6.10.. La celebridad es así
- José Carlos Mariátegui
1El señor Mavila era, probablemente, una persona sin grandes ambiciones. Una persona que no aspiraba a la celebridad. Una persona que ni en su edad de niño, en la ingenua edad en que se sueña toda suerte de locuras, pensó, como piensan todos los chicos, en llegar a la Presidencia de la República. Una persona que jamás se imaginó que un día su nombre iba a resonar en toda la república e iba a motivar una notable contumelia del doctor Cornejo.
Todavía no se ha escrito la biografía del señor Mavila. El señor Mavila apenas si ha sido presentado al público desde la página satinada de uno que otro semanario nacional con ocasión de su llegada al ministerio. Apenas si se ha publicado de él una fotografía provinciana en la que el señor ministro ostenta una cara muy seria de diputado joven, unos bigotes muy bizarros de buen mozo y un continente muy varonil de explorador de la montaña.
El público no sabe nada de la infancia ni la adolescencia del señor Mavila. Se las imagina una infancia y una adolescencia de chico estudioso con afición orgánica a la nota de sobresaliente. Una infancia y una adolescencia plácidas y tranquilas. Al público no se le ocurre, por ejemplo, que en su infancia o en su adolescencia tuviera el señor Mavila, como Alcibíades, el arrogante capricho de cortarle el rabo a su perro.
De la juventud del señor Mavila el público sabe más. Sabe que fue la juventud de un guardiamarina. La edad de los amores, de los libros, de los versos y de los donjuanismos la pasó el señor Mavila en un buque de guerra. No está averiguado si el señor Mavila tenía o no vocación de marino. Pero eso no importa. Su historia de marino sirve para indicar su amor a la vida sobria, poética y sencilla, sin turbulencias y sin pasiones, del mar y del camarote.
Y de la madurez del señor Mavila el público sabe un poco más. Sabe que el señor Mavila cambió un día la vida marítima por la vida fluvial. El señor Mavila añadió a su incolora biografía un robinsonesco camino de andanzas a través de la selva virgen. Navegó en canoa, durmió en hamaca, comió carne de mono, fraternizó con los salvajes, cazó y pescó con su propia mano, luchó contra el jaguar artero y el jabalí hirsuto y se regaló con los regalos de la naturaleza. Hasta que un día sintió que no había nacido para la vida aventurera y bravía. Lo poseyó la nostalgia de la ciudad. Anheló una cómoda vida burguesa, sin episodios romancescos. Y, con el auxilio de sus buenos amigos del gobierno, vino de diputado a la capital.
El señor Mavila no anduvo codicioso de fama, ni de aplausos, ni de notoriedad. En la Cámara de Diputados respetó invariablemente la maltratada tranquilidad de los taquígrafos y de los periodistas. En ningún momento se advirtió en él síntomas de orador ni pretensiones de leader. El señor Mavila calló siempre. Asistió a todos los debates, oyó todos los discursos, se enteró en todas las cuestiones. Pero sistemáticamente se abstuvo de opinar.
Mas la celebridad tiene sus caprichos. Este señor Mavila, tan modesto, tan opaco, tan sencillo, estaba elegido por ella para ocupar con su figura un largo y conflagrado instante de la historia nacional. Estaba destinado a que lo discutieran, a que lo tundieran, a que lo llevaran y a que lo trajeran. A que el señor Cornejo arremetiera contra él en una elocuente carta de cuatro columnas. A que le pidiera la rectificación de su conducta o la dimisión de su cargo.
Todo lo cual no es sino el principio de lo que tiene que sobrevenirle al señor Mavila. Porque a la protesta de los periódicos, a la carta del doctor Cornejo y a la resolución de la Suprema deben seguir muchas cosas. En el mes de agosto el señor Mavila tendrá que ir a defenderse en el Congreso. Y lo atacarán las izquierdas entre las ovaciones de la galería. Lo acusará terriblemente la prensa leguiísta. Lo interpelará con voz de trueno el gran ciudadano don Juan Manuel Torres Balcázar.
El señor Mavila no será ya, como acaso él mismo lo esperaba, uno de esos ministros que pasan silenciosamente por el ministerio. Será uno de esos ministros que, como el señor Rafael Villanueva, sientan doctrina sobre el orden público, sobre el principio de autoridad, sobre la tranquilidad social y sobre todas esas frases infladas que pronuncian devotamente los funcionarios del Perú, cuando les da el naipe por entender y cumplir sus deberes morales.
