1.2. Fin de semana

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Hoy, viernes.
         Esta inquieta semana de emociones electorales llega a su término. La estamos viviendo a ciento cincuenta kilómetros por hora. Transcurre rápidamente, febrilmente, vertiginosamente.
         Nos parece que ayer no más hubiera sido domingo. Sentimos en nuestras almas la cristiana bendición de la misa. Sentimos en nuestros cuerpos la regalada sensación del descanso. Y es que ayer ha sido día de fiesta. Pero no ha sido domingo sino jueves y la inquieta semana de las emociones ha comenzado a acabarse en este jueves.
         Las palpitaciones peruanas del mes de mayo están sonando en las calles, en los corazones y en las casas. Laten los pulsos cual si todos tuvieran fiebre. Vive la ciudad llena de ansiedades y grimas.
         Mañana será sábado. Las manos ásperas de los obreros recibirán sus salarios. Un instante de agitación y turbulencia comenzará para las gentes. Se encenderá el fervor de los entusiasmos y de los partidarismos.
         Y desde esta noche el señor Torres Balcázar, el señor Pardo, el señor Balbuena y el señor Miró Quesada tendrán un sueño breve y sobresaltado. Acaso alguno de ellos sufrirá pesadillas. Verá sobre una pizarra misteriosa cifras decepcionantes. Y se despertará no en la cama sino en el suelo.
         Hora por hora, minuto por minuto, segundo por segundo, la agitación democrática de la ciudad se acentúa y se extrema. No es posible avanzar un paso sin tropezar con un viva. No es posible pasar por una esquina sin hallar cien anuncios electorales.
         El réclame de los candidatos es tan intenso, activo y universal como el réclame de la Emulsión de Scott y del Jabón de Reuter. Viven apostadas en las bocacalles todas las candidaturas. Las candidaturas independientes del señor Torres Balcázar y del señor Prado y las candidaturas gobiernistas del señor Miró Quesada y del señor Balbuena. Y enseguida las treinta candidaturas a las diputaciones suplentes que han salido de un suburbio, de un bar o de una confitería. Un acta. El señor Escribens. Un retrato. El señor Devéscovi. Un manifiesto. El señor Osterling.
         Todos los hombres de la ciudad se pasan el tiempo contando las horas que faltan para el mediodía del domingo. Y, a pesar de que el mediodía del domingo viene corriendo, se siente la impresión de que faltan aún muchas horas para que gocemos sus emociones.
         Van del centro a los extramuros y vienen de los extramuros al centro las vibraciones de una misma inquietud cívica. Automóviles farautes portan mensajes y conquistan adhesiones. Gritos y aclamaciones ponen a cada instante en nuestros espíritus los entusiasmos de la devoción partidarista.
         Ayer los obreros pradistas llamaron a su candidato a un florido rincón popular de Los Descalzos. El señor Prado fue a partir de una misma butifarra y de un mismo vaso de cerveza con sus prosélitos del pueblo. Y la ciudad pensó que este lunch tenía el sentido de los viejos lunchs demócratas. Recobraba la Alameda de los Descalzos la integridad de sus fueros populares.
         Una vez más recorrió las calles de la ciudad el señor Prado en hombros de la multitud. Una vez más sonaron las voces de su popularidad bajo los balcones del Palacio de Gobierno. Una vez más su oratoria política tuvo entonaciones vibrantes y sonoras.
         Agrupábanse las gentes en los umbrales y decían:
         —¡Esta candidatura del señor Prado no puede hacer su camino en automóvil!¡No puede hacerlo sino en andas!
         Y afirmaba el señor Balbuena con toda su astucia risueña de sofista:
         —¡El automóvil es elemento moderno! ¡Las andas son elemento antiguo! ¡En andas se avanza muy despacio y se llega muy tarde!
         Y enseguida el señor Balbuena tomaba una victoria y se escapaba.
         Nosotros con todos los dedos de nuestras manos contábamos perseverantemente las horas que faltan para que brille el alba del domingo que no sabemos aún si, para el Perú, será un alba o un ocaso.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 18 de mayo de 1917. ↩︎