6.17. El señor del centenario

  • José Carlos Mariátegui

 

        1En nuestra mansa y desabrida ciudad de mestizos, bajo la dulce bendición de Santa Rosa, no solo nos aburríamos nosotros los comentadores, fervorosos unas veces y desganados otras, de los pobres acontecimientos domésticos. Se aburría también el señor don Federico Elguera, varón de sazonado entendimiento, escritor de criollo donaire, ciudadano de aptitud orgánica para la alcaldía, traductor de Papá Lebonnard, pontífice de la estética metropolitana y divulgador de la filosofía palurda, del refrán sanchopancesco y del gracejo aldeano de un mercader de quesos, papagayos y aceitunas. Se aburría tanto el señor don Federico Elguera que había resuelto marcharse y dejarnos a nosotros sin Barón de Keef y al mercader Soria sin el uncioso glosador de su pensamiento de empírico redomado.
        Todavía la ciudad no ha comprendido la gravedad de este suceso. Probablemente no se ha dado cuenta aún de que el señor don Federico Elguera va a sustituir sus risueñas ocupaciones de organizador de las fiestas del Centenario por las graves ocupaciones de ministro del Perú en Colombia. O tal vez piensa la ciudad que el señor Elguera puede seguir dirigiendo nuestros aprestos para el Centenario lo mismo desde Bogotá que desde Lima.
        El señor Elguera se había ido convirtiendo en el símbolo del Centenario. Todas las gentes se habían desembarazado en él de las inquietudes y de las molestias de preparar a la república para la gran fiesta. Y habían empezado a consustanciar al Centenario con el señor Elguera tan íntimamente que solían decir de él cuando pasaba por las calles:
        –Allí va el Señor del Centenario.
        Y a partir del día en que fue nombrado presidente de la Comisión del Centenario, el señor Elguera empezó a envejecerse. No era ya el señor Elguera lozano y vigoroso de sus días de burgomaestre, de periodista o de Barón de Keef. Era un señor Elguera cansino, desvaído y apagado que se encorvaba y encanecía. Era un señor Elguera agobiado por la carga solemne de los cien años de la historia del Perú independiente. Era un señor Elguera transfigurado en patriarca de esta ciudad perezosa y amortecida. Era un señor Elguera obligado a enamorarse de los aforismos del primer ventero ladino.
        Pero era asimismo un señor Elguera connaturalizado e identificado con la existencia limeña, un señor Elguera que no podía abandonarnos, un señor Elguera que estaba condenado a vivir bajo nuestro cielo desteñido, a respirar nuestra atmósfera anestesiante, a beber nuestra agua bacilosa, a comer nuestro pan unas veces integral y otras veces “pinganillo” y a ser un señor Elguera eternamente nuestro y típicamente nuestro.
        Nosotros sentíamos que el señor Elguera se avenía con estos destinos, pero sin contento, sin placer y sin entusiasmo. Apenas si había en él resignación y obediencia. Le veíamos fastidiado, tedioso y versátil.
        Solo en el arreglo del Palacio Legislativo hallaba acaso una distracción entretenida. Iba al Palacio Legislativo todas las tardes. Una tarde para que hiciesen un muro y otra tarde para que lo deshiciesen. Una tarde para que pusiesen un cristal y otra tarde para que lo quitasen. Una tarde para que abriesen una ventana y otra tarde para que la cerrasen. El señor Elguera estaba perennemente descontento de su obra.
        Entraba al salón de las sesiones y anunciaba una iniciativa:
        –¡Aquí hace falta una tribuna!
        Y más tarde, delante de la tribuna ordenada, exclamaba arrepentido:
        –¡Para qué sirve una tribuna!
        El día en que el Palacio Legislativo inició su funcionamiento, el señor Elguera y sus albañiles se sintieron desalojados por los representantes. El señor Elguera perdió el teatro de sus pasatiempos, el hogar de sus humorismos, la cancha de sus juegos, el palenque de sus travesuras y el recinto de sus holganzas. Y probablemente entonces se acentuó en su ánima socarrona y fatigada el aburrimiento.
        Y ahora el señor Elguera está en el trance burgués de sus preparativos de viaje, sin que la ciudad se estremezca ni se alarme y hasta sin que nos preguntemos quién va a ser para nosotros en adelante el Señor del Centenario, el Barón de Keef y el sabio periodista que alimente y nutra el pensamiento nacional con el pensamiento de un vendedor de papagayos…


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 27 de octubre de 1917. ↩︎