2.10.. Fue una apuesta del Five o'clock tea

  • José Carlos Mariátegui

                          Juan Croniqueur, cuentista atildado y sutil, publicará en “El Turf” cuentos, como el que                                 hoy ofrecemos, en los cuales se retrata el ambiente de aristocracia y esnobismo que da                                 marco a la afición hípica. En el año anterior “El Turf” publicó algunos otros del                                 mismo literato que fueron muy celebrados por nuestro público.  

         1Irene se incorporó en el muelle y plácido chaise longue de su alcoba. Se había detenido a las puertas de la casa suntuosa el automóvil.
         En la estancia tibia y plácida, en la cual recién se había desperezado la mañana, había el perfume fresco de un oliente ramo de flores sobre las cuales pusiera minutos antes el estrujón de su caricia nerviosa la señora Irene de Oriol. Y había el perfume voluptuoso que esparcía el cuerpo joven, mórbido y lozano de la señora de Oriol.
         Una criada entró a la alcoba y dijo a la señora:
         —Ha vuelto Julián, trayendo al jockey. Espera en el vestíbulo. Irene tuvo un gesto de contrariedad neurótica.
         —¡Le dije que lo condujera aquí!
         La criada salió. Irene miró al espejo biselado y límpido del ropero. En él se copiaba su cuerpo envuelto en una bata de tela sutil. Bajo las transparencias vaporosas de la bata, la carne tuvo un calofrío. Irene cruzó con fuerza los brazos sobre el pecho trémulo. Luego sonrió. Llegó un ruido de pasos tímidos sobre el piso alfombrado de la inmediata habitación. Y, en seguida, entraron Julián, el mayordomo, primero, y el jockey después.
         El jockey llevaba en las manos su gorra de lana. Hizo una reverencia. Julián se fue silenciosamente a un ademán de Irene. El jockey paseó una mirada de azoramiento por la estancia, al sentirse solo en ella con su ama.
         Irene habló:
         —Acérquese, Nick.
         Del mismo modo le había nombrado ella las pocas veces que le había visto en el hipódromo y en el stud. Nick. Así también lo nombraban los periodistas, los entraineurs, los demás jockeys, todo el mundo. Nick se aproximó respetuosamente a Irene. Irene tornó a mirarse en el espejo biselado y límpido del ropero. El jockey, confuso, esperó.
         Irene habló:

         —Oiga, Nick. El que le voy a pedir es un favor muy grande. A usted le va a parecer raro, pero crea Nick que no es nada malo. Quiero que el domingo pierda Myrtho.

         Irene calló. Nick la miró con asombro. Y después el diálogo fue así:

