4.14. La historia en la mano

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Olvidándose de que nadie es profeta en su tierra, el señor Corbacho pretende serlo en la suya. Lo cual quiere decir, además, que el señor Corbacho no se olvida solamente de la sentencia popular, sino que se olvida asimismo de que su tierra es esta tierra. Esta tierra del señor Pardo y de nosotros. Esta tierra del señor Pérez. Esta tierra de la chicha morada y de la calma chicha.
         Pero es que el señor Corbacho, diputado e historiador famoso, tiene, positivamente, ojos de profeta. Allí donde nosotros no vemos nada él ve muchísimo. La palma de la mano, que para nosotros no es sino la palma de la mano, para él es el porvenir. Y en el cielo, donde Aries apenas si puede descubrir un sol, el señor Corbacho puede leer el Destino.
         Y, naturalmente, nova a callarse lo que presiente y lo que adivina. Tiene que contarlo. Sobre todo, cuando concierne y atañe a la salud de la república.
         Solo que los augurios del señor Corbacho son terribles y desconcertantes. Nos anuncian la guerra, la peste y la derrota. Nos dejan de una pieza. Nos hielan el corazón. Y nos ponen a punto de meternos bajo la cama como lo manda la tradición criolla.
         El señor Corbacho no nos habla de las siete vacas gordas y de las siete espigas gordas que precederán a las siete vacas magras y a las siete espigas magras. Para él todas las vacas y todas las espigas son magras.
         —¿Qué nos espera? —se pregunta.
         Y enseguida se responde:
         —¡Otro 79! ¡Y tal vez otro 79 sin otro “Huáscar”, sin otro Morro, sin otra Breña y sin otro General Cáceres!
         Tiembla, por supuesto, el auditorio.
         Y, después de un rato de escalofrío y castañeteo, exclama:
         —¡Pero este profeta lo mira todo negro! ¡Pero este profeta es muy pesimista! ¡Pero este profeta no tiene confianza en Dios!
         Y luego vuelve a caer en el susto.
         Efectivamente las profecías del señor Corbacho son todas desoladoras y truculentas. No tienen la entonación del Apocalipsis como las profecías del señor Fariña. Pero tienen, de todas maneras, una entonación que eriza los pelos. No son profecías de apóstol bíblico. Son profecías de teosofista. No son profecías de hombre que ayuna en el desierto y predica en la montaña. Son profecías de hombre moderno que se consulta con la mesa de tres patas y que sondea los misterios astrales.
         Mas siempre bastan para sacarlo a uno de quicio y para hacerlo pensar en la muerte.
         —¡En la muerte heroica! —grita el señor Corbacho.
         Y es que cree que aquí todos somos héroes. O que si no lo somos todavía tenemos que serlo muy pronto. Y esto es lo malo. Aquí, por no tener ganas de nada, no tenemos ganas de ser héroes. Admiramos a los héroes. Les cantamos un himno con letra del señor Federico Barreto y música del señor Ugarte. Pero no nos animamos a imitarlos.
         De repente hay una voz marcial, como la del señor Corbacho o la del coronel Ballesteros, que nos sacude el alma. Y entonces somos capaces de subirnos sobre una mesa del Palais Concert para pedirles a las vienesas el himno nacional.
         Pero de allí no pasamos.
         Y acaso en lo mismo se quedan el coronel Ballesteros y el señor Corbacho.
         Del señor Corbacho, ilustre amigo nuestro, nos consta, por ejemplo, que a estas horas en que nosotros, pobres periodistas, tenemos el pensamiento puesto en la patria y los dedos en la máquina de escribir, duerme muelle y regaladamente bajo el romántico y legendario techo de la Perricholi, rica y donairosa mestiza de la colonia y honra y prez de la historia peruana…


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 15 de junio de 1918. ↩︎