2.13. El jockey de Ruby

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Miércoles 8 de febrero, 6 y 30 p.m. En la terraza del hipódromo se agitaba una muchedumbre de entraineurs, jockeys, sportsmen, cronistas y otras gentes, a quienes interesaban los aprontes de este día. Faltaban cuatro para que se realizase el de la prueba clásica, que inquietaba desde hacía dos meses a la gran ciudad. Los competidores en esta prueba iban a ser once. Los principales eran Ruby, Nag, Ford, Nargilé y By.
El jockey Douglas hizo trabajar a Ruby. Ruby era un yearling admirable. Decían algunos que sería el vencedor de la carrera inevitablemente. Pero a tales afirmaciones dispensábase poca aceptación, porque eran muy conocidas, estimadas y celebradas las calidades y aptitudes de los demás competidores.
         Ruby galopó admirablemente. Douglas le contenía, para que el apronte no tuviese mucha repercusión entre el pequeño mundo de aficionados, que asistía con sus cronógrafos a los trabajos.
         Después del ensayo, el jockey Douglas se sintió enfermo. Días hacía que le amenazaba un malestar. Y ahora se daba cuenta de que no estaba bien. Tenía un poco de fiebre. Pensó con terror que podía enfermarse y que esto le impediría correr a Ruby. Y Ruby era vencedor seguro de la carrera. Su estado había sido mantenido en silencio con gran sigilo. Anteriores presentaciones habían permitido saber al público que Ruby era un buen yearling, pero nada le había hecho sobresalir respecto de los otros que iban a tomar parte en la carrera. El comentario público le asignaba probabilidades iguales a las que tenía Nag, Ford, Nargilé, By. Mr. James, el distinguido gentleman, propietario de Ruby, tenía absoluta certidumbre acerca del triunfo de Ruby. El jockey Douglas y el preparador Jim Stephane, la tenían también. Ruby se había revelado en magníficos y secretos ensayos. Su victoria iba a ser una sorpresa.
         Douglas avisó al entraineur Jim Stephane que se volvía a su casa. Estaba enfermo. Debía hacer ensayar a varios otros caballos, pero tenía un miedo enorme de que su malestar se hiciese grave.
         El jockey Douglas salió del hipódromo, tomo un automóvil y se hizo llevar a su casa.


 

         Douglas descendió minutos después del automóvil. Pagó al chauffeur su estipendio. Pensó fugazmente en la sorpresa de su mujer, de la pequeña y mimada Gaby, su esposa desde hacía diez meses, al verlo regresar a hora tan inusitada. Douglas abrió la puerta de su casa. Y penetró en ella.
         La pequeña casa del jockey estaba en silencio. En el saloncito, la criada desempolvaba los tapices. Y puso una cara de gran turbación al ver a su amo. Le dijo confundida.
         —Señor. La señora está indispuesta. No entre usted….
         Douglas miró a la criada con alguna estupefacción. Pero no le hizo caso. Y penetró a la siguiente estancia. La puerta de la alcoba estaba cerrada. Douglas la empujó con suavidad para sorprender amablemente a su esposa. Sentía una ternura inefable al hallarse a pocos pasos de su mujer. La pequeña Gaby estaba malita según el aviso extravagante de la criada. La puerta no cedió. Douglas sintió muda extrañeza. ¿Quién había cerrado la puerta por dentro? Douglas se inclinó para aguaitar por el agujero de la cerradura. Estaba tapado por una cortina. Douglas, tuvo un presentimiento terrible. Salió en busca de la criada. Douglas tenía un aspecto trágico.
         La confusión de la criada fue tremenda. Douglas la amenazó con matarla inmediatamente si no le decía quién estaba en la estancia de su esposa. La criada, rápidamente convencida de que era torpe toda resistencia respondió en seguida. En la estancia de la esposa de Douglas estaba Mr. James, el distinguido gentleman propietario de Ruby.


 