         —Sí, Nick. Yo necesito que Myrtho pierda el domingo. No le puedo decir por qué. Tampoco lo puede saber mi marido. Y yo estoy segura de que usted querrá ayudarme, sin pedirme otra explicación. ¿Verdad, Nick?
         (Hubo una pausa. Avanzando su busto trémulo hacia el jockey absorto, Irene buscaba con su mirada de súplica y seducción la mirada de Nick que fugaba cobarde entre las manos pálidas que jugaban con la gorra).
         —Señora. Porque usted me lo pide… Yo haría un esfuerzo… Pero el amo, señora, podría saberlo…
         —Usted es lo bastante hábil para fingir una causa de la derrota de Myrtho. Una causa inteligente. Sí, Nick.
         —Yo, señora… Tal vez. No fío en ningún ardid, aunque acaso hubiese uno. Pero, señora. ¿Necesita usted tanto que Myrtho pierda? Ya sabe usted que es una gran carrera. Un gran clásico. Y un triunfo fijo.
         —Sí, Nick. Lo necesito mucho, mucho. No le puedo decir por qué. Usted me va a salvar. Hágalo a toda costa. Nadie podrá saberlo. Sí, Nick, sí. No tengo a otra persona a quien pedirlo. Y tú eres bueno. Hazlo tú.
         (La voz suplicante del ama que lo hipnotizaba con los ojos y con el perfume de su carne muelle, dominó a Nick. Nick se oyó tutear absorto. Hubo un silencio muy corto, durante el cual pasó por los ojos de Nick la visión de su ama —la misma Irene que le había mandado traer del hipódromo en su automóvil de silenciosas llantas, ruidosa bocina y mullido interior—, visitando uno a uno los boxes, montando a caballo, pidiendo auxilio en el trance de bajarse que hinchaba sus músculos jóvenes bajo la prisión del augusto traje de amazona, llenándolo todo con el timbre vibrante de su risa nerviosa. La visión de Irene en esa vez o en esas veces en que Nick se había confesado que la amaba).
         —Bueno, señora. Myrtho no ganará el domingo.
         —Gracias.
         La voz de Irene era agradecida y zalamera. Nick leyó en ella la seguridad con que esperaba que su respuesta fuera así: “Bueno, señora”. Y tuvo un pequeño arrepentimiento ante la sonrisa coqueta de Irene.
         Hizo una genuflexión y dijo a media voz una frase confusa de despedida.
         Irene lo detuvo todavía un segundo para decirle:
         —Muchas gracias. Le voy a regalar algo en recuerdo de su servicio. Esta sortija.          Y se quitó del dedo anular de la mano derecha, fina y gentil como la otra, una sortija de oro, sencilla y caprichosa. Nick rehusó aceptarla. Se puso rojo y salió de la estancia afligido de no saber decirle que preferiría una flor de las que había en el oliente ramo, desprendida por sus manos gentiles y finas.
         Cuando salía, ella le dijo con voz fuerte, sonora y alegre, como si estuviera mojada por sus sonrisas:
         —¡Adiós, Nick!


 

