3.12. Un año
- José Carlos Mariátegui
1En una madrugada como esta, madrugada de Catorce de Julio, madrugada de la Bastilla, madrugad aneblinosa y fría de invierno, le hablamos por primera vez a las gentes desde este papel impreso que andando los tiempos se ha hecho bandera, broquel y tizona.
Nosotros éramos entonces lo mismo que hoy, unos buenos chicos, sacerdotes intermitentes de la mala noche, escuderos de tal cual caballero andante cuya quimera nunca averiguamos, comentadores ora frívolos, ora graves, de las vulgaridades cotidianas, lectores burlones de los demás y de nosotros mismos y ahijados engreídos de la risueña malicia nacional.
Nos habíamos pasado los años delante de una máquina Underwood que era nuestra amiga, nuestra amada, nuestra confidente, nuestra madrina y nuestra intérprete. Escribiendo en ella nos habíamos reído muchas veces de los hombres y de las cosas y nos habíamos imaginado que su teclado se reía con nosotros. Vivíamos felices porque nos imaginábamos que había en nosotros algo de la máquina de escribir yanqui y disciplinada y en la máquina de escribir algo de nosotros, criollos y desordenados.
Y repentinamente nos encontrábamos delante de una máquina nueva.
Pero era siempre una máquina Underwood y nos pareció la misma de antes.
Nos dijeron gravemente en la madrugada de ese catorce de julio pasado:
—¡Vamos a hablarle al país! Pongámosnos muy serios.
Y nosotros escribimos a nuestra manera, un rato con el alma llena de risa y otro rato con el alma llena de sueños.
Miramos al Palacio de Gobierno y encontramos en él al señor Pardo. Nos dimos cuenta de que el señor Pardo era presidente de la República. Y comprendimos entonces por qué estábamos hablándole al país y por qué teníamos que ponernos muy serios.
Y en esta madrugada que es para nosotros una madrugada de aniversario, de conmemoración y de efemérides, volvemos a ver en el Palacio de Gobierno al señor Pardo, más señor Pardo que hace un año, pero todavía presidente de la República.
También volvemos a ver al señor Riva Agüero. Recordamos lo que le hemos gritado en un año entero y nace en nuestro ánimo una sorpresa muy honda al sentirle todavía colaborador del señor Pardo.
Preguntamos a gritos en un ímpetu que nos hace dejar la máquina de escribir:
—¿Toda la vida nos van a gobernar este mismo señor Pardo y este mismo señor Riva Agüero?
Vibra en nuestra interrogación exasperada un anhelo impreciso que transige con la sustitución de este señor Pardo por otro señor Pardo y de este señor Riva Agüero por otro señor Riva Agüero.
Nos responden:
—El señor Riva Agüero se va muy pronto.
Y ha sido tan grande la energía de aquella interrogación que nos sentimos sin fuerzas para preguntar si no se va también el señor Pardo.
Pensamos luego en nosotros.
Nos sentimos un poco desesperanzados, tundidos y fatigados por las realidades de esta democracia mestiza.
Hace un año éramos más optimistas, más alegres, más bulliciosos y más ilusos.
Teníamos a veces en el corazón la esperanza de que llegásemos a habituarnos al señor Pardo. Confiábamos en habituarnos con muchos otros hombres y muchas otras cosas más, persuadidos de que la atrición entraría en sus almas temprana o tardíamente y las purificaría de sus barraganías y concomitancias con el diablo.
Y hoy vemos desconsolados cuán seca, dura y aristosa es la contumacia de las cosas y de los hombres y palpamos su aspereza y su erizamiento espirituales.
Reflexionamos en que hace un año no era el horizonte tan sombrío ni el panorama tan yermo ni las inquietudes tan acendradas.
Hace un año no mataban aún a los ciudadanos ilustres en las serranías oscuras; hace un año ocupaba un asiento de la Cámara de Diputados, que ayer hemos visto acusadora y trágicamente vacío, el señor Grau; hace un año, a pesar de todos los convencionalismos, el gobierno gastaba lo que la ley le decía; hace un año no nos había traído el Sr. Pardo a esta gran feria abigarrada de las conciencias en la cual él es un postor todopoderoso que suena la alcancía de su superávit; hace un año el señor Chiriboga era un manso y cazurro pastor de su grey cristiana; hace un año el señor Guevara era ya un hirsuto ostensible pero no era todavía un hirsuto moral; hace un año no se había anegado el Cuzco en la sangre de ciudadanos, ni se había anegado Huacho en la sangre de sus mujeres; hace un año las realidades peruanas eran menos penumbrosas y menos hoscas en la epidermis y en el ánima, en la esencia y en la figura, en la decoración y en la entraña.
No debíamos ser hoy nosotros los mismos de ayer.
Ha habido razón sobrada para que nuestro corazón se sature de hipocondría, de pesimismo y de hurañez.
Y han podido fracasar, extinguirse y esfumarse nuestros ideales, aspiraciones y quimeras.
Pero hay aún dentro de nosotros una fe pura como la de un anacoreta y fanfarrona como la de un gascón.
