3.13. Todos en su sitio – Don Juan, ingeniero
- José Carlos Mariátegui
Todos en su sitio1
Halados por una mercenaria pareja de plebeyos caballos y gobernados por un auriga zambo y billinghurista, en una victoria usada probablemente por el señor Balbuena en los sonados días de sus andanzas de candidato, hemos regresado a la Cámara de Diputados después de una larga ausencia.
Nos habían dicho en la imprenta:
—Todos están regresando a su sitio. Otra vez está el señor Químper en su escaño. Otra vez está el señor Secada en el suyo. Otra vez está toda la minoría en su ángulo militar. Las cosas y los hombres se ponen como antes.
Y luego:
—¿Por qué no regresan ustedes a la Cámara de Diputados? ¿Por qué no regresan ustedes a su escaño de la tribuna de la prensa?
Y estas preguntas han sido una orden para nuestro espíritu flaco, desconcertado y abúlico. Hemos parado una victoria. Y le hemos dicho al cochero.
—¡Llévanos a la Cámara de Diputados!
Servicial y acucioso, como buen zambo y como buen billinghurista, el cochero nos ha obedecido. Su victoria nos ha dejado en la puerta de la Cámara. Y luego hemos estado como antes en el hall, en la sala de los pasos perdidos, en los pasillos, en la cantina, en los salones y en la tribuna de la prensa.
Pero más tarde nos ha sacado de la Cámara una preocupación muy grande producida por las palabras que nos han dicho en la imprenta:
—Todos están regresando a su sitio.
Pertinazmente nos hemos preguntado:
—¿Y por qué no estaban en su sitio? ¿Por qué no habían regresado aún? ¿Por qué han comenzado a regresar ahora?
Y hemos atajado al señor Químper:
—¿Otra vez está usted en su sitio?
Sosegando su pestañeo y mirándonos con toda su afabilidad de turfista el señor Químper nos ha dicho:
—¡Otra vez!
Pero no ha sabido agregarnos más. Y lo mismo el señor Secada. Y lo mismo el señor Ruiz Bravo. Y lo mismo el señor Salazar y Oyarzábal. Y lo mismo todos los diputados de la minoría que parecía que habían dejado de ser diputados o que habían dejado de ser minoría.
Todos están de nuevo donde estaban.
Y en general las cosas y los hombres de la república vuelven a ponerse como antes. El señor Aspíllaga vuelve a ser candidato a la presidencia de la República. Y vuelve a ir todos los días al Palacio de gobierno. Y vuelven a abordarlo a la salida los reporteros. Y vuelven a tomarle el pelo en los periódicos.
¡Todos regresan a su sitio!
—¿Y el doctor Durand? —nos hemos preguntado—. ¿Dónde está el doctor Durand? ¿Se ha ido otra vez a la Argentina?
Y nos han respondido:
—El doctor Durand no se ha ido a la Argentina. Se ha ido a Huánuco.
Y hemos exclamado:
—¡Lo mismo que antes!
Dentro de su limousine ministerial ha pasado rozándonos el señor Maúrtua, nuestro ministro bolchevique, y lo hemos detenido a gritos.
Con el pie en el estribo del automóvil lo hemos interpelado nerviosamente:
—¿No es usted ministro ya?
Nuestro altísimo y eminente leader socialista nos ha mirado sorprendido y cariñoso:
—¡Todavía soy ministro!
Entonces le hemos hecho otra interrogación extraña:
—¿Y está usted en su sitio? ¿O su sitio es el parlamento?
Y el señor Maúrtua, muy risueño, echando a volar una mano hasta el techo del automóvil nos ha contestado:
—¡Qué se yo!
Y se ha despedido enseguida de nosotros:
—¡Adiós amigos! ¡Jóvenes aún y de virtud modelo!
Andando, andando, andando, hemos seguido deshilachando nuestra preocupación. ¡Todos regresan a su sitio!
Y aquí no más, en la esquina de Baquíjano, nos hemos encontrado con Luis Fernán Cisneros que caminaba con la prisa de siempre, con la cabeza ladeada, de puro perezosa y grande, y con el brazo derecho tendido y monorrítmico como un remo.
—¿Y usted, poeta? —le hemos preguntado—. ¿Usted también está otra vez en su sitio?
Para que él nos respondiera con un eco:
—¡También!
