1.14. Suenan tiros
- José Carlos Mariátegui
1Temblemos.
Otra vez el Perú empieza a ponerse trágico. Ya no se mata a los candidatos. Se extorsiona a sus partidarios no más. Pero nuevamente vivimos llenos de grimas, aprensiones y zozobras.
Tanto como los hombres están nerviosos los fusiles. Tanto como los fusiles están nerviosos los sables. Tanto como los sables están nerviosas las ametralladoras. Las ametralladoras disparan solas. No es necesario que las coloquen delante de las multitudes ni es necesario que las requieran para el fusilamiento. Las ametralladoras se han vuelto terribles.
Esta apacible y perezosa ciudad concluía ayer de almorzar cuando la sacudió una inquietud tremenda. Sonó una descarga. Sonó otra descarga. Sonó otra descarga. Era un fuego graneado de ametralladoras que hacía estremecer los nervios de la ciudad.
Se callaron prontamente los tiros y la ciudad se asomó a sus ventanas y a sus balcones.
Corrían los viandantes y anunciaban:
—¡Hay tiros en Santa Catalina!
Interrogaban amedrentadas las gentes de las ventanas y de los balcones:
——¿En el fuerte de Santa Catalina?
Y les respondían:
—¡En el fuerte de Santa Catalina!
El nombre del fuerte de Santa Catalina tiene resonancias dramáticas. Las horas angustiosas de nuestra política hacen siempre volver los ojos a ese cuartel avieso que vive sobre un río de agua sucia. Todo disparo hace pensar en el fuerte de Santa Catalina.
También interrumpieron nuestro sosiego de periodistas, las ametralladoras de Santa Catalina. Nuestros cuerpos estaban entregados a las sedaciones de la siesta. Soñábamos ilusamente que teníamos asida de una manga a la felicidad, convencidos como estamos de que entre nosotros la felicidad generalmente se llama digestión.
También nos sobresaltaron y alarmaron los disparos:
—¿Tiros? — preguntamos.
Y nos dijeron:
—¡Tiros!
Sentimos que era el mediodía y exclamamos:
—¡Tiros como los del 29 de mayo!
Delante de nosotros estaba el calendario afirmándonos que no era el 29 de mayo sino el 30 de mayo el día que nos hallábamos viviendo.
No era, pues, una conmemoración realista de la fecha histórica. No era tampoco una resurrección de las sensaciones de ese otro mediodía azaroso en nuestros nervios inquietos. Era un tiroteo auténtico.
Se oprimieron nuestros corazones. ¿Qué compatriotas nuestros estarían muriendo? ¿Qué sangre amada se estaría derramando? ¿Quién sufriría? ¿Quién sollozaría? ¿Quién tendría una herida en el costado? ¿Quién habría perdido a su hermano pequeño?
Nos echamos a la calle y nos encontramos con una guerrilla heroica. Encabezando a diez soldados armados, corría el comandante Gómez. Todas las gentes asomadas a sus ventanas y a sus balcones pedían a Dios por él.
Inmediatamente recordamos que el apellido Gómez era en el ejército peruano un apellido trascendental, un apellido heroico, un apellido glorioso.
Nos dimos cuenta de que nos encontrábamos delante de un héroe en marcha hacia la inmortalidad.
Y nos quedamos inmóviles, arredrados por el temor de que nos cayera una bala perdida.
Temblaba la ciudad de angustia y de miedo.
Pero los tiros se habían callado.
No era una revolución. No era un levantamiento. No era nada.
La ciudad se negaba a creerlo, así llena de persistentes sustos y temblores.
Mas le afirmaban:
—¡Han sido unas ametralladoras! ¡Unas ametralladoras que disparan solas! ¡Unas ametralladoras destinadas a cohibir una huelga! ¡Son tan expertas, tan aguerridas, tan denodadas, que desde aquí han apuntado a los huelguistas!
Así entramos en las horas lánguidas de la tarde. Se reportaron nuestros nervios. Se serenaron nuestros corazones. Se tranquilizaron nuestros espíritus.
Únicamente de rato en rato volvíamos a escuchar ilusorios disparos y volvíamos a sentir que las ametralladoras del gobierno velan tan celosas por su tranquilidad que hacen fuego sin que nadie las provoque.
Y hasta ahora nuestras almas sufren intermitentes sobresaltos.
