2.25. Idas y venidas

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Siguen afirmándonos con la palabra, con el ademán y con la mirada que estamos en el umbral de la convención. Una convención que no va a ser, por supuesto, la convención universal que en días menos conturbados y febriles nos recomendaran el señor don José Carlos Bernales primero y el señor José de la Riva Agüero. Pero va a ser siempre una convención de cuatro grandes partidos.
         Y, sin embargo, continuamos moviendo incrédulamente la cabeza. Nos piden que nos fijemos en que el presidente del partido nacional democrático entra a Palacio. Y que nos fijemos en que en ese mismo instante sale de Palacio el presidente del partido demócrata. Y que nos fijemos en que los presidentes del partido civil y del partido liberal se mantienen, por su parte, en contacto permanente con Palacio. Todo en vano. No nos impresiona en lo menor el optimismo verbal de los hombres del gobierno.
         Es que anda en lenguas el proceso de estas decisivas y finales negociaciones en pro de la convención.
         El señor Pardo, después de su conferencia con el general Cáceres, comprendió que era impracticable una convención de todas las agrupaciones políticas. Impracticable porque el gobierno no quería garantizar lealmente su neutralidad. Impracticable porque los partidos de la izquierda no querían ni podían aceptar el compromiso previo y fundamental de una transacción obligatoria. Pensó el señor Pardo, por ende, que había que intentar la reunión de una asamblea unilateral. Una asamblea de los partidos de la derecha: el partido civil, el partido liberal y el partido nacional democrático. Para esta asamblea consideraba asegurado el concurso incondicional de los civilistas y los liberales. No tenía que buscar, pues, sino el concurso de los futuristas.
         Y llamó entonces al señor José de la Riva Agüero para conocer íntegra y cabalmente su concepto sobre la convención.
         El señor de la Riva Agüero le dijo al señor Pardo casi lo mismo que le había dicho a la república en sus pastorales. Con menos fervor, con menos retórica, con menos romanticismo. Pero casi lo mismo de todas maneras. Que la convención debía ser un concierto de todas las agrupaciones. Una coordinación del sentimiento nacional.
         Solo que, asediado por el señor Pardo, pronunció una frase que era una concesión grave:
         —Yo exijo que concurran a la convención cuatro partidos por lo menos.
         Y el señor Pardo la recogió satisfecho:
         —¡Cuatro partidos! ¡Muy bien!
         Subrayó el señor de la Riva Agüero su aparente taxativa:
         —Cuatro partidos por lo menos. Por lo menos cuatro partidos.
         —Pero el señor Pardo, convencido de que lo sustancial era la cifra y no las palabras que la condicionasen, repitió su exclamación:
         —¡Cuatro partidos! ¡Muy bien!
         Y, sin retardo, solicitó del señor Piérola el favor de una entrevista. Solo el partido demócrata podía permitirle llegar a la cifra trascendental. Trascendental y mínima. Mínima para el señor Riva Agüero y máxima para el señor Pardo.
         El señor Piérola le habló al señor Pardo en la forma que conocemos. Le pidió el señor Pardo que el partido demócrata nombrase los delegados que debían discutir con los delegados de los otros tres partidos las bases de una convención. Y el señor Piérola le dijo que esto tenía que resolverlo la directiva demócrata. Y la directiva demócrata resolvió lo que también conocemos. Se solidarizó con las declaraciones de su jefe y lo autorizó para concurrir a una conferencia con los jefes de esos partidos; pero se negó a efectuar el nombramiento de delegados.
         El acuerdo de la directiva demócrata no satisfizo, naturalmente, al señor Pardo. Solicitó otra vez del señor Piérola que el partido demócrata designase sus delegados. Pero la directiva demócrata persistió en su negativa. Y el señor Piérola escribió una carta al señor Pardo expresándole que la directiva demócrata “mantenía su acuerdo”. El señor Pardo, porfiado sistemático, insistió nuevamente. Y nuevamente el señor Piérola le contestó que trasmitiría su demanda a la directiva.
         Todo no pasa, pues, hasta ahora sino de idas y venidas.
         Y aunque la directiva demócrata nombrase sus delegados, muy poco ganaría el señor Pardo. Porque ese nombramiento no significaría, sino que el partido demócrata aceptaba algo que no puede rechazar: discutir las bases de una convención. Y para que haya convención no se necesita que los partidos discutan sus bases. Se necesita que las acuerden.
         Y esto es lo difícil.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 29 de noviembre de 1918. ↩︎