Y después, en nuestro jirón, hemos hallado al señor don Juan Manuel Torres Balcázar, parado en la puerta de su imprenta, y le hemos dicho consternados:
—¡Solo usted no está en su sitio! ¡Solo usted no está donde estaba! ¡Solo usted, gran ciudadano!
Pero el señor Torres Balcázar nos ha refutado:
—¡Yo estoy en mi sitio! ¡Mi sitio no era la Cámara! ¡Mi sitio es mi imprenta! ¡Yo no soy sino tipógrafo!
A fin de acabar de refutarnos se ha puesto en mangas de camisa.
Y enseguida ha querido refutarnos como el señor Torres Balcázar el señor Manzanilla, el historiado leader iqueño de la clásica sonrisa, que ha acertado a pasar por nuestra calle.
—¡Yo estoy en mi sitio, gentiles periodistas! ¡Yo no soy sino abogado! ¡Abogado y maestro! ¡Y legislador del trabajo! ¡Y amigo de ustedes!
Mas le hemos replicado:
—¿Y por qué sale usted en los periódicos todas las mañanas entre los diputados inasistentes? ¿Por qué publican su nombre en letra versalita?
Y ha tenido que escurrírsenos resbalándose sobre sus sonrisas.
Parados en la puerta de la imprenta hemos repetido finalmente:
—¡Todos regresan a su sitio!
Y hemos pensado que no era, sino que algunos habíamos cambiado de posición como cuando estamos dormidos. Maquinalmente. Por cansancio. Por aburrimiento. O por voluptuosidad. Y volvemos a nuestra anterior posición de la misma manera. Maquinalmente. Por cansancio. Por aburrimiento. O por voluptuosidad. Y porque vivimos en un país tan chico que apenas si tenemos para dar una vuelta.
Nos habían dicho en la imprenta:
—Todos están regresando a su sitio. Otra vez está el señor Químper en su escaño. Otra vez está el señor Secada en el suyo. Otra vez está toda la minoría en su ángulo militar. Las cosas y los hombres se ponen como antes.
Y luego:
—¿Por qué no regresan ustedes a la Cámara de Diputados? ¿Por qué no regresan ustedes a su escaño de la tribuna de la prensa?
Y estas preguntas han sido una orden para nuestro espíritu flaco, desconcertado y abúlico. Hemos parado una victoria. Y le hemos dicho al cochero.
—¡Llévanos a la Cámara de Diputados!
Servicial y acucioso, como buen zambo y como buen billinghurista, el cochero nos ha obedecido. Su victoria nos ha dejado en la puerta de la Cámara. Y luego hemos estado como antes en el hall, en la sala de los pasos perdidos, en los pasillos, en la cantina, en los salones y en la tribuna de la prensa.
Pero más tarde nos ha sacado de la Cámara una preocupación muy grande producida por las palabras que nos han dicho en la imprenta:
—Todos están regresando a su sitio.
Pertinazmente nos hemos preguntado:
—¿Y por qué no estaban en su sitio? ¿Por qué no habían regresado aún? ¿Por qué han comenzado a regresar ahora?
Y hemos atajado al señor Químper:
—¿Otra vez está usted en su sitio?
Sosegando su pestañeo y mirándonos con toda su afabilidad de turfista el señor Químper nos ha dicho:
—¡Otra vez!
Pero no ha sabido agregarnos más. Y lo mismo el señor Secada. Y lo mismo el señor Ruiz Bravo. Y lo mismo el señor Salazar y Oyarzábal. Y lo mismo todos los diputados de la minoría que parecía que habían dejado de ser diputados o que habían dejado de ser minoría.
Todos están de nuevo donde estaban.
Y en general las cosas y los hombres de la república vuelven a ponerse como antes. El señor Aspíllaga vuelve a ser candidato a la presidencia de la República. Y vuelve a ir todos los días al Palacio de gobierno. Y vuelven a abordarlo a la salida los reporteros. Y vuelven a tomarle el pelo en los periódicos.
¡Todos regresan a su sitio!
—¿Y el doctor Durand? —nos hemos preguntado—. ¿Dónde está el doctor Durand? ¿Se ha ido otra vez a la Argentina?
Y nos han respondido:
—El doctor Durand no se ha ido a la Argentina. Se ha ido a Huánuco.
Y hemos exclamado:
—¡Lo mismo que antes!
Dentro de su limousine ministerial ha pasado rozándonos el señor Maúrtua, nuestro ministro bolchevique, y lo hemos detenido a gritos.
