2.6. Oración fúnebre
- José Carlos Mariátegui
1Vamos a enterrar por segunda vez el proyecto de la convención. El partido nacional democrático no tardará en publicar la defunción correspondiente. Y no invitará al sepelio de los demás partidos. Recibirá el duelo por tarjetas.
El proyecto ha muerto.
Desahuciado estaba desde que nació. Desde mucho antes que los futuristas lo recibieran de manos del ilustre señor don José Carlos Bernales. Mas, como los futuristas tienen mucha fe en el cielo y mucha fe en la ciencia, creyeron que aún era posible inyectarle un poco de vida. Aguardaron un milagro. Un milagro destinado a darles fama inmensa. Pero, sin duda alguna, los milagros han pasado de moda. Los futuristas no han podido salvar de la muerte al proyecto. A pesar de sus desvelos. A pesar de su elocuencia. A pesar de su entusiasmo. A pesar de su literatura. A pesar de su carta grande al señor Aspíllaga y de su carta chica al señor Durand. Y el proyecto ha expirado en sus manos.
Esto nos parece muy triste. No porque el proyecto de la convención nos seduzca o nos atraiga de algún modo. Eso no. Nos parece muy triste porque los futuristas van a cargar con una parte de la responsabilidad de su muerte. Los deudos del proyecto no pueden abstenerse de echar pestes contra ellos. Ni más ni menos que como los deudos de un difunto cuando el médico no ha sido viejo y experimentado.
Y es que desde ahora vemos la cara que ponen los futuristas.
Todavía pasan por las calles. Pero hay que mirar cómo pasan. Se les siente descontentos y afligidos en la frase, en el concepto, en el ademán y en la entonación. Su locuacidad se ha deslustrado un poco. Su alegría se ha marchitado otro poco. No son ya los mismos de antes. Han perdido hasta la confianza en su dialéctica, en su juventud, en su optimismo y en su empuje.
No tenemos, pues, que lamentar sino por los futuristas el fracaso de la convención. Y nada más que por los futuristas tenemos que lamentar que los liberales se hayan encogido de hombros ante sus inflamadas arengas. Por todo lo demás ese fracaso nos satisface. Sabíamos que iba a producirse. Necesitábamos, por consiguiente, que se produjese lo más pronto posible. Que no se nos aburriese mucho rato con un largo expediente de conferencias, discursos y papeles.
Naturalmente no podemos ostentar nuestra satisfacción. Un duelo, aunque no sea sino un duelo del gobierno, es siempre un duelo. En presencia de un ataúd, aunque no sea sino el ataúd de un proyecto malo, no cabe sonreírse. Quiera que no quieras, hay que mostrarse condolido. Hay que rendirle tributo a la cortesía y a las buenas formas.
Aunque, a última hora, surja en nosotros otro convencimiento plácido. El convencimiento de que ni aun por el partido nacional democrático debe entristecernos el fracaso del proyecto de la Convención. Nada importa que los futuristas anden por ahora con la cara compungida. El pesar aumentará su elocuencia. Nada importa. Y hoy los futuristas están obligados a regalarnos con otro manifiesto. Otro manifiesto que será la oración fúnebre del proyecto de la convención.
Como epílogo del proceso de las negociaciones en pro de la convención esta es, por otra parte, la única inminencia que nos queda. Un nuevo manifiesto del señor don José de la Riva Agüero. Uno de esos manifiestos de los que el doctor Sebastián Lorente y Patrón, dice que no son manifiestos sino pastorales. Y que para serlo del todo no les falta sino comenzar así:
—Nos, José de la Riva Agüero, por la gracia de Dios, jefe del Partido Nacional Democrático, etc., etc., etc.
El proyecto ha muerto.
Desahuciado estaba desde que nació. Desde mucho antes que los futuristas lo recibieran de manos del ilustre señor don José Carlos Bernales. Mas, como los futuristas tienen mucha fe en el cielo y mucha fe en la ciencia, creyeron que aún era posible inyectarle un poco de vida. Aguardaron un milagro. Un milagro destinado a darles fama inmensa. Pero, sin duda alguna, los milagros han pasado de moda. Los futuristas no han podido salvar de la muerte al proyecto. A pesar de sus desvelos. A pesar de su elocuencia. A pesar de su entusiasmo. A pesar de su literatura. A pesar de su carta grande al señor Aspíllaga y de su carta chica al señor Durand. Y el proyecto ha expirado en sus manos.
Esto nos parece muy triste. No porque el proyecto de la convención nos seduzca o nos atraiga de algún modo. Eso no. Nos parece muy triste porque los futuristas van a cargar con una parte de la responsabilidad de su muerte. Los deudos del proyecto no pueden abstenerse de echar pestes contra ellos. Ni más ni menos que como los deudos de un difunto cuando el médico no ha sido viejo y experimentado.
Y es que desde ahora vemos la cara que ponen los futuristas.
Todavía pasan por las calles. Pero hay que mirar cómo pasan. Se les siente descontentos y afligidos en la frase, en el concepto, en el ademán y en la entonación. Su locuacidad se ha deslustrado un poco. Su alegría se ha marchitado otro poco. No son ya los mismos de antes. Han perdido hasta la confianza en su dialéctica, en su juventud, en su optimismo y en su empuje.
No tenemos, pues, que lamentar sino por los futuristas el fracaso de la convención. Y nada más que por los futuristas tenemos que lamentar que los liberales se hayan encogido de hombros ante sus inflamadas arengas. Por todo lo demás ese fracaso nos satisface. Sabíamos que iba a producirse. Necesitábamos, por consiguiente, que se produjese lo más pronto posible. Que no se nos aburriese mucho rato con un largo expediente de conferencias, discursos y papeles.
Naturalmente no podemos ostentar nuestra satisfacción. Un duelo, aunque no sea sino un duelo del gobierno, es siempre un duelo. En presencia de un ataúd, aunque no sea sino el ataúd de un proyecto malo, no cabe sonreírse. Quiera que no quieras, hay que mostrarse condolido. Hay que rendirle tributo a la cortesía y a las buenas formas.
Aunque, a última hora, surja en nosotros otro convencimiento plácido. El convencimiento de que ni aun por el partido nacional democrático debe entristecernos el fracaso del proyecto de la Convención. Nada importa que los futuristas anden por ahora con la cara compungida. El pesar aumentará su elocuencia. Nada importa. Y hoy los futuristas están obligados a regalarnos con otro manifiesto. Otro manifiesto que será la oración fúnebre del proyecto de la convención.
Como epílogo del proceso de las negociaciones en pro de la convención esta es, por otra parte, la única inminencia que nos queda. Un nuevo manifiesto del señor don José de la Riva Agüero. Uno de esos manifiestos de los que el doctor Sebastián Lorente y Patrón, dice que no son manifiestos sino pastorales. Y que para serlo del todo no les falta sino comenzar así:
—Nos, José de la Riva Agüero, por la gracia de Dios, jefe del Partido Nacional Democrático, etc., etc., etc.
Referencias
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Publicado en El Tiempo, Lima, 6 de noviembre de 1918. ↩︎