2.16. Regreso triste

  • José Carlos Mariátegui

 

        1Chafado, desencantado y marchito ha reaparecido en la Cámara el señor don Germán Arenas. Más que un ciudadano que regresa al parlamento después de luengos años de ausencia, parece, por su gesto, por su talle, por su continente y por su paso, un guerrero derrotado y disperso, una viuda inconsolable y vieja, un galán cincuentón despedido por su dama, un sanchillo sin caballero y sin cabalgadura molido por el más bruto de los vizcaínos andantes, un gallo “despichado” por el muy famoso “Caballero Carmelo” del Conde de Lemos, un ángel caído del cielo, chamuscado y maltrecho, un candidato sin residencia derribado por la Corte Suprema, un incauto provinciano burlado por el “cuento del tío” o un avaro carbonero herido por la política de abaratamiento de nuestro altísimo ministro de hacienda señor Maúrtua.
        Hay un remordimiento que conturba y aflige al señor Arenas. Piensa el señor Arenas que ha podido entrar victoriosamente a la Cámara de Diputados en los sonoros días de julio. Entonces habría puesto con orgullo sus credenciales unipersonales de diputado por Huaraz en las manos gentiles del señor Manzanilla. Lo habrían recibido solícitos y amistosos los aplausos de los diputados. Lo habrían mirado como a un leader de la mayoría pardista, que, por ausencia suya, ha tenido que colocar toda su personería en el señor Manuel Bernardino Pérez. Y no habría sido jamás mal mirado por los empleados públicos, que ahora no le perdonarán su buen deseo de que se les devolviese sus descuentos en dosis homeopáticas y en el piadoso plazo de diez años.
        Y, por esto, el señor Arenas se duele de haberse dejado tentar por el señor Pardo, le pesa haber sido ministro, se queja de su malaventura, clama contra el destino avieso que así le ha robado el bienestar y la dicha y le aconseja al señor Pérez:
        —¡Nunca sea usted ministro! ¡Hay hombres que no hemos nacido para ministros sino para diputados!
        Tan dolorido ha sido el regreso del señor Arenas a la Cámara de Diputados que hasta no hubo quórum para que el señor Arenas se reincorporase el día en que quiso hacerlo. El señor don Juan Pardo pasaba baldíamente una lista tras otra. El señor Carrillo murmuraba entre bostezo y bostezo que era sábado y que según los ingleses el sábado no era día de trabajo. El señor Ríos revoloteaba por el estrado de la presidencia como un gorrión inquieto y nostálgico. Y, en un rincón inexpugnable de la Cámara, el señor Secada controlaba las listas y gritaba con una áspera entonación acusadora:
        —¡No hay quórum!
        Y el señor Pérez se levantaba para irse a la zarzuela.
        Desasosegado y triste, el señor Arenas le pedía en vano que no se fuese, que no acabase de frustrar el quórum, que no se acordase por una hora a lo menos de las chicas de la zarzuela y que no lo dejase más solo y desamparado.
        Mas enseguida se paraba el señor don Juan Pardo y rápidamente la sala se quedaba desierta.
        Halado por sus compañeros, salía el señor Arenas de la Cámara triste y desalentado y a las gentes les parecía hasta más chico que antes, más chico que de costumbre, más chico que en los recientes días, felices para él, en que desde el recatado palco de la policía limeña aguaitaba a las tiples y sonreía a las paquitas y a las roxanas.
        Había, sin embargo, un fugaz momento en que el señor Arenas se erguía y se iluminaba.
        Era que sonaba un grito:
        —¡Viva el ministro de hacienda!
        Pero muy pronto se extinguía todo el contento del señor Arenas, porque volvía en sí, se acordaba de que ya no era ministro de hacienda y reparaba en que eran para otro las aclamaciones que no habían podido ser para él. Aunque él había sido tan fiel pardista como fiel cristiano. Aunque él había sido no solo ministro de hacienda sino también ministro de gobierno. Y aunque él había sido tan humilde para recibir de Dios todo bien y todo mal. De Dios y del señor Pardo…


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 30 de abril de 1918. ↩︎