         Dos días antes, a las cinco de la tarde, Irene dialogaba con su amigo Andrés Rosas en su gabinete de recibo. Los dos estaban muy juntos, frente el uno del otro y acodados sobre una mesita redonda y frágil, cuyos pies se curvaban primero convexa y después cóncavamente hasta aproximarse en un nudo bajo la sombra del fleco esquinado de la sobremesa.
         Andrés Rosas era un hombre elegante, atildado y simpático.
         — Bigote recortado, polvos de talco sobre la sombra azul de la barba, peinado inteligente que disfrazaba la incipiente aparición de la calva, sonrisa elástica, mirada de hombre acostumbrado a usarla, voz untuosa y maligna, edad cenital para un dandi, sportman y galantuomo— Era amigo de Roberto Oriol, gerente de una compañía anónima, director de otra, dueño incondicional de una casa suntuosa, un fundo, un stud, un automóvil y condicional de Irene, su gentil y joven esposa. Y como Andrés era tan amigo de Roberto Oriol, la esposa de Roberto Oriol tan bella y codiciada, y poseedor él de tanta historia de aventuras galantes, se le asignaba cerca del matrimonio el papel de cortejador de la señora. Andrés que era hombre resignado aceptaba el papel y tenía alguna vez el honor de poner el abrigo sedeño sobre los hombros escotados de la señora Oriol en las noches del teatro, de ser su confidente a propósito de cualquier trivialidad que podía ser confiada a la modista, de tomar thé con ella en las tardes en que le parecía aburrido tomarlo sola o con una amiga y de discutir con ella en las carreras sobre cómo era más elegante que usasen los caballeros sus prismáticos. Irene había visto la usanza más chic en Europa. Y había estado en Epsom, en Chantilly, en Longchamps.
         Ahora, Andrés e Irene se decían las mismas banalidades de siempre, interrumpiéndolas a veces ella con una risa nerviosa, escurridiza, y veleta que hacía decir a Andrés: “¡Cállese, por Dios, Irene!” Porque hacía dos meses que Andrés le decía familiarmente Irene y le había jurado con una formalidad muy teatral que estaba completamente enamorado de ella, después de intentar robarle un beso.
         Entró un criado portando el servicio de thé. Encima de la mesa brilló enseguida el plaqué de las cucharillas y de la tetera que ponía entre los rostros de Andrés e Irene un suave calor de discreta estufa. En las tazas transparentes se vertió el thé y lo endulzó el concéntrico giro de las cucharillas. Y entre los dientes de él y de ella, que mordían la música intermitente de la risa y cortaban las palabras, crujían las galletas frágiles.
         Hipnotizado por la mirada de Irene, quien estaba tan cerca de él y jugaba con la suya experta y brillante, Andrés decía frases vehementes, cálidas y apasionadas que parecían muy hondas y muy sinceras.
         —Mire, Irene, yo le pido muy poco. Una cita solamente. Una cita en mi casa. Irene rio nuevamente con risa nerviosa, escurridiza, y veleta que acompasaba sobre la porcelana del platillo con la cuchara de plaqué.
         —Por Dios, Irene, no se ría. Es muy serio. ¿Por qué no quiere usted ir una sola vez a mi casa? Una mujer como usted saldrá sin que le haya pasado nada que contraríe su voluntad. Así es mi amor, Irene…
         Y ella seguía riendo y acompasando su risa sobre el platillo con la cuchara de plaqué.
         —Doy mi vida por esta cita. Toda mi vida. Es la primera vez que yo digo esto, Irene…
         Irene dijo, interrumpiendo su sonrisa, con la cuchara suspensa sobre la porcelana del platillo:
         —¿Una cita no más? ¿Verdad? Andrés contesto:
         —Sí.
         Irene tornó a reírse con nervios de mujer engreída e indecisa. Pensó que era una necedad no ceder un paso a la tentación de Andrés Rosas y no urdir con él la red de una aventura que figuraría como la más honesta de sus historias de señoras casadas, cuando era tan interesante, tan rendido, tan amable, mientras Roberto Oriol hacía negocios, se paseaba o charlaba en el club. Y Andrés Rosas, su cortejador, era, desde que la enamoró, el capricho de la nerviosa y bella Irene que buscaba modo decoroso de dar pie a la aventura sin que pareciese que por su voluntad ella lo daba. Hoy tenía un proyecto.
         Irene dijo:
         —Andrés, le hago una concesión. Le apuesto a usted la cita. Se la apuesto en una carrera de caballos.
         Andrés sonrió sin extrañeza ante la ocurrencia y dijo sólo:
         —¡Oh!
         Irene continuó:
         —Sí. Pero yo he de poner las condiciones. En el clásico del domingo solo Myrtho y Ruy tienen opción. Roberto dice así. Pues bien. Yo tomo a Myrtho y le dejo a usted Ruy. Si Myrtho gana usted tendrá por castigo regalarme su colección de orquídeas.
         Andrés hizo una débil protesta:
         —No, Irene. Así no vale. Myrtho ganará de todos modos. Y que Ruy gane es imposible. Cambiemos las cartas.
         Ella lo cortó con una coquetería ceñuda:
         —No, señor. Algo ha de dejar usted a la suerte, regalón. Fíese en ella. Sólo así ganaría la cita. ¿En la casa de usted? ¡Qué vergüenza! Si no supiera que de allí saldría siempre sin que me hubiese pasado nada que contrariase mi voluntad, como usted dice.
         La risa estalló nuevamente. Y el diálogo fue apagándose y muriendo a tiempo que la luz que tamizaban las cortinas se tornaba adusta y amarilla; oxidaba el plaqué de las cucharillas, de la tetera, del azucarero y de la bandeja de pastas y jugaba en la sortija que Irene tenía en el dedo medio de la mano derecha y con la cual tamborileaba sobre el labrado borde de la bandeja de pastas.


