5.7. Durante el paro – Pasa un automóvil
- José Carlos Mariátegui
Durante el paro1
La hora no es de los políticos, la hora es de los militares y de los huelguistas. Los que no somos militares ni huelguistas no significamos nada dentro de este conflicto. No somos sino espectadores. Espectadores que, ante la beligerancia callejera, damos diente con diente.
La política ha enmudecido. En estos acontecimientos emocionantes no encontramos una sola nota para nuestras misceláneas. Actualmente nadie habla del problema presidencial. Nadie habla del quórum del Congreso. Nadie habla de los plebiscitos y de los contraplebiscitos. Nadie habla del señor Leguía. Nadie habla del señor Aspíllaga.
Es que la hora es dramática y solemne y la política peruana es sustancialmente cómica. La política peruana es una política de escenario festivo. Y dentro de una hora dramática y solemne no caben chistes ni zarzuelismos.
Atajen ustedes a un transeúnte —a uno de esos transeúntes que caminan haciéndoles mentalmente quites a las balas—, y pregúntenle ustedes su opinión sobre los zapatos amarillos del señor Leguía o sobre los chaqués plomos del señor Cornejo. Seguramente les dirá una “lisura” de enérgica y tundente eufonía. Las gentes no están para bromas.
Y tiene que ser así.
La gravedad de los acontecimientos es tal que supera a las facultades de percepción de las gentes. No se trata en este caso de un conflicto vulgar. No se trata de un conflicto obrero de aquellos que, en última instancia, soluciona el arbitraje del presidente de la República. Se trata de un conflicto casi insoluble. La clase trabajadora, movida por un gran interés solidario, exige que el Estado abarate el precio de los alimentos y el precio de la habitación. Y no formula verbalmente su reclamación. La formula sirviéndose de la fuerza coercitiva del paro. Y ante el paro nadie puede encogerse de hombros. El paro nos deja sin tranvías, sin automóviles, sin mercados, sin luz, sin pan, sin bares. El paro ocasiona violencias del pueblo y violencias de las autoridades. Este choque de violencias genera la lucha. Y esta lucha tiene expresiones trágicas. Ora suena una descarga lejana que nos hace sentir todo el peso de la ley marcial. Ora es un tiro aislado, otro tiro aislado y otro tiro, que no sabemos si se han perdido inocuamente en el aire. Ora es una camilla que pasa en hombros de la Cruz Roja. Ora es la sirena pertinaz y desgarradora del auto de la asistencia pública.
Mientras esto acontece, ¿qué pueden representar los políticos? ¿Qué pueden valer los políticos? Nada. Absolutamente nada. Los primeros en reconocerlo son los políticos mismos. Y por esto, se retraen de la circulación voluntaria y cautamente.
Pero eso sí, no pierden de vista ningún detalle de la situación, ningún aspecto de sus derivaciones probables. Escrutan todo, analizan todo, investigan todo. Y consultan ansiosamente a los oráculos. Mientras trascurre el drama, urden la petipieza. Que a lo mejor les sale trágica también.
La política ha enmudecido. En estos acontecimientos emocionantes no encontramos una sola nota para nuestras misceláneas. Actualmente nadie habla del problema presidencial. Nadie habla del quórum del Congreso. Nadie habla de los plebiscitos y de los contraplebiscitos. Nadie habla del señor Leguía. Nadie habla del señor Aspíllaga.
Es que la hora es dramática y solemne y la política peruana es sustancialmente cómica. La política peruana es una política de escenario festivo. Y dentro de una hora dramática y solemne no caben chistes ni zarzuelismos.
Atajen ustedes a un transeúnte —a uno de esos transeúntes que caminan haciéndoles mentalmente quites a las balas—, y pregúntenle ustedes su opinión sobre los zapatos amarillos del señor Leguía o sobre los chaqués plomos del señor Cornejo. Seguramente les dirá una “lisura” de enérgica y tundente eufonía. Las gentes no están para bromas.
Y tiene que ser así.