Con el pie en el estribo del automóvil lo hemos interpelado nerviosamente:
—¿No es usted ministro ya?
Nuestro altísimo y eminente leader socialista nos ha mirado sorprendido y cariñoso:
—¡Todavía soy ministro!
Entonces le hemos hecho otra interrogación extraña:
—¿Y está usted en su sitio? ¿O su sitio es el parlamento?
Y el señor Maúrtua, muy risueño, echando a volar una mano hasta el techo del automóvil nos ha contestado:
—¡Qué se yo!
Y se ha despedido enseguida de nosotros:
—¡Adiós amigos! ¡Jóvenes aún y de virtud modelo!
Andando, andando, andando, hemos seguido deshilachando nuestra preocupación. ¡Todos regresan a su sitio!
Y aquí no más, en la esquina de Baquíjano, nos hemos encontrado con Luis Fernán Cisneros que caminaba con la prisa de siempre, con la cabeza ladeada, de puro perezosa y grande, y con el brazo derecho tendido y monorrítmico como un remo.
—¿Y usted, poeta? —le hemos preguntado—. ¿Usted también está otra vez en su sitio?
Para que él nos respondiera con un eco:
—¡También!
Y después, en nuestro jirón, hemos hallado al señor don Juan Manuel Torres Balcázar, parado en la puerta de su imprenta, y le hemos dicho consternados:
—¡Solo usted no está en su sitio! ¡Solo usted no está donde estaba! ¡Solo usted, gran ciudadano!
Pero el señor Torres Balcázar nos ha refutado:
—¡Yo estoy en mi sitio! ¡Mi sitio no era la Cámara! ¡Mi sitio es mi imprenta! ¡Yo no soy sino tipógrafo!
A fin de acabar de refutarnos se ha puesto en mangas de camisa.
Y enseguida ha querido refutarnos como el señor Torres Balcázar el señor Manzanilla, el historiado leader iqueño de la clásica sonrisa, que ha acertado a pasar por nuestra calle.
—¡Yo estoy en mi sitio, gentiles periodistas! ¡Yo no soy sino abogado! ¡Abogado y maestro! ¡Y legislador del trabajo! ¡Y amigo de ustedes!
Mas le hemos replicado:
—¿Y por qué sale usted en los periódicos todas las mañanas entre los diputados inasistentes? ¿Por qué publican su nombre en letra versalita?
Y ha tenido que escurrírsenos resbalándose sobre sus sonrisas.
Parados en la puerta de la imprenta hemos repetido finalmente:
—¡Todos regresan a su sitio!
Y hemos pensado que no era, sino que algunos habíamos cambiado de posición como cuando estamos dormidos. Maquinalmente. Por cansancio. Por aburrimiento. O por voluptuosidad. Y volvemos a nuestra anterior posición de la misma manera. Maquinalmente. Por cansancio. Por aburrimiento. O por voluptuosidad. Y porque vivimos en un país tan chico que apenas si tenemos para dar una vuelta.
Don Juan, ingeniero
Muy amado por la Cámara de Diputados es el señor don Juan Pardo y bien conocido tiene la Cámara cuanto en el señor Pardo merece fama y enaltecimiento. El donjuanismo político del señor Pardo es dignamente apreciado por todos los representantes. Y su otro donjuanismo también.
Pero parece que uno de los títulos del señor Pardo había caído en olvido en la Cámara de Diputados: su título de ingeniero. No se acordaba la Cámara de que el señor Pardo poseía entre otras excelencias la de ser ingeniero. Pensaba tal vez que le bastaba con ser don Juan.
Y quiso el destino que anteayer se exhumase ruidosamente en la Cámara, entre la sonrisa ruborosa del señor Pardo, el elogio travieso del señor Secada y la colaboración socarrona del señor Balta, esta calidad vieja y valiosa de nuestro señor don Juan.
El señor Balta le había pegado un arañazo —juguetonamente como gato doméstico— al ministro bolchevique por un proyecto de primas a los cultivadores de trigo:
—¡Esta función no le corresponde al ministerio de hacienda sino al ministerio de fomento! ¡Y hay en la Cámara un proyecto mío mucho mejor que el del señor Maúrtua! ¡Mucho mejor, aunque es mío!
