra ese Luis de Fast que le había puesto en la calle a su amante:
         “Quiero que Willy pierda esta vez. Haz que Montaraz lo gane. Hazlo…”.
         Y lo había besado, furiosa, insaciable, frenética…


 

         Un inmenso clamor primero, un aplauso delirante después. La partida había sido dada. Pillo corría de punta a punta. Lily galopaba desenvuelto en segundo término; los demás escalonados a continuación. Frente a la tribuna popular. Esopo demandado por su jockey pasó a ambos y se marcó en el comando. No hubo alteración hasta aproximarse la última curva. Jim exigió a Montaraz, y Montaraz con grandes alientos ganó el primer puesto. Willy lo seguía cercano y los demás se rezagaron un tanto. En la recta Montaraz y Willy resistieron al ataque postrero de sus competidores. Y desde entonces solo hubo un match colosal, un match encarnizado. Montaraz y Willy luchaban bravamente. El público los aclamaba con locura.
         Willy dominó por un momento a su rival y ya se le creía vencedor. Pero Montaraz reaccionó y delante de la meta había puesto una cabeza escasa entre él y su rival extenuado y vencido.
         Cuando Jim escuchó la ovación que aclamaba a Montaraz sufrió un desmayo. ¡Había vencido a Willy, a su caballo! El crack invicto sufrió la primera derrota. Le miró fatigado y sintió un dolor muy hondo, como si hubiera asesinado su propia obra, como si hubiera destruido con sus manos toda su gloria, como si hubiera desbaratado de un latigazo su mayor ensueño…


 

         La concurrencia abandonaba el Hipódromo. Quedaban unos pocos rezagados que cobraban en el sport boletos de Montaraz ganador.
         Jim pasó delante de ellos ensombrecido, inconsciente. Y vio muy cerca a Berta que al pie de una victoria y puesto ya graciosamente el pie en el estribo, lo esperaba sonriéndole. Más allá había un grupo de sportmen que departían con Fausto el entraineur de Willy.
         Jim sintió que la aborrecía. Ella tenía la culpa. Ella sola. Era la hembra maja que le había vencido y que había vencido a Willy, a su crack…
         Al llegar a ella, Berta le tendió la manita enguantada y le palmeó en el hombro:
         —Bravo, Jim. Jim mío.
         Al sentir su contacto y oír su voz acariciadora, seductora, la misma voz que le había dicho: Quiero que Montaraz gane a Willy, el dolor y la cólera de Jim estallaron.
         Sin responderla Jim la rechazó violentamente y Berta estuvo a punto de caer, Jim siguió su camino sin mirarla.
         Berta soltó una carcajada burlona, fresca, cantarina…
         Y dirigiéndose a Fausto:
         —¿Quiere usted acompañarme?
         El entraineur obedeció presuroso.

JUAN CRONIQUEUR


Referencias


  1. En El Turf, Nº 52, pp. 3-5, Lima, 2 de septiembre 1916. Anteriormente publicado bajo el título de “El jockey de Frank”. Confróntense ambos textos para reconocer los criterios seguidos por el autor (p. ej.: supresiones enderezadas a prescindir de los superfluo). ↩︎