3.9. Candidato enfermo
- José Carlos Mariátegui
1Nada hay cabal en este mundo. Menos aún en este país. El señor Aspíllaga, por ejemplo, podría ser en la actualidad un hombre venturoso. Su candidatura marcha sobre los rieles del civilismo. El proyecto de una convención no la amenaza ya. Y se desvanece definitivamente toda posibilidad de otra candidatura civilista. El señor Villarán vuelve a contraerse a sus sosegadas e intelectuales especulaciones de maestro y abogado. El señor Miró Quesada esparce con sus silencios la noticia de su desinterés. El señor García y Lastres gesticula su desgano. Por consiguiente, todo se torna risueño y grato para el señor Aspíllaga dentro del partido civil. Cualquiera de estas tardes de verano puede reunirse en el General de Santo Domingo una asamblea civilista destinada a consagrar y sacramentar la candidatura del señor Aspíllaga.
Pero nada hay cabal en este mundo.
El señor Aspíllaga tiene un impedimento para ser absolutamente dichoso. Un impedimento prosaico, vulgar y plebeyo. Un impedimento impertinente, irrespetuoso y taimado. Un impedimento físico e invencible. Y es la gripe.
El día de la conferencia de los jefes del partido el señor Aspíllaga abandonó el Palacio de Gobierno con la más legítima certidumbre sobre su calidad de candidato del partido civil.
Abnegada e hidalgamente se había brindado a colaborar a cualquier arreglo grato a los ojos de la patria. Pero había sido imposible todo entendimiento. Y se habían esfumado las últimas esperanzas de una conciliación de los intereses partidaristas. El porvenir se le presentaba, pues, de perlas al señor Aspíllaga. Y, por eso, el señor Aspíllaga sintió que pasaba por su ánima, por su corazón, por su persona y por su traje un soplo de felicidad y de bienaventuranza.
No sabía el señor Aspíllaga que lo asechaba una indiscreta y maligna influenza. Como el señor Aspíllaga confía en la buena fe de los hombres y confía, asimismo, en la buena fe del destino, no solo no cree capaz al destino de una deslealtad. No lo cree capaz siquiera de una descortesía.
Y, así, hubo de sorprenderle mucho que, al regresar a su casa, un malestar repentino y acerbo se apoderara de su cuerpo. Y, aunque sentía la necesidad de mostrarse a las miradas de sus conciudadanos resplandeciente y victorioso, tuvo que abstenerse de toda protesta. Su buena crianza, su gentileza y su cortesanía tradicionales no le permitían recibir de mala manera a la grosera enfermedad que, tan sin aviso y en tan inaparente coyuntura, cometía la arbitrariedad de hospedarse en su organismo. El señor Aspíllaga no quiso contrariar en lo más mínimo a la molestosa enfermedad. Y se metió en cama para que prosperara a su gusto y regalo.
Por esto, los días transcurridos desde el sábado pasado no han sido para el señor Aspíllaga todo lo plácidos, dulces y cordiales que debieron ser. El señor Aspíllaga no ha podido salir a la calle hasta ayer. No ha podido visitar antes a sus amigos. No ha podido revistar a sus partidarios. Su éxito lo ha habilitado para circular triunfalmente por las calles. Pero la enfermedad lo ha sujetado hasta ayer dentro de su señorial residencia. Solo ayer se ha restituido el señor Aspíllaga al movimiento metropolitano. Y no lozano, rozagante y luminoso, sino pálido, flaco y desvaído.
Y es que nada hay cabal en este mundo.
Pero nada hay cabal en este mundo.
El señor Aspíllaga tiene un impedimento para ser absolutamente dichoso. Un impedimento prosaico, vulgar y plebeyo. Un impedimento impertinente, irrespetuoso y taimado. Un impedimento físico e invencible. Y es la gripe.
El día de la conferencia de los jefes del partido el señor Aspíllaga abandonó el Palacio de Gobierno con la más legítima certidumbre sobre su calidad de candidato del partido civil.
Abnegada e hidalgamente se había brindado a colaborar a cualquier arreglo grato a los ojos de la patria. Pero había sido imposible todo entendimiento. Y se habían esfumado las últimas esperanzas de una conciliación de los intereses partidaristas. El porvenir se le presentaba, pues, de perlas al señor Aspíllaga. Y, por eso, el señor Aspíllaga sintió que pasaba por su ánima, por su corazón, por su persona y por su traje un soplo de felicidad y de bienaventuranza.
No sabía el señor Aspíllaga que lo asechaba una indiscreta y maligna influenza. Como el señor Aspíllaga confía en la buena fe de los hombres y confía, asimismo, en la buena fe del destino, no solo no cree capaz al destino de una deslealtad. No lo cree capaz siquiera de una descortesía.
Y, así, hubo de sorprenderle mucho que, al regresar a su casa, un malestar repentino y acerbo se apoderara de su cuerpo. Y, aunque sentía la necesidad de mostrarse a las miradas de sus conciudadanos resplandeciente y victorioso, tuvo que abstenerse de toda protesta. Su buena crianza, su gentileza y su cortesanía tradicionales no le permitían recibir de mala manera a la grosera enfermedad que, tan sin aviso y en tan inaparente coyuntura, cometía la arbitrariedad de hospedarse en su organismo. El señor Aspíllaga no quiso contrariar en lo más mínimo a la molestosa enfermedad. Y se metió en cama para que prosperara a su gusto y regalo.
Por esto, los días transcurridos desde el sábado pasado no han sido para el señor Aspíllaga todo lo plácidos, dulces y cordiales que debieron ser. El señor Aspíllaga no ha podido salir a la calle hasta ayer. No ha podido visitar antes a sus amigos. No ha podido revistar a sus partidarios. Su éxito lo ha habilitado para circular triunfalmente por las calles. Pero la enfermedad lo ha sujetado hasta ayer dentro de su señorial residencia. Solo ayer se ha restituido el señor Aspíllaga al movimiento metropolitano. Y no lozano, rozagante y luminoso, sino pálido, flaco y desvaído.
Y es que nada hay cabal en este mundo.
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 14 de diciembre de 1918. ↩︎