3.10.. Coplas y caramelos

  • José Carlos Mariátegui

 

        1Paquita Escribano, bonita y gentil dama que endulza las tardes y perturba las noches de esta buena ciudad mestiza, tuvo anteayer la grande e insigne ventura de ser oída, mirada y alabada en el Teatro Municipal por el señor Pardo que nos gobierna. No quiso el señor Pardo, varón de suma galantería, que Paquita Escribano se marchara de la ciudad sin haber recibido merced tan señalada y bondadosa. Y no quiso, además, perder una ocasión de recordar los plácidos días de su viaje al norte que tan regalado arrullo tuvieron en las tonadillas de una Roxana que no era por cierto la de Cyrano pero que era siempre una Roxana.
        Desde los líricos días en que iba al Teatro Municipal atraído por la rubia leyenda del caballero Lohengrin y de la áurea Elsa no habíamos visto aparecer en su palco al señor Pardo. Y ya pensábamos, olvidándonos de que es un leal aficionado de la tonadilla, que la fama española de Paquita Escribano no había sabido interesarle ni preocuparlo.
        Pero he aquí que el señor Manuel Bernardino Pérez, nuestro viejo tenorio teórico del palco comunal, había tomado a su cargo la empresa de apartar al señor Pardo de la contemplación de los graves problemas del Estado para contarle cuán donairosa, sazonada y bien parecida era Paquita Escribano.
        Y diariamente entraba el señor Pérez, gordo, lerdo, ladino y amartelado, en el camarín de Paquita Escribano para decirle con una solicitud protectora y acuciosa que llenaba de gratitud el madrileño corazón de la cupletista:
        —Señorita Francisca, voy a traerle al señor Pardo.
        Paquita Escribano, con los traviesos ojos puestos en la corbata verde y en la camisa de “motitas” del señor Pérez, le daba las gracias muy afablemente.
        Entonces el señor Pérez le afirmaba:
        —Creo que le gustará usted mucho al señor Pardo.
        Y le añadía:
        —Me parece que cuando venga debe usted darle una flor. Paquita Escribano le contestaba:
        —¡Una flor, no! ¡Más bien un caramelo! Y se conformaba el señor Pérez.
        —Bueno, un caramelo.
        Por eso, anteayer, mirando al señor Pardo en su palco, el diputado por Cajamarquilla no cabía en sí de gozo. Entraba al palco municipal, paseaba por la sala una mirada gorda y contenta, aguaitaba a la Escribano, salía al foyer y atajaba a la gente para hacerle esta confidencia:
        —El presidente ha venido porque yo lo he convidado.
        Y luego regresaba al palco municipal para oír la copla de La Caramelera, que era la copla predestinada para que Paquita Escribano le diera al señor Pardo un caramelo. Un caramelo de limón, un caramelo de menta o un caramelo de vainilla. Pero un caramelo muy dulce siempre.
        Desasosegábase el señor Pérez viendo que Paquita Escribano, con su cesta de caramelos, vagaba irresoluta por la escena y tardaba en darle al señor Pardo un caramelo. Molestábase en demasía de que el primer caramelo de Paquita no fuera para el señor Pardo sino para Félix del Valle, un taimado periodista amigo nuestro. Tranquilizábase cuando Paquita, cumpliendo su promesa, le aventaba otro caramelo al señor Pardo. Y dolíase de que el señor Pardo no supiese ampararlo y lo dejase caer al suelo.
        Y el señor Pardo no reparaba en las andanzas, en las cuitas ni en las inquietudes del señor Pérez. No reparaba siquiera en que el público, irreverente y distraído, no reparaba en él. Únicamente reparaba el señor Pardo en los discretos encantos de la tonadillera y de sus tonadillas.
        Era acaso como Félix del Valle lo gritaba luego en el foyer:
        —¡Ya habrá comprendido el señor Pardo la diferencia que hay entre el canto de una paquita y el canto de una pacapaca! ¡Entre el canto de una paquita madrileña y bienaventurada y el canto de una pacapaca criolla y agorera!


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 21 de mayo de 1918. ↩︎