2.22. Otro intermedio
- José Carlos Mariátegui
1El debate de La Brea y Pariñas tiene muy mala suerte. El Gobierno, el Parlamento y la barra están igualmente interesados en que concluya cuanto antes. Pero es inútil. La mano del destino lo ataja de trecho en trecho con una hostilidad implacable y tosca.
Cerramos los ojos para rememorar los cuatro capítulos de su historia. Y comprobamos que así es. Que, como se dice en criollo, “no está de Dios” que este debate concluya.
El primer capítulo fue acaso el más sonoro. El señor Cornejo denostó la transacción en nombre de la ley, de la ciencia, de la moral, del bien y del coloso de Rhodas. El señor Urquieta estuvo a punto de gritar dramáticamente que para aprobarla tendría el congreso que pasar sobre su cadáver. Y, de repente, sobrevino el fin de la legislatura. Terminó el capítulo con la misma inoportunidad teatral de un capítulo de folletín.
Hubo un año larguísimo de tregua. Y de improviso el Senado reanudó el debate con ánimo resuelto de concluirlo. Era inaplazable que nos arregláramos con la Standard Oil. El señor Le Sueur andaba por aquí ajochándonos con toda la energía de que es capaz un abogado sajón. Estábamos en peligro de quedarnos a lo mejor sin petróleo. Sin petróleo para nuestros tranvías. Sin petróleo para nuestra cocina. Sin petróleo para nuestras fábricas.
Y se sancionó la transacción en el Senado. En balde pronunció un nuevo discurso solemne y sacerdotal el señor Cornejo. Y en vano trece senadores, agarrados de las manos, votaron por el no. La transacción, en hombros de la mayoría del Senado, pasó a la colegisladora.
Pero la Cámara de Diputados no quiso ser menos que la Cámara de Senadores en estudiar la transacción con minuciosidad, paciencia y lentitud. Después de analizarla en las salas de las comisiones, cuando comenzó a faltar petróleo para los motores y los hornos, cuando comenzaron los industriales a llamar a las puertas del Ejecutivo y cuando comenzó el Ejecutivo a remitir al Parlamento las quejas de los industriales, se decidió la Cámara de Diputados a abrir el debate. A abrirlo no más. A abrirlo únicamente. Y a abrirlo cuando estaba muy cercano el fin de la legislatura.
Y llegamos al cuarto capítulo del debate. Se nos ocurrió, naturalmente, que por ser el cuarto iba a ser el último. Así nos lo aseguraban, por lo menos, cuantos comprendían que no se podía aplazar por más tiempo la solución del problema.
Los diputados de la izquierda vibraron en sus trincheras. El señor Salazar y Oyarzábal llamó al debate a los ministros de Relaciones, de Hacienda y de Fomento. Y se renovó el debate. El señor Peña Murrieta trató de aplastar la transacción de un solo puñetazo. El señor Fuchs propuso con voz persuasiva y argumentos sustanciosos que se expidiera una ley de carácter en vez de una ley de privilegio. Y el señor Barros, varón de recto entendimiento y de ponderado espíritu, examinó el problema en un discurso pulcro, pastoso y mesurado.
Mas el destino nos preparaba para ayer un golpe más.
El señor don Juan Pardo, con una entonación muy condolida, abrió la sesión con estas palabras:
—Vamos a suspender otra vez el debate de La Brea y Pariñas, señores diputados…
Y ni siquiera pudo agregar:
—¡Es una lástima!
Cerramos los ojos para rememorar los cuatro capítulos de su historia. Y comprobamos que así es. Que, como se dice en criollo, “no está de Dios” que este debate concluya.
El primer capítulo fue acaso el más sonoro. El señor Cornejo denostó la transacción en nombre de la ley, de la ciencia, de la moral, del bien y del coloso de Rhodas. El señor Urquieta estuvo a punto de gritar dramáticamente que para aprobarla tendría el congreso que pasar sobre su cadáver. Y, de repente, sobrevino el fin de la legislatura. Terminó el capítulo con la misma inoportunidad teatral de un capítulo de folletín.
Hubo un año larguísimo de tregua. Y de improviso el Senado reanudó el debate con ánimo resuelto de concluirlo. Era inaplazable que nos arregláramos con la Standard Oil. El señor Le Sueur andaba por aquí ajochándonos con toda la energía de que es capaz un abogado sajón. Estábamos en peligro de quedarnos a lo mejor sin petróleo. Sin petróleo para nuestros tranvías. Sin petróleo para nuestra cocina. Sin petróleo para nuestras fábricas.
Y se sancionó la transacción en el Senado. En balde pronunció un nuevo discurso solemne y sacerdotal el señor Cornejo. Y en vano trece senadores, agarrados de las manos, votaron por el no. La transacción, en hombros de la mayoría del Senado, pasó a la colegisladora.
Pero la Cámara de Diputados no quiso ser menos que la Cámara de Senadores en estudiar la transacción con minuciosidad, paciencia y lentitud. Después de analizarla en las salas de las comisiones, cuando comenzó a faltar petróleo para los motores y los hornos, cuando comenzaron los industriales a llamar a las puertas del Ejecutivo y cuando comenzó el Ejecutivo a remitir al Parlamento las quejas de los industriales, se decidió la Cámara de Diputados a abrir el debate. A abrirlo no más. A abrirlo únicamente. Y a abrirlo cuando estaba muy cercano el fin de la legislatura.
Y llegamos al cuarto capítulo del debate. Se nos ocurrió, naturalmente, que por ser el cuarto iba a ser el último. Así nos lo aseguraban, por lo menos, cuantos comprendían que no se podía aplazar por más tiempo la solución del problema.
Los diputados de la izquierda vibraron en sus trincheras. El señor Salazar y Oyarzábal llamó al debate a los ministros de Relaciones, de Hacienda y de Fomento. Y se renovó el debate. El señor Peña Murrieta trató de aplastar la transacción de un solo puñetazo. El señor Fuchs propuso con voz persuasiva y argumentos sustanciosos que se expidiera una ley de carácter en vez de una ley de privilegio. Y el señor Barros, varón de recto entendimiento y de ponderado espíritu, examinó el problema en un discurso pulcro, pastoso y mesurado.
Mas el destino nos preparaba para ayer un golpe más.
El señor don Juan Pardo, con una entonación muy condolida, abrió la sesión con estas palabras:
—Vamos a suspender otra vez el debate de La Brea y Pariñas, señores diputados…
Y ni siquiera pudo agregar:
—¡Es una lástima!
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 26 de noviembre de 1918. ↩︎