6.14. Las sesiones finales
- José Carlos Mariátegui
1Aquellos sabios versos de Jorge Manrique que dicen cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando; aquellos sabios versos que han vertido en nosotros su honda melancolía; aquellos sabios versos que nos recuerdan las palabras del rey poeta en el Eclesiastés en cuyo nombre hicimos alianza con monseñor Belisario Phillips; aquellos sabios versos que jamás han turbado la felicidad inglesa del señor don Óscar Víctor Salomón; aquellos sabios versos de la rica armonía y del profundo sentir no se han apartado de nuestros labios ni de nuestro corazón durante el discurso de esta legislatura que empezó en medio de la ansiedad y de la esperanza y se acaba en medio del olvido y del desengaño.
Aguardaba la república una legislatura emocionante y trascendental, una legislatura que sacase de quicio hasta al ánima beatísima y prudentísima del señor Uceda, una legislatura que quebrase el ritmo primaveral de los estudios universitarios del señor Borda, una legislatura que diese fama y nombradía al señor don Juan Pardo y al señor don José Carlos Bernales, una legislatura que dejase desmayado y exhausto el sensorio nacional.
Tuvimos nosotros, por mandato de las mayorías populares, quehacer nuestra tal expectativa. Creímos también que la lasitud criolla iba a ser vencida por las explosiones de una conflagración política. Y esperamos al veintiocho de julio con la misma nerviosidad que todos los peruanos.
Pero, más tarde, cuando sentimos que prevalecía la pereza, que triunfaba la tolerancia, que se extendía el desgano, que se enseñoreaba la abulia, comprendimos que la legislatura no saldría de su sosiego y de su mansedumbre hasta el día de su punto final. Pensamos que era una legislatura persuadida de la inutilidad del esfuerzo, sojuzgada por el pesimismo y gobernada por la certidumbre de sus noventa días efímeros.
Aseveraban las gentes para engañarse a sí mismas:
–¡Ya van a encenderse las sesiones!
Y nosotros movíamos la cabeza:
–¡Esta legislatura se acaba!
Nos refutaban:
–¡Si todavía faltan sesenta días!
Y nosotros permanecíamos encastillados en la incredulidad.
Vagando por un pasillo o por el Salón de los Pasos Perdidos buscábamos a veces una palabra que relajase y debilitase nuestros convencimientos escépticos.
Pasaba el señor Manzanilla marchito, pálido, desvaído, con traje negro, con hongo cabritilla, con corbata granate…
Y nos decía:
–¡Estoy un poco enfermo! ¡Me hace daño el “sereno”! ¡Me hace daño el trabajo!
Nosotros le extorsionábamos el alma:
–¡Es que se va la juventud! ¡Es que se va la sonrisa!
Protestaba el señor Manzanilla:
–No. La juventud no me deja. ¡La sonrisa tampoco!
Y se sonreía exclamando:
–¡La clásica sonrisa!
Mas nosotros sentíamos que la sonrisa del señor Manzanilla no era ya la misma de antes, ni la juventud del señor Manzanilla era la juventud que fue.
Y pasaba el señor Ulloa:
–¿Están ustedes buenos? ¡Felices ustedes! ¡Ustedes apenas tienen veintiún años! ¡Si tuvieran ustedes cincuenta!
Y se alejaba el gran periodista con todo el aire de un hombre en quien se envejecen el gesto batallador y la entonación optimista.
Y pasaba el señor Maúrtua, muy correcto dentro de su traje plomo, muy comedido en su saludo y muy inteligente en su frase.
Sin entusiasmo le preguntábamos solo para hacerle un homenaje discreto:
–¿Va usted a hablar esta tarde?
Y el señor Maúrtua nos respondía:
–¡Para qué!
Más conciso, más breve, más nítido y más expresivo que nadie, el señor Maúrtua ahondaba y consolidaba con su palabra, con su gesto y con su displicencia nuestra sensación de la legislatura.
Y todo era así en el inconcluso y tornátil Palacio Legislativo.
Ahora advertimos en las sesiones de la Cámara de Diputados la fisonomía de las sesiones finales. Prisa en los secretarios. Flojera en los representantes. Trascendencia en el señor Ricardo R. Ríos.
De rato en rato es inteligible la voz del señor Parodi o la voz del señor Carrillo. Nos enteramos entonces de que cada proyecto representa un anhelo y una demanda. Un diputado pide una pila. Otro diputado pide una campana. Un sobreviviente pide premio. Un indefinido pide pago. Una viuda pide goce.
