2.11. Historia de un caballo de carrera

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Flower asomaba su cabeza nerviosa y fina por la abierta ventana del box, a punto en que Lucy Regnier entraba al soleado patio del stud. La fina y nerviosa cabeza de Flower se irguió ante la risueña proximidad de Lucy Regnier, que avanzaba hacia el box con paso breve y rápido, dejando las agudas huellas de sus tacones. La seguía el entraineur a quien la visita de Lucy Regnier, hija del amo, no sorprendía, pues era habitual la frecuencia con que ella iba a visitar a Flower, su caballo favorito, su predilecto, de la ecurie.
         Hacía año y medio que Flower había llegado al stud. Era entonces un potrillo pequeño e indómito, adquirido por el señor Regnier en un remate. Lucy lo vio en el stud un día que llegó a él con su hermano Alfredo. Y desde entonces tuvo para él la misma caprichosa e infantil predilección que a los cinco años tuviera por un fox-terrier, con quien riñó porque un día la hizo llorar con una mordedura sorpresiva.
         Flower era alazán. Su pelaje tenía en el lomo un vivo tinte doradillo, por el cual corría una tenue ondulación nerviosa cuando erguía su cabeza avizora ante la caricia inminente de Lucy Regnier caminando hacia el box de su confortable cautiverio. Y en la frente y sobre el hocico, una mancha blanca, parecía una pincelada que se hubiese trazado, adrede para que Lucy Regnier pusiera en ella la breve palmadita de su mano mimosa, la misma mano que colocaba terrones de azúcar en la ávida boca del potrillo.
         Cuando Flower se presentó por primera vez en una tarde de carreras, el debut tuvo para Lucy proporciones de solemne y magno acontecimiento. Flower ganó y Lucy porfió a todos que Flower era el mejor caballo que pisaba el hipódromo. Y con Luis Galdós que la contradijo se enfadó grave y coquetonamente. No se supo si fue sincero convencimiento de que Flower era un gran caballo o pretextos de flirt, como decía Alfredo Regnier.
         Y, como si el mimo de su gentil amita le diese fortuna, Flower sorprendía a todos, y asombraba singularmente a Luis Galdós, con nuevos y sucesivos triunfos. Luis Galdós, profesional de sports, turfista apasionado, experto en la aplicación de la teoría de Bruce Lowe, afirmaba que Flower era un caballo excepcional. Su pedigrí era vulgar, casi insignificante, su precio en el remate inferior al de muchos yearlings que no tenían la menor esperanza de conseguir figuración en el calendario del Jockey Club y su misma contextura no delataba los “medios” de un crack. Mr. Jack Hamilton, un inglés que hablaba incansablemente de caballos y carreras, se mostraba muy interesado por este “caso”.
         Flower llegó a contarse muy pronto entre los más notables caballos de su generación. Y se hizo el crack del stud del señor Regnier, que acababa de ver fracasadas sus expectativas en otro caballo de intachable pedigrí, admirables inbreedings, “medios” poderosísimos, y precio fabuloso.
         Flower había oído aclamar su nombre por una multitud febril en las circunstancias emocionantes de muchas reñidas llegadas. En las carátulas de las revistas hípicas había aparecido su cabeza avizora, en la cual la mancha blanca semejaba una pincelada extendida adrede para que Lucy Regnier pusiera sobre ella la breve palmadita de su mano mimosa.


 

         Esta mañana Lucy Regnier visitaba a su caballo. Flower inclinaba su cabeza hacia las manos de ella. La cabeza de Flower tenía un abandono voluptuoso cuando Lucy Regnier la mimaba con mimo de niña por su muñeca.
         Flower sentía el engreimiento de la felicidad. En el stud le rodeaba el prolijo cuidado del entraineur y de sus ayudantes y lo visitaba la cariñosa y protectora asiduidad de Lucy. En el hipódromo, Flower se veía muchas veces rodeado, acariciado y fotografiado. Y tenía la conciencia de que todo ese clamor era admiración y aplauso.
         Una mañana había ingresado al stud un nuevo huésped. Era una yegua joven, nerviosa, fina, alazana también. Flower la había visto pasar por la ventanilla de su box como una sombra luminosa, como una aparición que despertase en él mucha alegría, como a Lucy Regnier cuya proximidad sabía presentir. Viendo a Lucy avanzar hasta el box, vibraba bajo el pelaje de su lomo la ondulación nerviosa que se desperezaba al roce caricioso de las manos pequeñas y blancas.