Todavía no se ha escrito la biografía del señor Mavila. El señor Mavila apenas si ha sido presentado al público desde la página satinada de uno que otro semanario nacional con ocasión de su llegada al ministerio. Apenas si se ha publicado de él una fotografía provinciana en la que el señor ministro ostenta una cara muy seria de diputado joven, unos bigotes muy bizarros de buen mozo y un continente muy varonil de explorador de la montaña.
El público no sabe nada de la infancia ni la adolescencia del señor Mavila. Se las imagina una infancia y una adolescencia de chico estudioso con afición orgánica a la nota de sobresaliente. Una infancia y una adolescencia plácidas y tranquilas. Al público no se le ocurre, por ejemplo, que en su infancia o en su adolescencia tuviera el señor Mavila, como Alcibíades, el arrogante capricho de cortarle el rabo a su perro.
De la juventud del señor Mavila el público sabe más. Sabe que fue la juventud de un guardiamarina. La edad de los amores, de los libros, de los versos y de los donjuanismos la pasó el señor Mavila en un buque de guerra. No está averiguado si el señor Mavila tenía o no vocación de marino. Pero eso no importa. Su historia de marino sirve para indicar su amor a la vida sobria, poética y sencilla, sin turbulencias y sin pasiones, del mar y del camarote.
Y de la madurez del señor Mavila el público sabe un poco más. Sabe que el señor Mavila cambió un día la vida marítima por la vida fluvial. El señor Mavila añadió a su incolora biografía un robinsonesco camino de andanzas a través de la selva virgen. Navegó en canoa, durmió en hamaca, comió carne de mono, fraternizó con los salvajes, cazó y pescó con su propia mano, luchó contra el jaguar artero y el jabalí hirsuto y se regaló con los regalos de la naturaleza. Hasta que un día sintió que no había nacido para la vida aventurera y bravía. Lo poseyó la nostalgia de la ciudad. Anheló una cómoda vida burguesa, sin episodios romancescos. Y, con el auxilio de sus buenos amigos del gobierno, vino de diputado a la capital.
El señor Mavila no anduvo codicioso de fama, ni de aplausos, ni de notoriedad. En la Cámara de Diputados respetó invariablemente la maltratada tranquilidad de los taquígrafos y de los periodistas. En ningún momento se advirtió en él síntomas de orador ni pretensiones de leader. El señor Mavila calló siempre. Asistió a todos los debates, oyó todos los discursos, se enteró en todas las cuestiones. Pero sistemáticamente se abstuvo de opinar.
Mas la celebridad tiene sus caprichos. Este señor Mavila, tan modesto, tan opaco, tan sencillo, estaba elegido por ella para ocupar con su figura un largo y conflagrado instante de la historia nacional. Estaba destinado a que lo discutieran, a que lo tundieran, a que lo llevaran y a que lo trajeran. A que el señor Cornejo arremetiera contra él en una elocuente carta de cuatro columnas. A que le pidiera la rectificación de su conducta o la dimisión de su cargo.
Todo lo cual no es sino el principio de lo que tiene que sobrevenirle al señor Mavila. Porque a la protesta de los periódicos, a la carta del doctor Cornejo y a la resolución de la Suprema deben seguir muchas cosas. En el mes de agosto el señor Mavila tendrá que ir a defenderse en el Congreso. Y lo atacarán las izquierdas entre las ovaciones de la galería. Lo acusará terriblemente la prensa leguiísta. Lo interpelará con voz de trueno el gran ciudadano don Juan Manuel Torres Balcázar.
El señor Mavila no será ya, como acaso él mismo lo esperaba, uno de esos ministros que pasan silenciosamente por el ministerio. Será uno de esos ministros que, como el señor Rafael Villanueva, sientan doctrina sobre el orden público, sobre el principio de autoridad, sobre la tranquilidad social y sobre todas esas frases infladas que pronuncian devotamente los funcionarios del Perú, cuando les da el naipe por entender y cumplir sus deberes morales.
Referencias
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Publicado en la La Razón, Nº 27, Lima, 13 de junio de 1919. ↩︎