Nos alzamos nosotros para interrogar imprudentemente a un diputado:
–¿Y el debate de Lima? ¡El debate tremendo, el debate amenazador, el debate sumo!
Y el diputado nos responde:
–¡Esta legislatura se acaba!
¡A ver la otra!
Aguardaba la república una legislatura emocionante y trascendental, una legislatura que sacase de quicio hasta al ánima beatísima y prudentísima del señor Uceda, una legislatura que quebrase el ritmo primaveral de los estudios universitarios del señor Borda, una legislatura que diese fama y nombradía al señor don Juan Pardo y al señor don José Carlos Bernales, una legislatura que dejase desmayado y exhausto el sensorio nacional.
Tuvimos nosotros, por mandato de las mayorías populares, quehacer nuestra tal expectativa. Creímos también que la lasitud criolla iba a ser vencida por las explosiones de una conflagración política. Y esperamos al veintiocho de julio con la misma nerviosidad que todos los peruanos.
Pero, más tarde, cuando sentimos que prevalecía la pereza, que triunfaba la tolerancia, que se extendía el desgano, que se enseñoreaba la abulia, comprendimos que la legislatura no saldría de su sosiego y de su mansedumbre hasta el día de su punto final. Pensamos que era una legislatura persuadida de la inutilidad del esfuerzo, sojuzgada por el pesimismo y gobernada por la certidumbre de sus noventa días efímeros.
Aseveraban las gentes para engañarse a sí mismas:
–¡Ya van a encenderse las sesiones!
Y nosotros movíamos la cabeza:
–¡Esta legislatura se acaba!
Nos refutaban:
–¡Si todavía faltan sesenta días!
Y nosotros permanecíamos encastillados en la incredulidad.
Vagando por un pasillo o por el Salón de los Pasos Perdidos buscábamos a veces una palabra que relajase y debilitase nuestros convencimientos escépticos.
Pasaba el señor Manzanilla marchito, pálido, desvaído, con traje negro, con hongo cabritilla, con corbata granate…
Y nos decía:
–¡Estoy un poco enfermo! ¡Me hace daño el “sereno”! ¡Me hace daño el trabajo!
Nosotros le extorsionábamos el alma:
–¡Es que se va la juventud! ¡Es que se va la sonrisa!
Protestaba el señor Manzanilla:
–No. La juventud no me deja. ¡La sonrisa tampoco!
Y se sonreía exclamando:
–¡La clásica sonrisa!
Mas nosotros sentíamos que la sonrisa del señor Manzanilla no era ya la misma de antes, ni la juventud del señor Manzanilla era la juventud que fue.
Y pasaba el señor Ulloa:
–¿Están ustedes buenos? ¡Felices ustedes! ¡Ustedes apenas tienen veintiún años! ¡Si tuvieran ustedes cincuenta!
Y se alejaba el gran periodista con todo el aire de un hombre en quien se envejecen el gesto batallador y la entonación optimista.
Y pasaba el señor Maúrtua, muy correcto dentro de su traje plomo, muy comedido en su saludo y muy inteligente en su frase.
Sin entusiasmo le preguntábamos solo para hacerle un homenaje discreto:
–¿Va usted a hablar esta tarde?
Y el señor Maúrtua nos respondía:
–¡Para qué!
Más conciso, más breve, más nítido y más expresivo que nadie, el señor Maúrtua ahondaba y consolidaba con su palabra, con su gesto y con su displicencia nuestra sensación de la legislatura.
Y todo era así en el inconcluso y tornátil Palacio Legislativo.
Ahora advertimos en las sesiones de la Cámara de Diputados la fisonomía de las sesiones finales. Prisa en los secretarios. Flojera en los representantes. Trascendencia en el señor Ricardo R. Ríos.
De rato en rato es inteligible la voz del señor Parodi o la voz del señor Carrillo. Nos enteramos entonces de que cada proyecto representa un anhelo y una demanda. Un diputado pide una pila. Otro diputado pide una campana. Un sobreviviente pide premio. Un indefinido pide pago. Una viuda pide goce.
Nos alzamos nosotros para interrogar imprudentemente a un diputado:
–¿Y el debate de Lima? ¡El debate tremendo, el debate amenazador, el debate sumo!
Y el diputado nos responde:
–¡Esta legislatura se acaba!
¡A ver la otra!
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 21 de octubre de 1917. ↩︎