         Douglas tuvo una tentación de catástrofe. Acababa de ser herida de muerte su vida. Su esposa Gaby lo había llenado por completo, desde los días idílicos y plácidos del flirt y del noviazgo. Rubia, gentil, pequeña y armónica, miraba con unos ojos azules muy ingenuos y muy puros. Al recordarla, Douglas se decidió a matarla en seguida.Mataría también a Mr. James. Avanzó hacia su mesa escritorio. Abrió un cajón y sacó de él un revólver. La criada dio un grito. Douglas tuvo entonces toda la visión de la tragedia. La encontró ridícula, torpe, grotesca, absurda, inútil. Iba a matar a dos miserables a quienes había amado hasta hacía un instante. Gaby era una mujercita muy bella, muy buena, muy razonable, Mr. James era un gentleman apuesto, joven, simpático. Si suprimía a Gaby y Mr. James, su existencia y su felicidad no iban a quedar reconstruidas.
         Y una idea surgió instantáneamente en su cerebro. Mr. James estaba arruinado. No tenía más fortuna que un pequeño stud, en el cual Ruby era el único caballo de valor. Y, aún Ruby no representaba precio alguno antes de que la carrera próxima lo revelase. El premio que iba a ganar representaba veinticinco mil libras esterlinas. Veinticinco mil libras eran una pequeña fortuna, que reconstituiría la situación de Mr. James, obligado a vivir lujosamente por su calidad de hombre del gran mundo. Además, Mr. James iba a jugar en la carrera, absolutamente seguro de su triunfo, una suma cuantiosa que no sería suya probablemente. Mr. James había confiado al jockey todo esto en un instante de sinceridad, al pedirle su opinión sobre la seguridad del triunfo y al rogarle que su esfuerzo hiciese imposible el fracaso. Douglas no ponía en duda el triunfo de Ruby. La superioridad de Ruby sobre sus competidores no podía discutirlo quien lo supiera.
         Douglas pensó rápidamente en que su venganza más definitiva era arruinar a Mr. James. Mr. James sería cuatro días después más que un mendigo. Sería un defraudador. Le perdonaba la vida cruelmente. A Gaby, deliciosa a pesar de su perfidia, la castigaría después. O la perdonaría, ya que la venganza no iba a reparar su vida. Douglas había sido siempre un hombre sereno tranquilo, frío.
         Guardó el revólver. Se acercó a la criada y le prohibió con ademán feroz que descubriese su llegada.
     Salió de su casa. Avanzó una cuadra. Su aspecto era sombrío. Luego, llamó un automóvil y regresó al hipódromo. En el bar del hipódromo bebió una copa de gin. Al servírsela, el cantinero le dijo una frase amistosa acerca de la próxima carrera de Ruby. Douglas lo miró trágicamente, pagó su consumo y sorbió su gin.
        Douglas envió un recado a su mujer. Le decía que no iba a almorzar con ella aquel día por acceder a la invitación de unos amigos. Y le pedía perdón.
        Había pensado un momento en intoxicar a Ruby, pero rechazó rápidamente la idea. Era grotesca. Además, salvaría a Mr. James, impidiendo que jugase en el sport y en apuestas particulares cantidades que iban a comprometer su crédito. Mr. James estaba arruinado y jugaba una carta desesperada. Entre perder su situación del gran mundo, exhibiéndose como un pobre diablo, gentil hombre que se había arruinado por imbécil y exponerse a ser un estafador, había optado por lo segundo.
         La venganza de Douglas iba a ser eficaz.


 

         Domingo, 12 de febrero, 4 y 10 p.m. En el gran hipódromo, había una muchedumbre silenciosa. Iba a comenzar la gran carrera. Douglas montaba a Ruby. Dos horas antes le había entregado a su amo todos sus ahorros, quinientas libras, para que se las apostase también a Ruby. Así Mr. James adquiría una prueba absoluta de la confianza de Douglas en el triunfo de Ruby. Mr. James había arriesgado en diversas y múltiples apuestas más de cincuenta mil libras. Douglas sentía cercana la admirable venganza que se le había ocurrido.
         Se inició la carrera. Ruby galopaba con soltura y sin esfuerzo. Habría ganado con facilidad. Douglas tuvo una gran satisfacción al comprobarlo. La carrera parecía interesante. Los caballos se aproximaron a la última curva. Ruby seguía galopando fácilmente. Douglas pensó que en ese instante Mr. James fijaba en él, lleno de inquietud, sus elegantes prismáticos. Intempestivamente requirió al caballo. Ruby avanzó velozmente. La curva estaba inmediata. Ruby iba a entrar en ella como Douglas había calculado exactamente que debía entrar. Douglas con una enérgica maniobra desvió a Ruby. Fue una maniobra llena de pericia en la cual Douglas había pensado tres días. Ruby se estrelló contra la baranda de la pista. Y Douglas, rápidamente se arrojó por encima de la baranda. Evitó la muerte, pero el golpe fue siempre grave.


 

         Nag ganó la carrera. Mr. James desde la tribuna quedó desconcertado por la desgracia. Su ruina era definitiva. Sus apuestas comprometían cuarenta mil libras que no eran suyas. Era pues un estafador. Mr. James, se dio cuenta rápidamente de la magnitud de su miseria. El banquero Witing a quien debía diez mil libras se acercó a él. Y le dijo como una condolencia:
         —¡Qué desgracia!
         Luego se despidió. Y al despedirse de Mr. James le recordó:
         —Mañana, a las 10 y media, te espero en mi despacho, conforme nuestro convenio.
         El banquero Witing ignoraba toda la magnitud de la desgracia.


 

         En una camilla varios hombres llevaban a la enfermería al jockey Douglas, herido y sin conocimiento. Al mismo tiempo sonaba en la tribuna un disparo. Mr. James se había suicidado. El jockey Douglas había burlado la ingrata necesidad de cometer el vulgar, grotesco y peligroso asesinato aconsejado por el destino.

JUAN CRONIQUEUR


Referencias


  1. En El Turf, Nº 47, pp. 12-14, Lima, 28 de julio de 1916. ↩︎