3.13. Por fin

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Por fin amanecemos con gabinete. Por fin, señores. Por fin. Ahora sí no lo podemos poner en duda. Los compañeros del señor Tudela y Varela se han marchado de Palacio. Y el señor don Germán Arenas ha organizado el nuevo ministerio. No nos consta que lo haya organizado él mismo. Únicamente sabemos que el gabinete ha sido organizado ya. Y que es el señor Arenas quien ha debido organizarlo.
         El señor Arenas no necesita que los periodistas lo presentemos al público. No necesita siquiera que publiquemos su retrato. Es demasiado conocido por todos los peruanos. No existe quien no esté enterado de que el señor Arenas es una persona de confianza para el señor Pardo, aunque, por uno de esos caprichos en que abunda el destino, no sea, al mismo tiempo, una persona de confianza para el país. No existe quien no esté enterado de que el señor Arenas es hoy miembro de la directiva civilista y que ayer fue miembro de la directiva liberal. No existe quien no esté enterado de que el señor Arenas es abogado, única cosa que probablemente ha sido siempre, sin tregua y sin interrupción alguna. No existe quien no esté enterado de que el señor Arenas ha sido ministro del señor Pardo en su primer y en su segundo período. No existe quien no esté enterado, en una palabra, de cuanto del señor Arenas es dable estar enterado.
         Además, el señor Arenas es un político de aquellos a quienes no se puede presentar, retratar ni definir fácilmente. El país sabe que el señor Arenas ha tenido constante y conspicua figuración. Pero el país no sabe por qué la ha tenido. Nadie le dedica al señor Arenas un ditirambo. Pero nadie le dedica una invectiva. Probablemente, acontece que el señor Arenas carece de toda originalidad buena y de toda originalidad mala.
         Para provocar un comentario del público exclamamos en una esquina:
         —¡El señor Arenas, presidente del gabinete!
         Y el público nos pregunta:
         —¿Y qué? ¿Tienen ustedes algo que alegar contra el señor Arenas?
         Soltamos, maquinal e inconscientemente, lo primero que se nos ocurre:
         —Nosotros nada. Pero las demás gentes sí. Aseguran, por ejemplo, que el señor Arenas es un político que se ha contradicho mucho. ¡Que se ha contradicho a cada rato! ¡Que se ha contradicho, caramba, como nadie!
         Y entonces el público nos grita esto:
         —¡Eso no es cierto! ¡Eso, es una mentira! ¡Eso, es una calumnia! ¡El señor Arenas no se ha contradicho nunca!
         Y acaba tomándonos el pelo con voz risueña y perversa:
         —El señor Arenas no se ha contradicho nunca por una sencilla razón: porque nunca ha dicho nada. Es uno de estos estadistas que pasan por el Gobierno, por el Congreso y por el mundo sin decir nunca nada. Y que, por eso, nunca pueden contradecirse.
         Pero no vale la pena hablar de esto. Valdría la pena, tal vez, hablar mucho y muy largamente de cómo ha llegado en esta ocasión el señor Arenas a la presidencia del consejo. Y no es necesario. El país lo conoce en su esencia y en su detalle.
         El señor Pardo quiso un gabinete presidido por un magistrado de la Corte Suprema. Y llamó al señor Barreto. Pero el señor Barreto no aceptó su invitación. Quiso, luego, un gabinete presidido por un magistrado de la Corte Superior. Y pensó en el señor Muñoz. Pero el señor Muñoz le zafó el cuerpo. Quiso, a renglón seguido, un gabinete presidido por un personaje primario de la directiva civilista. Y reparó en el señor García y Lastres. Pero el señor García y Lastres le hizo la más fea de sus morisquetas intermitentes. Después de tantos reveses acabó queriendo un gabinete presidido por una persona de su confianza. Entonces se acordó del señor Arenas. Y ordenó:
         —¡Que busquen a Arenas! ¡Arenas es mi hombre!
         Y, se volvió enseguida al señor Aspíllaga, jefe de los civilistas, y al señor Durand, jefe de los liberales, para interrogarlos:
         —¿Qué les parece Arenas?
         El señor Aspíllaga y el señor Durand se encogieron de hombros verbalmente:
         —¿Arenas? Bueno, pues…


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 18 de diciembre de 1918. ↩︎