6.16. Noventa días

  • José Carlos Mariátegui

 

        1Descansa ya en paz la legislatura inaugurada bajo el auspicio de los escarpines del señor don José Carlos Bernales; descansa ya en paz la legislatura otorgada por el donjuanismo gentil del señor don Juan Pardo; descansa ya en paz la legislatura en que el Parlamento peruano ha recuperado a su personaje representativo, el señor don Manuel Bernardino Pérez; descansa ya en paz la legislatura que ha merecido el favor histórico de la incorporación del señor don Julio C. Luna; descansa ya en paz la legislatura de las lasitudes, de las vacilaciones y de las incertidumbres; descansa ya en paz la legislatura del solemne voto internacional; descansa ya en paz la legislatura que ha nombrado sumo sacerdote de la Iglesia peruana a monseñor Emilio Lissón, pastor de grandes virtudes y nobles andanzas, que tiene para gobernarnos el cristiano título de haber catequizado a muchos salvajes…
        Noventa días parlamentarios han trascurrido sin otro momento grave y trascendental que el de nuestra ruptura con Alemania. Después todo ha sido fatiga, pereza y languidez en la Cámara de las nerviosidades y de las conflagraciones. Nasalidad del señor Carrillo, rimbombos del señor Barreda y Laos, eutrapelia del señor Químper, esplín del señor Secada, deserción del señor Balbuena, ausencia del señor Torres Balcázar, amaneramiento del señor Salazar y Oyarzábal, bohemia del señor Borda, silencio del señor Solf y Muro, pastosidad de señor Barrós, refranería del señor Pérez, afeminamiento de la farola y gravitación del puño de un San Martín de yeso sobre la cabeza de nuestro señor don Juan Pardo, pontífice, caudillo y maestro de este desvaído concierto.
        Apenas si dos o tres veces se ha parado el señor Maúrtua para pronunciar una frase interesante, sustanciosa y cristalina, aunque algo displicente. Apenas sidosotresveceshareasumidolaentonaciónsonoradesusbriosostiemposel señor Ulloa. Apenas si en las horas finales de la legislatura el señor Manzanilla ha renovado su esfuerzo de legislador del trabajo para sentirse el mismo de otros tiempos a pesar de su cansancio, de su influenza, de su palidez, de sus años, de su hongo cabritilla y de su corbata granate.
        Y apenas si en un fugaz momento tumultuoso de una sesión secreta se ha alzado, persuadido de su calidad hijodalga, el señor don Emilio Sayán y Palacios, el paradójico príncipe de nuestra democracia de mestizos, para gritarnos que tenemos en los Sayán una casta esclarecida y famosa.
        Este grito orgulloso del señor don Emilio Sayán y Palacios suena todavía dentro de nuestro espíritu confundido y humilde:
        –¡Nosotros somos los Sayán! ¡A los Sayán nada los arredra! ¡A los Sayán nada los intimida!
        Y, pensando en que el señor don Emilio Sayán y Palacios se siente todo lo enjuto y todo lo genuflexo que se necesita para ser gentilhombre, repetimos su exclamación religiosamente:
        –¡Los Sayán!
        Pero más tarde nos olvidamos del señor Sayán y Palacios, de su principado ideal y de su diputación por Huacho, de la congestión legislativa de las sesiones terminales, del luengo y desarticulado debate ferrocarrilero, de la provincia de Concepción que ha sido y del departamento de Chota que no ha podido ser.
        Y llegamos a esta madrugada de un día veintisiete de octubre, bostezando y diciéndonos que han terminado noventa días para que empiecen cuarenta y cinco. Que no debían empezar.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 26 de octubre de 1917. ↩︎