1.14. Jubilación voluntaria
- José Carlos Mariátegui
1El señor don Rafael Villanueva cumplió ayer ochenta años. El público nos preguntará si ochenta años de edad u ochenta años de político. Nosotros le contestaremos que ochenta años de edad solamente. Y entonces el público se asombrará en demasía. Le parecerán muy poco ochenta años de edad para un varón de tan añeja figuración política, de tan luenga anecdótica historia y de tan intrincada y famosa actividad.
Pero es que el público tiene una mirada muy superficial.
Ochenta años de vida son mucho para el señor Villanueva y para cualquiera. El señor Villanueva se ha apresurado aprobarlo renunciando, en sustancioso manifiesto, al honor de que sus codepartamentanos lo elijan una vez más senador por Cajamarca. Y no podemos poner en duda la autoridad ni la experiencia del señor Villanueva para fallar sobre este punto.
El suceso de ayer ha sido por esto un suceso interesante.
Un político nacional ha llegado a los ochenta años. Y para entrar dignamente en ellos ha creído indispensable jubilarse como senador de la república. Ha juzgado incompatibles sus ochenta años de edad con las funciones de legislador.
Tentaciones hemos sentido de glosar, comentar y aderezar sonoramente el acontecimiento en un desmesurado artículo. Pero nos ha sujetado un temor. El temor de que nuestro camarada de socialismo y bolcheviquismo doctor Curletti, rendido admirador y solícito médico del señor Villanueva, enterado del artículo y engañado sobre su intención, viniese corriendo a la imprenta para tirarnos de las orejas y amonestarnos así con su discreta voz de facultativo:
—Ustedes, mis hijitos, son muy “lisos”. Pero aquí estoy yo para corregirlos. Y para reducirlos a la obediencia y a la compostura.
Nosotros habríamos defendido nuestra conducta:
—¡Pero, doctor! ¡Nosotros no hemos escrito nada malo contra el señor Villanueva! ¡Ni siquiera hemos sido capaces de pensarlo!
Habría sido inútil.
El doctor Curletti nos habría roto las cuartillas en la cabeza, y nos habría vituperado con el ademán y nos habría hecho enmudecer con la palabra:
—¡Silencio, chicos! Los menores no pueden levantar la voz a los mayores. Menos aún pueden juzgarlos. Cuando ustedes quieran hablar sobre el señor Villanueva, búsquenme, interróguenme, escúchenme. ¡Y quédense callados después!
Amedrentados y cohibidos por la amenaza de la indignación del señor Curletti, no hemos podido, pues, holgarnos dedicándole un panegírico risueño pero inocente al señor Villanueva, a sus ochenta años, a su manifiesto. No hemos podido recordarle que el señor Villanueva era un jubilado de la función legislativa y un jubilado de la función judicial; pero que no era ni sería nunca, por propia declaración, un jubilado de la función gubernamental y mucho menos un jubilado de la función política. No hemos podido, en fin, ponerle ninguna apostilla al manifiesto que el señor Villanueva, como regalo de sus ochenta años, les ha mandado a sus codepartamentanos los cajamarquinos en grandes paquetes postales.
Nos hemos visto, como en no pocas ocasiones de nuestra vida periodística, con las manos amarradas.
Y ni aun hemos podido sacarnos el clavo jugándole alguna mataperrada al doctor Curletti en esta columna cotidiana.
Porque el doctor Curletti, draconiana y autoritariamente, nos tiene ordenado:
—¡Cuidado con meterse conmigo, mis hijitos! ¡Cuidado con decirme algún adefesio en su periódico! ¡Cuidado con olvidarse de que soy una persona grande! ¡Cuando quieran citarme consúltenmelo primero! ¡Y enséñenme la prueba del artículo para revisarla, enmendarla y ponerle mi visto bueno!
Pero es que el público tiene una mirada muy superficial.
Ochenta años de vida son mucho para el señor Villanueva y para cualquiera. El señor Villanueva se ha apresurado aprobarlo renunciando, en sustancioso manifiesto, al honor de que sus codepartamentanos lo elijan una vez más senador por Cajamarca. Y no podemos poner en duda la autoridad ni la experiencia del señor Villanueva para fallar sobre este punto.
El suceso de ayer ha sido por esto un suceso interesante.
Un político nacional ha llegado a los ochenta años. Y para entrar dignamente en ellos ha creído indispensable jubilarse como senador de la república. Ha juzgado incompatibles sus ochenta años de edad con las funciones de legislador.
Tentaciones hemos sentido de glosar, comentar y aderezar sonoramente el acontecimiento en un desmesurado artículo. Pero nos ha sujetado un temor. El temor de que nuestro camarada de socialismo y bolcheviquismo doctor Curletti, rendido admirador y solícito médico del señor Villanueva, enterado del artículo y engañado sobre su intención, viniese corriendo a la imprenta para tirarnos de las orejas y amonestarnos así con su discreta voz de facultativo:
—Ustedes, mis hijitos, son muy “lisos”. Pero aquí estoy yo para corregirlos. Y para reducirlos a la obediencia y a la compostura.
Nosotros habríamos defendido nuestra conducta:
—¡Pero, doctor! ¡Nosotros no hemos escrito nada malo contra el señor Villanueva! ¡Ni siquiera hemos sido capaces de pensarlo!
Habría sido inútil.
El doctor Curletti nos habría roto las cuartillas en la cabeza, y nos habría vituperado con el ademán y nos habría hecho enmudecer con la palabra:
—¡Silencio, chicos! Los menores no pueden levantar la voz a los mayores. Menos aún pueden juzgarlos. Cuando ustedes quieran hablar sobre el señor Villanueva, búsquenme, interróguenme, escúchenme. ¡Y quédense callados después!
Amedrentados y cohibidos por la amenaza de la indignación del señor Curletti, no hemos podido, pues, holgarnos dedicándole un panegírico risueño pero inocente al señor Villanueva, a sus ochenta años, a su manifiesto. No hemos podido recordarle que el señor Villanueva era un jubilado de la función legislativa y un jubilado de la función judicial; pero que no era ni sería nunca, por propia declaración, un jubilado de la función gubernamental y mucho menos un jubilado de la función política. No hemos podido, en fin, ponerle ninguna apostilla al manifiesto que el señor Villanueva, como regalo de sus ochenta años, les ha mandado a sus codepartamentanos los cajamarquinos en grandes paquetes postales.
Nos hemos visto, como en no pocas ocasiones de nuestra vida periodística, con las manos amarradas.
Y ni aun hemos podido sacarnos el clavo jugándole alguna mataperrada al doctor Curletti en esta columna cotidiana.
Porque el doctor Curletti, draconiana y autoritariamente, nos tiene ordenado:
—¡Cuidado con meterse conmigo, mis hijitos! ¡Cuidado con decirme algún adefesio en su periódico! ¡Cuidado con olvidarse de que soy una persona grande! ¡Cuando quieran citarme consúltenmelo primero! ¡Y enséñenme la prueba del artículo para revisarla, enmendarla y ponerle mi visto bueno!
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 25 de octubre de 1918. ↩︎