3.19. Candidato civilista
- José Carlos Mariátegui
1No hay plazo que no se cumpla, señores.
Gentes malévolas y acontecimientos hostiles, ora con este pretexto, ora con aquella coyuntura, venían retardando la designación del señor Aspíllaga como candidato del partido civil a la Presidencia de la República. No osaban combatirla explícita y paladinamente. Pero la postergaban, la diferían, la alejaban. Y rogaban a Dios que la evitase.
El proyecto de la convención era el arma que el destino había colocado en las manos sutiles, expertas y especiosas de los civilistas contrarios a la candidatura del señor Aspíllaga. Ese proyecto servía, de un lado, para detener la proclamación de esta candidatura por el civilismo y servía, de otro lado, para procurar el surgimiento de una candidatura empujada por otros partidos. Mientras se pensaba en la convención, mientras se trabajaba por ella, mientras alrededor de sus perspectivas tejían su red los agüeros de las muchedumbres, el señor Aspíllaga no podía formalizar su candidatura. Tenía que recatarla, tenía que esconderla, tenía que taparla. Y, además, estaba obligado, a fuer de caballero, de hijodalgo y de gentilhombre, a patrocinar lealmente cualquiera tentativa en pro de la convención. Y a declarar que la convención le parecía el mejor medio de resolver el problema presidencial. El mejor y el único.
El señor Aspíllaga, por otra parte, no quería mostrar la más pequeña impaciencia. Confiaba con toda el alma en la buena fe de los políticos, en la buena fe del gobierno, en la buena fe de los partidos, en la buena fe de todo el mundo. Y esperaba, esperaba, esperaba.
De rato en rato, cuando se cansaba de una posición, se ponía de pie, se paseaba de un lado a otro y dejaba que se le escapase un gesto discretísimo de interrogación.
Y entonces le pedían que tuviese un poco más de calma:
—¡Falta aún otra tentativa!
Y tenía que tomar asiento otra vez.
Pero no hay plazo que no se cumpla. Y el plazo del señor Aspíllaga era como todos los plazos. Un plazo que algún día —aunque fuese el día del juicio final— había de cumplirse.
Ese gran día fue el de ayer.
El señor Aspíllaga reunió ayer a la junta directiva del partido civil para decirle con la voz, con la mirada y con el ademán que el proyecto de la convención estaba inhumado. Que el gobierno le había puesto ya un epitafio amistoso. Que no era posible volverse a ocupar de él. Y que, por consiguiente, no cabía más que elegir enseguida un candidato.
Y la junta le contestó con un tono muy galante y muy risueño:
—Bueno, pues. Usted es nuestro candidato. Usted, señor Aspíllaga.
Y le hizo una venia.
La noticia salió a la calle inmediatamente. Don Pedro de Ugarriza, iniciador, abanderado, heraldo, empresario, faraute y propagandista de la candidatura del señor Aspíllaga, la comunicó por teléfono a todas las gentes de la ciudad. Y la dio como un aguinaldo.
Como un divino aguinaldo para los niños buenos…
Gentes malévolas y acontecimientos hostiles, ora con este pretexto, ora con aquella coyuntura, venían retardando la designación del señor Aspíllaga como candidato del partido civil a la Presidencia de la República. No osaban combatirla explícita y paladinamente. Pero la postergaban, la diferían, la alejaban. Y rogaban a Dios que la evitase.
El proyecto de la convención era el arma que el destino había colocado en las manos sutiles, expertas y especiosas de los civilistas contrarios a la candidatura del señor Aspíllaga. Ese proyecto servía, de un lado, para detener la proclamación de esta candidatura por el civilismo y servía, de otro lado, para procurar el surgimiento de una candidatura empujada por otros partidos. Mientras se pensaba en la convención, mientras se trabajaba por ella, mientras alrededor de sus perspectivas tejían su red los agüeros de las muchedumbres, el señor Aspíllaga no podía formalizar su candidatura. Tenía que recatarla, tenía que esconderla, tenía que taparla. Y, además, estaba obligado, a fuer de caballero, de hijodalgo y de gentilhombre, a patrocinar lealmente cualquiera tentativa en pro de la convención. Y a declarar que la convención le parecía el mejor medio de resolver el problema presidencial. El mejor y el único.
El señor Aspíllaga, por otra parte, no quería mostrar la más pequeña impaciencia. Confiaba con toda el alma en la buena fe de los políticos, en la buena fe del gobierno, en la buena fe de los partidos, en la buena fe de todo el mundo. Y esperaba, esperaba, esperaba.
De rato en rato, cuando se cansaba de una posición, se ponía de pie, se paseaba de un lado a otro y dejaba que se le escapase un gesto discretísimo de interrogación.
Y entonces le pedían que tuviese un poco más de calma:
—¡Falta aún otra tentativa!
Y tenía que tomar asiento otra vez.
Pero no hay plazo que no se cumpla. Y el plazo del señor Aspíllaga era como todos los plazos. Un plazo que algún día —aunque fuese el día del juicio final— había de cumplirse.
Ese gran día fue el de ayer.
El señor Aspíllaga reunió ayer a la junta directiva del partido civil para decirle con la voz, con la mirada y con el ademán que el proyecto de la convención estaba inhumado. Que el gobierno le había puesto ya un epitafio amistoso. Que no era posible volverse a ocupar de él. Y que, por consiguiente, no cabía más que elegir enseguida un candidato.
Y la junta le contestó con un tono muy galante y muy risueño:
—Bueno, pues. Usted es nuestro candidato. Usted, señor Aspíllaga.
Y le hizo una venia.
La noticia salió a la calle inmediatamente. Don Pedro de Ugarriza, iniciador, abanderado, heraldo, empresario, faraute y propagandista de la candidatura del señor Aspíllaga, la comunicó por teléfono a todas las gentes de la ciudad. Y la dio como un aguinaldo.
Como un divino aguinaldo para los niños buenos…
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 25 de diciembre de 1918. ↩︎