Una fe que es nuestro tónico, nuestra brasa, nuestra estufa y nuestro yelmo.
Nosotros éramos entonces lo mismo que hoy, unos buenos chicos, sacerdotes intermitentes de la mala noche, escuderos de tal cual caballero andante cuya quimera nunca averiguamos, comentadores ora frívolos, ora graves, de las vulgaridades cotidianas, lectores burlones de los demás y de nosotros mismos y ahijados engreídos de la risueña malicia nacional.
Nos habíamos pasado los años delante de una máquina Underwood que era nuestra amiga, nuestra amada, nuestra confidente, nuestra madrina y nuestra intérprete. Escribiendo en ella nos habíamos reído muchas veces de los hombres y de las cosas y nos habíamos imaginado que su teclado se reía con nosotros. Vivíamos felices porque nos imaginábamos que había en nosotros algo de la máquina de escribir yanqui y disciplinada y en la máquina de escribir algo de nosotros, criollos y desordenados.
Y repentinamente nos encontrábamos delante de una máquina nueva.
Pero era siempre una máquina Underwood y nos pareció la misma de antes.
Nos dijeron gravemente en la madrugada de ese catorce de julio pasado:
—¡Vamos a hablarle al país! Pongámosnos muy serios.
Y nosotros escribimos a nuestra manera, un rato con el alma llena de risa y otro rato con el alma llena de sueños.
Miramos al Palacio de Gobierno y encontramos en él al señor Pardo. Nos dimos cuenta de que el señor Pardo era presidente de la República. Y comprendimos entonces por qué estábamos hablándole al país y por qué teníamos que ponernos muy serios.
Y en esta madrugada que es para nosotros una madrugada de aniversario, de conmemoración y de efemérides, volvemos a ver en el Palacio de Gobierno al señor Pardo, más señor Pardo que hace un año, pero todavía presidente de la República.
También volvemos a ver al señor Riva Agüero. Recordamos lo que le hemos gritado en un año entero y nace en nuestro ánimo una sorpresa muy honda al sentirle todavía colaborador del señor Pardo.
Preguntamos a gritos en un ímpetu que nos hace dejar la máquina de escribir:
—¿Toda la vida nos van a gobernar este mismo señor Pardo y este mismo señor Riva Agüero?
Vibra en nuestra interrogación exasperada un anhelo impreciso que transige con la sustitución de este señor Pardo por otro señor Pardo y de este señor Riva Agüero por otro señor Riva Agüero.
Nos responden:
—El señor Riva Agüero se va muy pronto.
Y ha sido tan grande la energía de aquella interrogación que nos sentimos sin fuerzas para preguntar si no se va también el señor Pardo.
Pensamos luego en nosotros.
Nos sentimos un poco desesperanzados, tundidos y fatigados por las realidades de esta democracia mestiza.
Hace un año éramos más optimistas, más alegres, más bulliciosos y más ilusos.
Teníamos a veces en el corazón la esperanza de que llegásemos a habituarnos al señor Pardo. Confiábamos en habituarnos con muchos otros hombres y muchas otras cosas más, persuadidos de que la atrición entraría en sus almas temprana o tardíamente y las purificaría de sus barraganías y concomitancias con el diablo.
Y hoy vemos desconsolados cuán seca, dura y aristosa es la contumacia de las cosas y de los hombres y palpamos su aspereza y su erizamiento espirituales.
Reflexionamos en que hace un año no era el horizonte tan sombrío ni el panorama tan yermo ni las inquietudes tan acendradas.
Hace un año no mataban aún a los ciudadanos ilustres en las serranías oscuras; hace un año ocupaba un asiento de la Cámara de Diputados, que ayer hemos visto acusadora y trágicamente vacío, el señor Grau; hace un año, a pesar de todos los convencionalismos, el gobierno gastaba lo que la ley le decía; hace un año no nos había traído el Sr. Pardo a esta gran feria abigarrada de las conciencias en la cual él es un postor todopoderoso que suena la alcancía de su superávit; hace un año el señor Chiriboga era un manso y cazurro pastor de su grey cristiana; hace un año el señor Guevara era ya un hirsuto ostensible pero no era todavía un hirsuto moral; hace un año no se había anegado el Cuzco en la sangre de ciudadanos, ni se había anegado Huacho en la sangre de sus mujeres; hace un año las realidades peruanas eran menos penumbrosas y menos hoscas en la epidermis y en el ánima, en la esencia y en la figura, en la decoración y en la entraña.
No debíamos ser hoy nosotros los mismos de ayer.
Ha habido razón sobrada para que nuestro corazón se sature de hipocondría, de pesimismo y de hurañez.
Y han podido fracasar, extinguirse y esfumarse nuestros ideales, aspiraciones y quimeras.
Pero hay aún dentro de nosotros una fe pura como la de un anacoreta y fanfarrona como la de un gascón.
Una fe que es nuestro tónico, nuestra brasa, nuestra estufa y nuestro yelmo.
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 14 de julio de 1917. ↩︎