Y el señor Secada, sin comentar la modestia del señor Balta, le había replicado:
—¡Me alegro de que la iniciativa sea del ministerio de hacienda y no del ministerio de fomento!¡El ministerio de fomento no sabe sino proponer misiones de ingenieros! ¡Y ya hemos perdido la fe en los ingenieros!
Se paró el señor Balta:
—¡Pido la palabra para defender a los ingenieros!
Y entonces gritó el señor Secada:
—¡No hablo de todos los ingenieros! ¡Hablo de unos cuantos! ¡Mal puedo hablar de los ingenieros en una asamblea de la cual tantos y tan distinguidos ingenieros forman parte! ¡Ingeniero es el señor Balta! ¡Ingeniero es el señor Fuchs! ¡Ingeniero es el señor Sousa! ¡Ingeniero es el señor Escardó!
Y enumeró a todos los ingenieros de la Cámara haciendo de ellos grande elogio.
Pero solo cuando iba a sentarse le soplaron que el señor Pardo era igualmente ingeniero.
Y tuvo que decirlo de añadidura:
—¡Y me acaban de recordar que nuestro presidente el señor Pardo también es ingeniero!
Sonrió la Cámara; rio la barra; abrieron la boca los periodistas; se puso colorado el señor Pardo; y ratificó el señor Balta las palabras del señor Secada con toda su autoridad profesional:
—¡Ingeniero excelentísimo!
Mas algunos diputados recalcitrantemente pardistas creyeron que todo era un chiste del señor Secada y movieron la cabeza:
—¿Ingeniero el señor Pardo? ¿El señor Pardo ingeniero?
Y tuvo que asegurarlo el señor Balta:
—¡Me consta!
Y luego un campanillazo del señor Pardo.
Pero parece que uno de los títulos del señor Pardo había caído en olvido en la Cámara de Diputados: su título de ingeniero. No se acordaba la Cámara de que el señor Pardo poseía entre otras excelencias la de ser ingeniero. Pensaba tal vez que le bastaba con ser don Juan.
Y quiso el destino que anteayer se exhumase ruidosamente en la Cámara, entre la sonrisa ruborosa del señor Pardo, el elogio travieso del señor Secada y la colaboración socarrona del señor Balta, esta calidad vieja y valiosa de nuestro señor don Juan.
El señor Balta le había pegado un arañazo —juguetonamente como gato doméstico— al ministro bolchevique por un proyecto de primas a los cultivadores de trigo:
—¡Esta función no le corresponde al ministerio de hacienda sino al ministerio de fomento! ¡Y hay en la Cámara un proyecto mío mucho mejor que el del señor Maúrtua! ¡Mucho mejor, aunque es mío!
Y el señor Secada, sin comentar la modestia del señor Balta, le había replicado:
—¡Me alegro de que la iniciativa sea del ministerio de hacienda y no del ministerio de fomento!¡El ministerio de fomento no sabe sino proponer misiones de ingenieros! ¡Y ya hemos perdido la fe en los ingenieros!
Se paró el señor Balta:
—¡Pido la palabra para defender a los ingenieros!
Y entonces gritó el señor Secada:
—¡No hablo de todos los ingenieros! ¡Hablo de unos cuantos! ¡Mal puedo hablar de los ingenieros en una asamblea de la cual tantos y tan distinguidos ingenieros forman parte! ¡Ingeniero es el señor Balta! ¡Ingeniero es el señor Fuchs! ¡Ingeniero es el señor Sousa! ¡Ingeniero es el señor Escardó!
Y enumeró a todos los ingenieros de la Cámara haciendo de ellos grande elogio.
Pero solo cuando iba a sentarse le soplaron que el señor Pardo era igualmente ingeniero.
Y tuvo que decirlo de añadidura:
—¡Y me acaban de recordar que nuestro presidente el señor Pardo también es ingeniero!
Sonrió la Cámara; rio la barra; abrieron la boca los periodistas; se puso colorado el señor Pardo; y ratificó el señor Balta las palabras del señor Secada con toda su autoridad profesional:
—¡Ingeniero excelentísimo!
Mas algunos diputados recalcitrantemente pardistas creyeron que todo era un chiste del señor Secada y movieron la cabeza:
—¿Ingeniero el señor Pardo? ¿El señor Pardo ingeniero?
Y tuvo que asegurarlo el señor Balta:
—¡Me consta!
Y luego un campanillazo del señor Pardo.
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 26 de mayo de 1918. ↩︎
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