Otra vez el Perú empieza a ponerse trágico. Ya no se mata a los candidatos. Se extorsiona a sus partidarios no más. Pero nuevamente vivimos llenos de grimas, aprensiones y zozobras.
Tanto como los hombres están nerviosos los fusiles. Tanto como los fusiles están nerviosos los sables. Tanto como los sables están nerviosas las ametralladoras. Las ametralladoras disparan solas. No es necesario que las coloquen delante de las multitudes ni es necesario que las requieran para el fusilamiento. Las ametralladoras se han vuelto terribles.
Esta apacible y perezosa ciudad concluía ayer de almorzar cuando la sacudió una inquietud tremenda. Sonó una descarga. Sonó otra descarga. Sonó otra descarga. Era un fuego graneado de ametralladoras que hacía estremecer los nervios de la ciudad.
Se callaron prontamente los tiros y la ciudad se asomó a sus ventanas y a sus balcones.
Corrían los viandantes y anunciaban:
—¡Hay tiros en Santa Catalina!
Interrogaban amedrentadas las gentes de las ventanas y de los balcones:
——¿En el fuerte de Santa Catalina?
Y les respondían:
—¡En el fuerte de Santa Catalina!
El nombre del fuerte de Santa Catalina tiene resonancias dramáticas. Las horas angustiosas de nuestra política hacen siempre volver los ojos a ese cuartel avieso que vive sobre un río de agua sucia. Todo disparo hace pensar en el fuerte de Santa Catalina.
También interrumpieron nuestro sosiego de periodistas, las ametralladoras de Santa Catalina. Nuestros cuerpos estaban entregados a las sedaciones de la siesta. Soñábamos ilusamente que teníamos asida de una manga a la felicidad, convencidos como estamos de que entre nosotros la felicidad generalmente se llama digestión.
También nos sobresaltaron y alarmaron los disparos:
—¿Tiros? — preguntamos.
Y nos dijeron:
—¡Tiros!
Sentimos que era el mediodía y exclamamos:
—¡Tiros como los del 29 de mayo!
Delante de nosotros estaba el calendario afirmándonos que no era el 29 de mayo sino el 30 de mayo el día que nos hallábamos viviendo.
No era, pues, una conmemoración realista de la fecha histórica. No era tampoco una resurrección de las sensaciones de ese otro mediodía azaroso en nuestros nervios inquietos. Era un tiroteo auténtico.
Se oprimieron nuestros corazones. ¿Qué compatriotas nuestros estarían muriendo? ¿Qué sangre amada se estaría derramando? ¿Quién sufriría? ¿Quién sollozaría? ¿Quién tendría una herida en el costado? ¿Quién habría perdido a su hermano pequeño?
Nos echamos a la calle y nos encontramos con una guerrilla heroica. Encabezando a diez soldados armados, corría el comandante Gómez. Todas las gentes asomadas a sus ventanas y a sus balcones pedían a Dios por él.
Inmediatamente recordamos que el apellido Gómez era en el ejército peruano un apellido trascendental, un apellido heroico, un apellido glorioso.
Nos dimos cuenta de que nos encontrábamos delante de un héroe en marcha hacia la inmortalidad.
Y nos quedamos inmóviles, arredrados por el temor de que nos cayera una bala perdida.
Temblaba la ciudad de angustia y de miedo.
Pero los tiros se habían callado.
No era una revolución. No era un levantamiento. No era nada.
La ciudad se negaba a creerlo, así llena de persistentes sustos y temblores.
Mas le afirmaban:
—¡Han sido unas ametralladoras! ¡Unas ametralladoras que disparan solas! ¡Unas ametralladoras destinadas a cohibir una huelga! ¡Son tan expertas, tan aguerridas, tan denodadas, que desde aquí han apuntado a los huelguistas!
Así entramos en las horas lánguidas de la tarde. Se reportaron nuestros nervios. Se serenaron nuestros corazones. Se tranquilizaron nuestros espíritus.
Únicamente de rato en rato volvíamos a escuchar ilusorios disparos y volvíamos a sentir que las ametralladoras del gobierno velan tan celosas por su tranquilidad que hacen fuego sin que nadie las provoque.
Y hasta ahora nuestras almas sufren intermitentes sobresaltos.
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 30 de mayo de 1917. ↩︎