La gravedad de los acontecimientos es tal que supera a las facultades de percepción de las gentes. No se trata en este caso de un conflicto vulgar. No se trata de un conflicto obrero de aquellos que, en última instancia, soluciona el arbitraje del presidente de la República. Se trata de un conflicto casi insoluble. La clase trabajadora, movida por un gran interés solidario, exige que el Estado abarate el precio de los alimentos y el precio de la habitación. Y no formula verbalmente su reclamación. La formula sirviéndose de la fuerza coercitiva del paro. Y ante el paro nadie puede encogerse de hombros. El paro nos deja sin tranvías, sin automóviles, sin mercados, sin luz, sin pan, sin bares. El paro ocasiona violencias del pueblo y violencias de las autoridades. Este choque de violencias genera la lucha. Y esta lucha tiene expresiones trágicas. Ora suena una descarga lejana que nos hace sentir todo el peso de la ley marcial. Ora es un tiro aislado, otro tiro aislado y otro tiro, que no sabemos si se han perdido inocuamente en el aire. Ora es una camilla que pasa en hombros de la Cruz Roja. Ora es la sirena pertinaz y desgarradora del auto de la asistencia pública.
Mientras esto acontece, ¿qué pueden representar los políticos? ¿Qué pueden valer los políticos? Nada. Absolutamente nada. Los primeros en reconocerlo son los políticos mismos. Y por esto, se retraen de la circulación voluntaria y cautamente.
Pero eso sí, no pierden de vista ningún detalle de la situación, ningún aspecto de sus derivaciones probables. Escrutan todo, analizan todo, investigan todo. Y consultan ansiosamente a los oráculos. Mientras trascurre el drama, urden la petipieza. Que a lo mejor les sale trágica también.
Pasa un automóvil
Salgan un segundo a la puerta de su casa. Pasa en automóvil el general Zuloaga, presidente del consejo de ministros. Salgan para que lo conozcan. Ustedes lo conocen, seguramente, como general de brigada; pero, seguramente también, no lo conocen todavía como presidente del consejo de ministros. Y, lo mismo que nosotros, se han enterado de que es presidente del consejo de ministros por sus únicos actos públicos de tal. Por haber ordenado al comisario Montes de Oca que disolviese el mitin del domingo. Por su actitud militar frente al paro.
Antes no habían tenido ustedes ocasión de saber que el general Zuloaga era el jefe del gabinete. El general Zuloaga había asumido repentina e incidentalmente la presidencia del ministerio. Su llegada a este cargo no había sido sentida casi. El gabinete continuaba siendo el mismo. Las gentes no se acordaban siquiera de que ya no se llamaba gabinete Arenas sino gabinete Zuloaga. Parecía que el general Zuloaga andaba de puntillas. Probablemente era porque el general Zuloaga iba y venía de Palacio en un automóvil de blandas y silenciosas llantas.
Pero ahora están ustedes perfectamente informados no solo de que el general Zuloaga es el presidente del consejo de ministros, sino, al mismo tiempo, de lo que es capaz el general Zuloaga como presidente del consejo de ministros. El general Zuloaga es capaz de oponerse con toda su energía, con toda su marcialidad y todo su denuedo a que las mujeres chillen contra el alza de los alimentos. Y es capaz de decretar la ley marcial para dominar una huelga.
Antes no lo habíamos sabido capaz de esto, porque el general Zuloaga, disciplinado y silencioso como un regimiento en marcha, no nos había hecho notar siquiera que era el presidente del consejo de ministros. Su paso por el gobierno no dejaba más huella que la huella de las llantas de su automóvil por la calzada del jirón de la Unión. El general Zuloaga no hacia bulla. No se retrataba, uniformado de general y de ministro, con una mano puesta sobre la empuñadura de su espada prócer. No publicaba su biografía en los periódicos. No hablaba en público. No solicitaba a los reporteros.
Y si una mañana nos hubieran despertado gritándonos: “¡Levántense! ¡Levántense que los llama el general Zuloaga presidente del consejo de ministros!”, tal vez hubiéramos pensado que esto del general Zuloaga, presidente del consejo, no era cierto. Que era, quién sabe, cosa de nuestro modo de dormir.
No es, por supuesto, que alguna vez no hayamos estimado natural que el general Zuloaga presida el gabinete. Es que en la actualidad los problemas nos interesan más, mucho más que los hombres. Y para que los hombres nos interesen de veras es necesario que se coloquen dentro de los problemas. Y el general Zuloaga no se halla dentro de los grandes problemas presentes. El general Zuloaga es general. Y no general de división como el general Canevaro. General de brigada no más. Y los grandes problemas presentes son: problema político, problema diplomático, problema económico, problema social. Problemas muy chicos como para el general Zuloaga. El general Zuloaga, tan tieso, tan erguido, no cabe dentro de ellos con su sombrero de picos, su pluma de general de brigada, su espada, sus arreos, sus entorchados y sus bigotes. Y aunque está en la presidencia del consejo, está fuera de todos los problemas. Fuera del problema político, porque un general en servicio no puede tener filiación partidarista. Fuera del problema diplomático, porque un general en servicio no puede pensar nunca en la paz sino en la guerra. Fuera del problema económico, porque un general en servicio no puede concebir que, sin inmediata aplicación de la pena de muerte, se escuche en una plazuela una arenga bolchevique, por inofensiva que sea.