 

         Nick colocó a Myrtho en el puesto en que le correspondía partir. Los demás caballos, Ruy, Lord Robs, Pick, Ride y Douglas ocuparon los suyos también. Hacia el lugar de partida de la carrera clásica, convergían los anteojos de las tribunas y de las terrazas. Nick recordó su compromiso y la visión de Irene, risueña, luminosa, incitante, arrebujada en su bata de mañana, pasó lentamente por sus ojos.
         Cinco minutos después los caballos partieron.
         Ruy ganó la carrera. Myrtho llegó segundo. Hubo comentarios. Unos culpaban al caballo y otros culpaban al jinete. Roberto Oriol perdió cien libras. La derrota le causó una gran sorpresa. Y antes de la siguiente carrera, Nick pasó delante de Irene, golpeándose una polaina con el latiguillo. Irene lo miró sonriente y Nick se estremeció. La sonrisa de Irene, mundana y regocijada, esa sonrisa en torno de la cual se agrupaban las siluetas elegantes de dos o tres dandis que seguramente le decían sus requiebros, lo hizo arrepentirse un poco de su traición y lo puso sombrío.


 

         9 a.m. En su humilde cuarto del stud, Nick sentado meditaba. De fuera llegaba el rumor de una charla frívola y animada, en cuyo tema se mezclaban caballos, apuestas, mujeres, amores, modas. Junto a la ventanilla del cuarto de Nick, en un pasadizo del stud de Oriol conversaban Andrés Rosas y Juan Lendo. Nick conocía sus voces. Y no ponía atención en el diálogo cuyas palabras llegaban a su cuarto por la ventanilla. De pronto, oyó el nombre de Irene y se irguió. Y aguaitó por la ventanilla, cauteloso y ávido. Los dos sportsmen, vestidos con trajes de polo y llegados de visita incidental y ociosa al stud, hablaban efectivamente de Irene. Andrés refería. Nick escuchó.
         —Es la suerte que yo tengo siempre —decía Andrés—, el azar que me protege. Gano en la ruleta, en las apuestas mutuas y en el amor. Lo que te he contado es cosa de suerte no más. Imagínate. Yo la había pedido muchas veces la cita. Pero siempre me la había negado. Es tan caprichosa. Esta vez me propuso la original apuesta. Yo acepté naturalmente. Pero no tenía fe en que Ruy ganase. ¡Si era una fija de Myrtho! Pero me socorrió la fortuna. Ruy ganó y tuve la cita. ¡Fue un batacazo!


 

         Nick quedó consternado. La verdad le parecía monstruosa y le asombraba. Recordaba a Irene, a la gentil y voluptuosa Irene de Oriol que él había amado en secreto, recibiéndolo en la tibia intimidad de su alcoba. Luego la proposición, la súplica, el asentimiento, su cobardía para pedirle la recompensa de una flor en reemplazo de la sortija rehusada. Y después la traición, la deslealtad, la trampa en que tuvo su origen la derrota inesperada de Myrtho. Y todo había sido una intriga pecadora de Irene para conceder sus favores, malignamente negados hasta entonces, a ese pobre diablo elegante de Andrés Rosas.
         Nick evocó los comentarios de la derrota. Un telefonazo de la perversa había conseguido que Dick, cronista del principal diario hiciese hábil explicación de la carrera. Nick tuvo celos. Y se despertó en él un odio inmenso a Andrés. ¿A Irene? A Irene, no. Volvió a verla, cerca de él, suplicante, trémula, hermosa. En la pared recortado y pegado por las manos de Nick estaba también su retrato. Una silueta que había publicado una revista elegante. En ella estaba risueña, displicente, coqueta, pero tan bella como cuando la envolvía la bata sutil de aquella mañana.
         Nick sacó de un bolsillo un pequeño recorte de periódico. Y lo leyó con tristeza. Decía así:
         “El esfuerzo de Nick por hacer triunfar a Myrtho fue constante e inteligente. Myrtho corrió con algún desgano. Y la presentación de Ruy fue en cambio inmejorable. Nick fue el mismo jockey de siempre, enérgico, hábil, intrépido y listo”.
         Nick estrujó el recorte y lo arrojó apenado y trémulo.

JUAN CRONIQUEUR


Referencias


  1. En El Turf, Nº 36, pp. 10-14, Lima, 6 de mayo de 1916. ↩︎