1.17. Cosas precarias
- José Carlos Mariátegui
1Los empresarios de la conciliación no se desaniman, no se decepcionan, no se desengañan. Andan todavía en busca de un candidato. Y encienden furtivamente en las noches la linterna de Diógenes para alumbrar su camino.
Pero sus esfuerzos no tienen hasta ahora ventura. Un candidato no les dura a los empresarios de la conciliación ni un mes siquiera. Se les acaba en pocos días. Se les deshoja como una rosa. Se les evapora como un álcali. El primer día deslumbra. El segundo día se opaca. El tercer día se apaga. El cuarto día desaparece.
El destino de todos es igual.
Una candidatura con apariencias externas de vitalidad y solidez fue la candidatura universitaria del señor don Manuel Vicente Villarán. Para y por ella se pensó en una convención de todos los partidos. Su loor y alabanza vibraron en el entusiasmo del partido nacional democrático. Y con el fin de ofrecerle un pedestal digno de su calidad se extrajo del diccionario la palabra concierto.
Y hoy la vemos totalmente abandonada. Abandonada, en primer término, naturalmente, por el propio señor Villarán. Abandonada en segundo término por el partido nacional democrático. No tuvo ni una semana de apogeo y de brillo.
Con análogo empuje se presentó en la escena la candidatura del señor don Enrique de la Riva Agüero. No la precedieron, como a la del señor Villarán, unos cuantos preludios musicales y un prólogo literario. No. Sin anuncio alguno se descorrió la cortina para que, con atildado paso, avanzara hasta las candilejas y saludara al público. El doctor Durand, según la suspicacia callejera, la había empujado desde los bastidores. Y hoy, estamos a punto de perder su recuerdo. Apenas si lo conservamos, parcialmente, por una circunstancia. Por la circunstancia de haber sido una carta al señor don José de la Riva Agüero el venablo que la hirió de muerte.
Parecida es la historia de otras candidaturas más frágiles y transitorias que se han sucedido en la convención callejera desde que se colocaron frente a frente las candidaturas del señor Leguía y del señor Aspíllaga. Historia de amor, ocasional y epidérmico casi siempre.
Y, sin embargo, los empresarios de la conciliación no renuncian a su empeño.
No les importan los fracasos. No les importan las desilusiones. No les importa la glacialidad del ambiente público. No les importa el hecho de que ni aun entre ellos mismos hay armonía y solidaridad y de que, si bien todos sueñan con una conciliación, la conciliación que cada uno preconiza es la que mejor le acomoda y conviene. Que no es generalmente la misma conciliación que los acomoda y les conviene a los demás.
Ahora, por ejemplo, parece que se busca un candidato en la magistratura. El antiguo concepto nacional que sublimiza la trascendencia de los miembros de la Corte Suprema hace que las miradas se posen en ellos. Y que con mano enamorada se elija a uno: al señor don Anselmo Barreto.
Y ya cuentan las gentes que el señor Barreto, varón de cautela y sabiduría extraordinarias, es el primero que no quiere que se piense en su candidatura. Ni aun en el caso de que se le provea de un seguro de guerra contra todo riesgo. El seguro que el gobierno le ofrece y que el público adivina…
Pero sus esfuerzos no tienen hasta ahora ventura. Un candidato no les dura a los empresarios de la conciliación ni un mes siquiera. Se les acaba en pocos días. Se les deshoja como una rosa. Se les evapora como un álcali. El primer día deslumbra. El segundo día se opaca. El tercer día se apaga. El cuarto día desaparece.
El destino de todos es igual.
Una candidatura con apariencias externas de vitalidad y solidez fue la candidatura universitaria del señor don Manuel Vicente Villarán. Para y por ella se pensó en una convención de todos los partidos. Su loor y alabanza vibraron en el entusiasmo del partido nacional democrático. Y con el fin de ofrecerle un pedestal digno de su calidad se extrajo del diccionario la palabra concierto.
Y hoy la vemos totalmente abandonada. Abandonada, en primer término, naturalmente, por el propio señor Villarán. Abandonada en segundo término por el partido nacional democrático. No tuvo ni una semana de apogeo y de brillo.
Con análogo empuje se presentó en la escena la candidatura del señor don Enrique de la Riva Agüero. No la precedieron, como a la del señor Villarán, unos cuantos preludios musicales y un prólogo literario. No. Sin anuncio alguno se descorrió la cortina para que, con atildado paso, avanzara hasta las candilejas y saludara al público. El doctor Durand, según la suspicacia callejera, la había empujado desde los bastidores. Y hoy, estamos a punto de perder su recuerdo. Apenas si lo conservamos, parcialmente, por una circunstancia. Por la circunstancia de haber sido una carta al señor don José de la Riva Agüero el venablo que la hirió de muerte.
Parecida es la historia de otras candidaturas más frágiles y transitorias que se han sucedido en la convención callejera desde que se colocaron frente a frente las candidaturas del señor Leguía y del señor Aspíllaga. Historia de amor, ocasional y epidérmico casi siempre.
Y, sin embargo, los empresarios de la conciliación no renuncian a su empeño.
No les importan los fracasos. No les importan las desilusiones. No les importa la glacialidad del ambiente público. No les importa el hecho de que ni aun entre ellos mismos hay armonía y solidaridad y de que, si bien todos sueñan con una conciliación, la conciliación que cada uno preconiza es la que mejor le acomoda y conviene. Que no es generalmente la misma conciliación que los acomoda y les conviene a los demás.
Ahora, por ejemplo, parece que se busca un candidato en la magistratura. El antiguo concepto nacional que sublimiza la trascendencia de los miembros de la Corte Suprema hace que las miradas se posen en ellos. Y que con mano enamorada se elija a uno: al señor don Anselmo Barreto.
Y ya cuentan las gentes que el señor Barreto, varón de cautela y sabiduría extraordinarias, es el primero que no quiere que se piense en su candidatura. Ni aun en el caso de que se le provea de un seguro de guerra contra todo riesgo. El seguro que el gobierno le ofrece y que el público adivina…
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 28 de octubre de 1918. ↩︎