2.6. Bolcheviques, aquí

  • José Carlos Mariátegui

 

        1Nosotros que, motejados de bolcheviques, no nos hemos defendido con grima de este mote, sino que lo hemos abrazado con ardimiento y fervor, tenemos que holgarnos y refocilarnos de que el socialismo comience a aclimatarse entre nosotros como una planta extranjera que halla amor en este suelo donde tan bien saben medrar y prosperar próvidamente la rica caña de azúcar y el generoso algodón mitafifi.
        Antes de ayer no más, la gente criolla, la buena gente criolla que cree con el señor don Manuel Bernardino Pérez que el anisado cura el dolor de barriga, que no se debe tomar agua con el “cuerpo caliente” y que las medias crudas son más frescas que las negras, la buena gente criolla cuyos sabrosos hábitos, palabras y costumbres han sido religiosamente recogidos por el doctor Baltazar Caravedo y por el doctor Sebastián Lorente y Patrón, grandes folkloristas, la buena gente criolla que no cree en los hombres de talento sino en los “hombres de peso”, miraba al socialismo con más aprensión, hostilidad y enojo que a cuanto se hiciera y dijere contra las verdades de Nuestra Santa Madre Iglesia.
        Para esta buena gente criolla un socialista era, más o menos, un facineroso; los propósitos de los socialistas eran propósitos de latrocinio, de hurto y de asesinato; un socialista no podía ser en fin sino un descamisado torvo, sucio, malcontento, greñudo, borracho, holgazán, hereje, cerril, sórdido, criminal, “masón” y poseído por el espíritu inmundo del demonio. Probablemente, más de un padre de familia, cavilando sobre el carácter de su menor hijo, desmandado, trasnochador, perezoso, rebelde y pillastre, “metido” en castigo a un buque o a un batallón, pensaría que le había “salido” socialista.
        Tan saturada de estos ingenuos y sencillos convencimientos estaba la atmósfera nacional que las personas aseadas, inteligentes y cultas que simpatizaban con el socialismo y seguían sus progresos, se abstenían generalmente de confesarlo por temor de que sus honestas y sensatas ideas fuesen declaradas por lo menos “ideas extraviadas”. Quienes, aventurados y heroicos, se alzaban contra esta prudencia, eran catalogados sin tardanza como locos del más peligroso linaje. Andaban tratados así, por ácratas convictos y confesos, nuestros muy excelentes y preclaros amigos el señor don Luis Ulloa y el señor don Alberto Secada.
        Pero he aquí que los medrosos prejuicios criollos mencionados han comenzado a extinguirse de repente. Aunque son todavía muchos los que juzgan, por ejemplo, a los bolcheviques rusos como una menguada horda de malhechores de la peor laya y de la más innoble catadura, ya no sería dable que un caballero le mandase sus padrinos a otro por haberlo llamado bolchevique para denostarlo y confundirlo de la manera más dura y virulenta. Tenemos los escritores de esta casa la vanidosa creencia de haber contribuido a esta última evolución por la complacencia y contento con que recibimos el tratamiento de “bolcheviques” que tuvieron a bien darnos los distinguidos periodistas del decano.
        Ahora cualquier persona de bien, limpia y pulcra, puede proclamar tranquilamente su socialismo sin que nadie se alarme, sin que nadie se sorprenda y sin que nadie piense que tiene enferma la razón y de muy mala dolencia. Ahora se oye decir, sin asombro y sin repulsa, que los socialistas están gobernando el mundo. Ahora se sabe que se concilian muy bien las ideas socialistas con la camisa limpia y el traje elegante.
        Ahora el señor don Víctor Maúrtua, el pensador sumo y altísimo de la Cámara de Diputados, se para en medio de cualquier debate y grita fuerte y serenamente:
        —¡Yo soy socialista!
        Nadie se asusta. Antes bien, aplauden entusiastamente las gentes de las galerías y aplauden comprensivas las gentes de los escaños. Y los periódicos lo consignan sin sorpresas en sus crónicas parlamentarias. Y ni siquiera los gendarmes de la ciudad ven un hombre peligroso y taimado en el señor Maúrtua que, por supuesto, sigue conservando la corrección británica de sus trajes, de sus modales y de sus actitudes.
        Y, más tarde, el mismo señor Maúrtua afirma:
        —¡Todo hombre moderno es socialista!
        Y tampoco se desasosiega nadie. Y tampoco dejan de aplaudir las gentes de las galerías y de los escaños. Y tampoco se inquietan los gendarmes de la ciudad.
        Y empiezan a abundar quienes creen que puede haber en la política nacional algo que valga más que la constitución del sesenta, más que la “huaripampeada” del general Cáceres, más que la entrada de Cocharcas, más que la famosa revolución del 29 de mayo, más que el federalismo del doctor Durand; y más que todas las cosas que hasta ahora nos han nutrido, envanecido y orientado, enseñoreadas en nuestro corazón tropical y en nuestro entendimiento mestizo.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 7 de abril de 1918. ↩︎