 

         Llegó una tarde fatal para Flower. Fue durante una carrera ruda y sensacional. En un brusco esfuerzo de dirección, Flower sufrió el desgarronamiento de una mano. Y Flower cayó al suelo, mientras los demás caballos pasaban veloces muy cerca de él, guiados por el enérgico y rápido requerimiento de sus jockeys que esquivaban el peligro del caballo caído.
         El accidente tuvo gran repercusión. Lucy se afligió hondamente ante su caballo herido. Los cronistas hípicos lamentaron el eclipse inevitable del crack del señor Regnier.
         Flower enfermo y triste en el stud, tenía el solo consuelo de que su ama lo visitase y le llevase terrones todavía. Solo le afligía su derrota y su soledad, cuando el stud se quedaba abandonado porque uno a uno todos los caballos habían ido al hipódromo para hacer sus ensayos. Flower tenía la nostalgia del campo brumoso y del césped blanco que en las mañanas invitaba a sus nervios a la carrera y al retozo.
         Un día, curado ya, pero invalidado para las carreras, Alfredo Regnier lo sacó del stud y dio en él un paseo. Los Regnier, bajo el sabio consejo de Mr. Jack Hamilton, habían resuelto que Flower no servía para el criadero. Mr. Hamilton tenía minuciosamente estudiado su pedigrí y afirmaba que Flower daría productos insignificantes. Lucy Regnier había escuchado con agrado esta declaración que le permitía conservar a Flower y hacer de él, tan manso, tan bonito, “tan bueno”, su caballo de paseo.
         Flower encontró grato su nuevo oficio. Alguna vez le afligió la nostalgia de la pista, de la carrera, de la lucha. Pero le contentaba seguir en el stud, tener siempre el mimo de Lucy Regnier y pasearla de vez en vez. El requerimiento de las riendas apretadas por su manita enguantada, la presión leve de sus zapatitos y hasta el golpe de su fuetecillo tenían para Flower sabor de caricia. Flower estaba orgulloso de su gentil señora y amazona.


 

         Fue otra tarde fatal. Flower paseaba a Lucy Regnier por un parque. Lucy Regnier lo había obligado a apurarse y se había distanciado mucho de Alfredo Regnier que la seguía lentamente en una yegua tordilla. Flower se detuvo ante una zanja. Lucy lo requirió para que la saltara. Y Flower brincó sobre la zanja. Al caer, en la mano desgarronada, revivió el extinguido dolor de la herida, agudo e intenso. La mano se dobló violentamente y Lucy cayó al suelo.
         Flower se aproximó hacia ella lentamente y extendió su largo cuello sobre el frágil cuerpo de la amazona exánime. Flower la miró como si comprendiera que Lucy Regnier se había hecho daño por su culpa. Alfredo Regnier lo halló así, galvanizado, pensativo ante Lucy Regnier que se sobresentaba descompuesta y trémula.


 

         Lucy Regnier no volvió a pasear en Flower. No volvió a visitarlo en el stud. El accidente había hecho decir a su padre, a su hermano, a Míster Jack Hamilton, a Luis Galdós, a todo el mundo, que era una imprudencia temeraria usar para paseo un caballo de carrera nervioso e indómito. Y Lucy Regnier, con la versatilidad de la niña bonita que se aburre de una muñeca, se olvidó de Flower que quedó tristemente recluso en un box del stud. Las manos que pusieran terrones de azúcar en la boca ávida de Flower, urdían ahora recatadas coqueterías ante la galantísima invocación de Luis Galdós enamorado.
         Sobre la pista mullida del stud no volvieron a dejar sus huellas agudas los tacones de Lucy y en el box solitario, Flower sentía la nostalgia del roce caricioso de las manos finas y blancas. Hasta poco antes en su quiebra, en su fracaso, en su derrota de crack y de corredor, lo había acompañado consoladoramente Lucy Regnier. Teniéndola a ella, sintiendo en su flanco la presión de sus tacones y en su anca el golpe tímido de su fuetecillo y sintiendo el requerimiento de las riendas cogidas por su mano enguantada, Flower había olvidado las satisfacciones de la antigua vida.
         Nadie dijera que, en el rincón sombroso de un box, que no era ya el que en otra época albergara al crack, vivía la dolorosa tragedia del alma de un caballo.