Pero si siempre hemos visto al general Zuloaga fuera de los grandes problemas, lo hemos visto pocas veces, en cambio, fuera de su automóvil. Dentro de su automóvil cabe con su sombrero de picos, su pluma de general, su espada, sus arreos, sus entorchados y sus bigotes. Dentro de su automóvil pasa en estos instantes. Salgan ustedes a la puerta de su casa para verlo pasar. Y, una vez en la puerta, cuádrense…
Antes no habían tenido ustedes ocasión de saber que el general Zuloaga era el jefe del gabinete. El general Zuloaga había asumido repentina e incidentalmente la presidencia del ministerio. Su llegada a este cargo no había sido sentida casi. El gabinete continuaba siendo el mismo. Las gentes no se acordaban siquiera de que ya no se llamaba gabinete Arenas sino gabinete Zuloaga. Parecía que el general Zuloaga andaba de puntillas. Probablemente era porque el general Zuloaga iba y venía de Palacio en un automóvil de blandas y silenciosas llantas.
Pero ahora están ustedes perfectamente informados no solo de que el general Zuloaga es el presidente del consejo de ministros, sino, al mismo tiempo, de lo que es capaz el general Zuloaga como presidente del consejo de ministros. El general Zuloaga es capaz de oponerse con toda su energía, con toda su marcialidad y todo su denuedo a que las mujeres chillen contra el alza de los alimentos. Y es capaz de decretar la ley marcial para dominar una huelga.
Antes no lo habíamos sabido capaz de esto, porque el general Zuloaga, disciplinado y silencioso como un regimiento en marcha, no nos había hecho notar siquiera que era el presidente del consejo de ministros. Su paso por el gobierno no dejaba más huella que la huella de las llantas de su automóvil por la calzada del jirón de la Unión. El general Zuloaga no hacia bulla. No se retrataba, uniformado de general y de ministro, con una mano puesta sobre la empuñadura de su espada prócer. No publicaba su biografía en los periódicos. No hablaba en público. No solicitaba a los reporteros.
Y si una mañana nos hubieran despertado gritándonos: “¡Levántense! ¡Levántense que los llama el general Zuloaga presidente del consejo de ministros!”, tal vez hubiéramos pensado que esto del general Zuloaga, presidente del consejo, no era cierto. Que era, quién sabe, cosa de nuestro modo de dormir.
No es, por supuesto, que alguna vez no hayamos estimado natural que el general Zuloaga presida el gabinete. Es que en la actualidad los problemas nos interesan más, mucho más que los hombres. Y para que los hombres nos interesen de veras es necesario que se coloquen dentro de los problemas. Y el general Zuloaga no se halla dentro de los grandes problemas presentes. El general Zuloaga es general. Y no general de división como el general Canevaro. General de brigada no más. Y los grandes problemas presentes son: problema político, problema diplomático, problema económico, problema social. Problemas muy chicos como para el general Zuloaga. El general Zuloaga, tan tieso, tan erguido, no cabe dentro de ellos con su sombrero de picos, su pluma de general de brigada, su espada, sus arreos, sus entorchados y sus bigotes. Y aunque está en la presidencia del consejo, está fuera de todos los problemas. Fuera del problema político, porque un general en servicio no puede tener filiación partidarista. Fuera del problema diplomático, porque un general en servicio no puede pensar nunca en la paz sino en la guerra. Fuera del problema económico, porque un general en servicio no puede concebir que, sin inmediata aplicación de la pena de muerte, se escuche en una plazuela una arenga bolchevique, por inofensiva que sea.
Pero si siempre hemos visto al general Zuloaga fuera de los grandes problemas, lo hemos visto pocas veces, en cambio, fuera de su automóvil. Dentro de su automóvil cabe con su sombrero de picos, su pluma de general, su espada, sus arreos, sus entorchados y sus bigotes. Dentro de su automóvil pasa en estos instantes. Salgan ustedes a la puerta de su casa para verlo pasar. Y, una vez en la puerta, cuádrense…
Referencias
-
Publicado en la La Razón, Nº 14, Lima, 29 de mayo de 1919. ↩︎