4.6. Política procelosa

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Seguimos sin esa certidumbre. Todo es inseguro, todo es inestable, todo es precario. Un día creemos a pie juntillas una cosa y al siguiente día la ponemos en duda. Los acontecimientos no nos permiten confiar en nada ni en nadie.
         Nos convencemos, por ejemplo, de que el señor Aspíllaga es el candidato formal, definitivo y heroico del gobierno y del civilismo. Nos convencemos de que enseguida va a reunirse la asamblea encargada de declararlo. Nos convencemos de que los contendores son el señor Aspíllaga y el señor Leguía. Nos convencemos de que quien no está con el señor Aspíllaga está contra el señor Aspíllaga. Y, súbitamente, tenemos que vacilar. Se posterga la asamblea. La reticencia de los liberales suscita profundas alarmas. Y el civilismo se pregunta a hurtadillas si no sería mejor una transacción. Detrás del señor Aspíllaga, optimista y venturoso, se hacen señas los hombres del gobierno. Tenemos que vacilar.
         Y así es todo.
         Se nos asegura que el partido liberal no desea ya que el señor Durand suceda al señor Pardo. Y a nosotros nos parece que se nos dice la verdad. Vemos, además, que los liberales les juran a los candidatos que no se oponen a la candidatura del señor Aspíllaga. Que no se adhieren a ella; pero que tampoco la combaten.
         Exclamamos crédulos: —¡Así debe ser! Pero, mientras tanto, resulta que los liberales proceden con mucha estrategia. Hablan, opinan y obran tácticamente. Y no abandonan todavía la idea de la candidatura del señor Durand. Por el contrario, la contemplación de la anarquía civilista los induce a permanecer secretamente aferrados a esa idea. Y a la idea suplementaria de una candidatura de sorpresa.
         Y esto no nos ocurre con los liberales no más.
         También de los demócratas se nos afirma que no aspiran a la Presidencia de la República. Y que van a publicar un manifiesto tremendo en el santo nombre de Dios, de la Patria y de la Declaración de Principios. Y que en ese manifiesto van a declarar bien claro que no son amigos del señor Aspíllaga ni del señor Leguía. Que marchan por su cuenta. Que no anhelan sino el bien de la república. Que son un dechado de abnegación y de desprendimiento. Etcétera, etcétera, etcétera. Pero, luego, se nos cuenta que el manifiesto constituirá un tanteo. Los demócratas —se nos agrega— no pierden la esperanza de ser a la postre los empresarios y conductores de una candidatura de última hora que despeje el terreno al grito de “¡Viva Piérola!”.
         No sabemos, pues, a qué atenernos.
         Ora se asevera que el partido civil no puede hacer más que ratificar en el Hotel Maury la proclamación de la candidatura del señor Aspíllaga. Ora se asevera que el aplazamiento de la asamblea proviene de sutiles y porfiadas maquinaciones de los civilistas hostiles a esa candidatura.
         Por muy grande que sea nuestra fe en la candidatura del señor Aspíllaga, no podemos evitar que flaquee. Para que no flaquease tendría que ser mucho más grande aún. Tan grande como la del señor Aspíllaga.
         Y eso no es posible.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 7 de enero de 1919. ↩︎