 

         Medio día en el stud. El sol ponía un cuadrilátero concéntrico de luz en el patio cuadrilateral. Silencio. Quietud. Siesta. De raro en raro el paso de un muchacho que llevaba y traía un balde, una escobilla, una montura. Relincho intermitente.
         Un muchacho abrió un box y sacó de él a Naná, la yegua alazana y joven. Y comenzó a pasearla por la pista. Por la rendija de su box cerrado, Flower vio pasar luminosa y fugaz la silueta de la yegua alazana y joven. La yegua halada de la rienda por el muchacho, pasó una vez, dos veces, tres veces, cuatro veces. A los tristes ojos de Flower, este paso, que hacía silencioso la muelle blandura de la pista, llevó la evocación de Lucy Regnier avanzando con gesto risueño hacia el box de otrora.


 

         Alfredo Regnier se había acordado de Flower para dedicarlo a halar su birloche. Y Flower fue uncido al frágil cochecillo naranja de Alfredo Regnier cuando Alfredo Regnier quiso dar un paseo matinal y campesino. Una mañana en la alameda, el birloche de Alfredo Regnier se detuvo frente a Lucy Regnier a la jineta en un caballo zaino. Flower tuvo un estremecimiento de placer ante la presencia de su ama. Luego la miró apenado porque las manos finas y blancas no llegaban hasta él, como en otra época, para acariciarlo y porque otro caballo sufría ahora el mimo del fuetecillo, de sus tacones y de sus riendas.
         Lucy miró casi con desdeño a Flower y dijo a Alfredo: “¡Qué feo está!”
         Parecía que Flower hubiese entendido la frase y la mirada. Lucy se despidió. Alfredo agitó las riendas para que Flower partiese. Flower, imbécil, no obedeció. Entonces la mano nerviosa y engreída del señorito tuvo una crispación colérica y descargó el látigo sobre el anca que antes hiriera el fuetecillo señoril de Lucy. El latigazo chasqueó dolorosamente. Flower partió mientras el caballo zaino de Lucy, requerido por las riendas que cogían una mano enguantada, se alejaba también.


 

         Otra mañana. Flower arrastraba hacia el stud el birloche de Alfredo Regnier. Otra vez el birloche de Alfredo Regnier se detuvo en el camino. Frente al birloche suspenso de Alfredo Regnier, estaba Naná, la yegua alazana y joven y Boy, el reciente crack el que reemplazara a Flower, y como Flower inutilizado por otro desgarronamiento traidor. Pero Naná y Boy dejaban el stud para ir al haras. Flower tuvo el amargo presentimiento del destino de Naná y Boy tan distinto del suyo. Comprendió por qué dejaban el stud. Supo que marchaban hacia el campo, hacia la libertad, hacia la alegría, hacia el amor. La evocación de la yegua alazana y joven paseando por las pistas mullidas del stud surgió a sus ojos tristes, unida a la evocación de Lucy Regnier avanzando con gesto risueño hacia su box.
         Entre Alfredo Regnier y los sirvientes que conducían a Boy y a Naná se cambiaron algunas frases. Luego, el látigo chasqueó sobre el anca de Flower, dolorosa y cruelmente, y el birloche partió raudo.

JUAN CRONIQUEUR


Referencias


  1. En El Turf, Nº 38, pp. 1-5, Lima, 20 de mayo de 1916. ↩︎