7.12. La pareja constitucional
- José Carlos Mariátegui
1El señor Leguía recibe diariamente una visita esclarecida, sistemática y puntual: la visita simultánea del general Cáceres y del general Canevaro. Una visita que hasta este instante es una nota esencial de la nueva vida peruana. Una visita que consignan religiosamente en sus crónicas cotidianas los acuciosos periodistas palatinos.
El general Canevaro y el general Cáceres no llegan siempre a Palacio al mismo tiempo. Pero en Palacio se juntan siempre. Y salen, invariablemente, en compañía. Paralelos, marciales y legendarios, pasan bajo el umbral de la puerta de honor con la majestad de dos personajes que caminan hacia la gloria.
No es probable que las reformas constitucionales y las resoluciones anexas sean aderezadas con la colaboración bizarra y militar de los dos generales de división del partido de La Breña. No es probable tanto. Pero es evidente, en cambio, que ambos generales llenan un gran rol en el régimen provisorio. Que son uno de sus órganos principales. No el cerebro, por supuesto; pero sí el corazón.
El general Cáceres y el general Canevaro sienten que son algo así como los padrinos de la revolución. Y este título los enorgullece. Los enorgullece más que su grado de generales de división.
Solo el general Canevaro no se conforma con tener en la patria nueva este título único. Quiere que se le conozca un título más. Un título que cree haber ganado en buena lid. El título de primer vicepresidente.
El señor Leguía le ha prometido la validez de su vicepresidencia. Le ha dicho que la reforma constitucional no regirá, en cuanto a las vicepresidencias, en el período próximo. Que debe aguardar tranquilamente la inauguración de la legislatura. Que no tiene motivo para temer una actitud irrespetuosa y atrevida de las mayorías parlamentarias.
Y, claro, el general Canevaro ha recuperado desde ese instante toda su confianza en el presente y en el porvenir de la república. Todo su convencimiento de que es la segunda persona del régimen provisorio. Toda su certidumbre de primer vicepresidente.
Mancomunado con el general Cáceres entra y sale de Palacio. Dispensa favores y mercedes gubernamentales. Defiende los fueros y las aspiraciones de la cohorte de cesantes e indefinidos del partido constitucional. Auspicia las candidaturas hijas, parientes o afines del cacerismo. Y pone en las tertulias del gabinete presidencial la nota pintoresca de sus frases insignes.
Pero hay gentes que murmuran que el porvenir le reserva al general Canevaro una sorpresa desagradable. La sorpresa de que el Congreso, a pesar de los ofrecimientos del señor Leguía, desconozca su vicepresidencia. Los representantes, según dicen, no creerán, como el señor Leguía, que sea compatible la promulgación de la reforma que suprime las vicepresidencias con la proclamación de la vicepresidencia del general Canevaro. El único que lo continuará creyendo será el señor Leguía. Si es que el señor Leguía lo cree efectivamente…
El general Canevaro y el general Cáceres no llegan siempre a Palacio al mismo tiempo. Pero en Palacio se juntan siempre. Y salen, invariablemente, en compañía. Paralelos, marciales y legendarios, pasan bajo el umbral de la puerta de honor con la majestad de dos personajes que caminan hacia la gloria.
No es probable que las reformas constitucionales y las resoluciones anexas sean aderezadas con la colaboración bizarra y militar de los dos generales de división del partido de La Breña. No es probable tanto. Pero es evidente, en cambio, que ambos generales llenan un gran rol en el régimen provisorio. Que son uno de sus órganos principales. No el cerebro, por supuesto; pero sí el corazón.
El general Cáceres y el general Canevaro sienten que son algo así como los padrinos de la revolución. Y este título los enorgullece. Los enorgullece más que su grado de generales de división.
Solo el general Canevaro no se conforma con tener en la patria nueva este título único. Quiere que se le conozca un título más. Un título que cree haber ganado en buena lid. El título de primer vicepresidente.
El señor Leguía le ha prometido la validez de su vicepresidencia. Le ha dicho que la reforma constitucional no regirá, en cuanto a las vicepresidencias, en el período próximo. Que debe aguardar tranquilamente la inauguración de la legislatura. Que no tiene motivo para temer una actitud irrespetuosa y atrevida de las mayorías parlamentarias.
Y, claro, el general Canevaro ha recuperado desde ese instante toda su confianza en el presente y en el porvenir de la república. Todo su convencimiento de que es la segunda persona del régimen provisorio. Toda su certidumbre de primer vicepresidente.
Mancomunado con el general Cáceres entra y sale de Palacio. Dispensa favores y mercedes gubernamentales. Defiende los fueros y las aspiraciones de la cohorte de cesantes e indefinidos del partido constitucional. Auspicia las candidaturas hijas, parientes o afines del cacerismo. Y pone en las tertulias del gabinete presidencial la nota pintoresca de sus frases insignes.
Pero hay gentes que murmuran que el porvenir le reserva al general Canevaro una sorpresa desagradable. La sorpresa de que el Congreso, a pesar de los ofrecimientos del señor Leguía, desconozca su vicepresidencia. Los representantes, según dicen, no creerán, como el señor Leguía, que sea compatible la promulgación de la reforma que suprime las vicepresidencias con la proclamación de la vicepresidencia del general Canevaro. El único que lo continuará creyendo será el señor Leguía. Si es que el señor Leguía lo cree efectivamente…
Referencias
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Publicado en la La Razón, Nº 62, Lima, 19 de julio de 1919. ↩︎