3.20.. Magister dixit
- José Carlos Mariátegui
1Alegrémonos de todo corazón. Alegrémonos no solo porque es Pascua de Navidad y porque el cielo nos ha alcanzado, a guisa de aguinaldo, la tardía merced de la proclamación de la candidatura del señor Aspíllaga. Alegrémonos también por algo muy trascendental. La ciudad entera relee, comenta y considera en estos instantes un documento que no es un ocasional documento político sino un profundo documento intelectual. Un documento que no es la reticente carta de un caudillo sobre la convención de los partidos, que no es la altisonante proclama de un jefe de grupo a su proselitismo, que no es el gárrulo manifiesto de un candidato, que no es la tropical diatriba de un panfletario criollo. Un documento que no es sino esto: la memoria del Rector de la Universidad, doctor don Javier Prado.
El doctor Prado, sabio, docto e ilustre varón, acaba de hablarnos con la altura, la profundidad y el idealismo que acostumbra. Y, a pesar de que la nochebuena se apodera de nuestro espíritu, a pesar de que los nacimientos cautivan nuestra mirada y a pesar de que la política ocupa nuestra actividad, su palabra sustanciosa, esclarecida y noble ha sabido captarse nuestra atención. La hemos escuchado devota y amorosamente. Y la hemos valorado en todo su mérito, en toda su trascendencia y en toda su sazón y oportunidad.
Así es siempre el doctor Prado.
Cuando más nos absorben los sugestivos y transitorios acontecimientos domésticos, cuando más nos interesa algún ocasional problema, cuando más nos sacude una pasión veleidosa y precaria, solemos acordarnos del doctor Prado para quejarnos y dolernos de que no figure ni se mueva en el escenario de la política criolla. Nos preguntamos entonces qué es de su vida. Dirigimos los ojos a su grande y solariega mansión de hombre de estudio. Y lo contemplamos en la paz grave y austera de su museo y de su biblioteca.
Y, de vez en cuando, nos disgustamos de que el doctor Prado no se parezca a los otros políticos, nos disgustamos de que no se agite y maniobre como ellos, nos disgustamos de que no cultive como ellos el gesto teatral y la pose sonora y nos disgustamos de que como ellos no sienta la nostalgia perenne de la aclamación ardorosa de las muchedumbres.
Pero el doctor Prado no nos hace caso.
Enamorado del estudio, engolfado en la especulación mental, conducido por su doctrina, persiste en su labor circunspecta, paciente y elevada de maestro y pensador. No busca el dulce aplauso de las multitudes. No envidia los triunfos de los retóricos del parlamento y del tablado. Trabaja sin descanso; pero trabaja a su modo. Sin ruido, sin decoración, sin alarde, sin vanagloria.
Un discurso suyo nunca es un discurso que solivianta, que inflama ni que enardece a las gentes. Es un discurso hondo, sencillo y jugoso que no produce excitaciones ni arrebatos de los nervios; pero que repercute intensamente en la conciencia.
El discurso de anteayer ostenta los timbres de tal abolengo. En vez de una pieza ceñida a las normas rutinarias y automáticas de las memorias oficiales, es una pieza de encumbrado valor filosófico que le señala orientación, rumbos y deberes a la nacionalidad. Es, como diría el gran líder del socialismo peruano señor Maúrtua, un discurso panorámico.
El doctor Prado, sabio, docto e ilustre varón, acaba de hablarnos con la altura, la profundidad y el idealismo que acostumbra. Y, a pesar de que la nochebuena se apodera de nuestro espíritu, a pesar de que los nacimientos cautivan nuestra mirada y a pesar de que la política ocupa nuestra actividad, su palabra sustanciosa, esclarecida y noble ha sabido captarse nuestra atención. La hemos escuchado devota y amorosamente. Y la hemos valorado en todo su mérito, en toda su trascendencia y en toda su sazón y oportunidad.
Así es siempre el doctor Prado.
Cuando más nos absorben los sugestivos y transitorios acontecimientos domésticos, cuando más nos interesa algún ocasional problema, cuando más nos sacude una pasión veleidosa y precaria, solemos acordarnos del doctor Prado para quejarnos y dolernos de que no figure ni se mueva en el escenario de la política criolla. Nos preguntamos entonces qué es de su vida. Dirigimos los ojos a su grande y solariega mansión de hombre de estudio. Y lo contemplamos en la paz grave y austera de su museo y de su biblioteca.
Y, de vez en cuando, nos disgustamos de que el doctor Prado no se parezca a los otros políticos, nos disgustamos de que no se agite y maniobre como ellos, nos disgustamos de que no cultive como ellos el gesto teatral y la pose sonora y nos disgustamos de que como ellos no sienta la nostalgia perenne de la aclamación ardorosa de las muchedumbres.
Pero el doctor Prado no nos hace caso.
Enamorado del estudio, engolfado en la especulación mental, conducido por su doctrina, persiste en su labor circunspecta, paciente y elevada de maestro y pensador. No busca el dulce aplauso de las multitudes. No envidia los triunfos de los retóricos del parlamento y del tablado. Trabaja sin descanso; pero trabaja a su modo. Sin ruido, sin decoración, sin alarde, sin vanagloria.
Un discurso suyo nunca es un discurso que solivianta, que inflama ni que enardece a las gentes. Es un discurso hondo, sencillo y jugoso que no produce excitaciones ni arrebatos de los nervios; pero que repercute intensamente en la conciencia.
El discurso de anteayer ostenta los timbres de tal abolengo. En vez de una pieza ceñida a las normas rutinarias y automáticas de las memorias oficiales, es una pieza de encumbrado valor filosófico que le señala orientación, rumbos y deberes a la nacionalidad. Es, como diría el gran líder del socialismo peruano señor Maúrtua, un discurso panorámico.
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 26 de diciembre de 1918. ↩︎