7.15. Semana febril - Firmas, firmas, firmas

  • José Carlos Mariátegui

Semana febril1  

        Estamos en una semana de conmociones, estremecimientos y sonoridades. Una semana de carreras en automóvil. Una semana de expectaciones angustiosas. Una semana de vibraciones populares. Una semana de actitudes cívicas. Una semana de locuacidades democráticas. Una semana de sándwiches criollos y “festiva cerveza”.
        Nos va a parecer seguramente a todos una semana vertiginosa. Muchos nos vamos a sentir mareados. Y todos vamos a ir de sorpresa en sorpresa, de estupefacción en estupefacción, de sacudida en sacudida y de aturdimiento en aturdimiento.
        Una candidatura gobiernista ha subido anoche a un escenario teatral.
        Y una candidatura independiente subirá esta noche al mismo escenario.
        La propaganda electoral abandona los cinemas y se enseñorea en los teatros. Habla a las gentes vestida de americana o de jaquet. Y deja olvidados en la guardarropía a un lado la clámide y el coturno y a otro lado el traje de Arlequín.
        El señor Miró Quesada supo que el señor Jorge Prado les iba a hablar a las gentes desde el tinglado del Teatro Municipal. Se acordó del grito de lucha lanzado por el señor Prado en el balcón de la Municipalidad, que es por antonomasia el balcón de la candidatura del alcalde. Y pensó que el teatro en que el señor Prado iba a reaparecer para hablarles a sus amigos y a sus electores era también un teatro Municipal.
        Y gritó:
        —¡El Teatro Municipal es mío! ¡Yo seré el primer candidato que hable desde su tinglado!
        Empieza la semana con asambleas teatrales. Suben los candidatos a los escenarios. Los políticos se pasean entre bastidores. Y encuentran que este ambiente tiene familiaridades amables con sus espíritus.
        Solo el señor Torres Balcázar continúa reacio a los cónclaves de cinema y de teatro. Su alma rebelde no transige con los telones, con las candilejas ni con los decorados. Su palabra no quiere encierros ni limitaciones.
        Y es por eso que el señor Torres Balcázar habla así:
        —¡Yo soy un candidato de la calle! ¡Yo soy un candidato de barricada! ¡Yo soy un candidato de multitudes!
        Oyendo estas frases se entusiasman los hombres de las jornadas cívicas.
        Piensa la ciudad que la candidatura del señor Torres Balcázar se queda en las plazas públicas.
        Insinúa el señor Balbuena con intención de sofista:
        —Esa candidatura está a la intemperie. Y ya se siente mucho frío…
        Pero le refuta el señor Torres Balcázar con un razonamiento contundente:
        —¡Las elecciones no se hacen en los cinemas, Sr. Balbuena! ¡Las elecciones se hacen en las plazas públicas! ¡Yo las estoy esperando en su sitio! ¡Y todavía no encuentro campo para colocar a todos mis electores!
        Sonríe el señor Balbuena:
        —¡Perdón, señor Torres Balcázar! ¡Perdón!
        Y la semana se hace intensa, emocionante, febril.
        Clubes, victorias, automóviles, discursos, banderas, ciudadanos honestos y ciudadanos de alquiler, vítores, pisco, anuncios periodísticos, retratos, hojas sueltas.         Todas nuestras modalidades democráticas se desperezan y se renuevan. El progreso y el modernismo asoman su fisonomía en la eficacia del automóvil y del anuncio en los rotativos. La ‘victoria’ cotizable que gobierna un auriga zambo y con bufanda, es casi un elemento simbólico del éxito electoral.
        Y estamos tan cerca de la selección es que sentimos y a su aliento de jornada cívica, tibio, capcioso y rudo.

Firmas, firmas, firmas  

        A partir de aquella hora galante de tandas vermouth y cocktail es en que la candidatura del señor Jorge Prado fue llevada al cabildo municipal en hombros de una multitud fervorosa, el espíritu del señor Pardo sufre profundas desazones.
        Ese raudo automóvil que lleva al señor Pardo a través de la ciudad y a través de los campos corre indudablemente más a prisa desde esa hora.
        Es ácido y malhumorado el gesto de los hombres de Palacio…
        Y vuelve a sonar la aseveración que en los editoriales de los diarios gobiernistas ha sido siempre un himno a la honestidad de la administración presente:
        —El gobierno tiene mucho dinero. La caja fiscal está llena de oro y de papel. Vivimos bajo las efusiones del cuerno de la abundancia. Nadamos entre superávit.
        La aseveración se simplifica y se amplía en los labios de los hombres de Palacio.
        —¡Tenemos mucho dinero! ¡Y sabemos que los problemas políticos piden soluciones económicas!
        Y tanto se repite esta aseveración que el país quiere persuadirse de que el gobierno del señor Pardo es un gobierno de sabios hacendistas, aunque no lo parezca.
        Mientras la semana electoral se complica, se calienta y se conflagra, nosotros, y con nosotros la ciudad, volvemos los ojos de rato en rato al Palacio de Gobierno.
        Sabemos que el señor Pardo tiene bajo su mirada nerviosa, fatigada e inquieta los papeles de la candidatura del señor Prado.
        Y sabemos que sus labios repiten una firma, otra firma y otra firma con una entonación muy honda de desengaño.
        Con el último aviso del señor Jorge Prado entre las manos, pronuncia el señor Pardo un nombre y otro nombre:
        —¡El general Cáceres!
        Y se calla.
        —¡El general Canevaro!
        Y se sonríe.
        —¡El contralmirante Carbajal!
        Y levanta una mano al cielo.
        —¡Osores!
        Y empieza a pasearse en su estancia insonora y sola.
        Mas cuando el espíritu del señor Pardo se solivianta y se sale de quicio es cuando bajo sus ojos surgen las firmas de los obreros.
        No concibe el señor Pardo que los obreros hagan cosa que a él pueda fastidiarle.
        Y para el señor Pardo los obreros se condensan, se compendian y se resumen en los presidentes de las instituciones populares.
        Después de cada explosión del sentimiento presidencial salen a las calles los hombres de Palacio y se echan a buscar a los obreros representativos:
        —¡Que este niegue su firma! ¡Que ese la borre! ¡Que aquel la desautorice!
        Pero hasta los hombres de Palacio, excitados y espoleados por las nerviosidades del señor Pardo, solo han conseguido una desautorización.
        Verdad es que con ella en la mano se han subido a los campanarios de la ciudad para pregonarla.
        Pero verdad es también que es solamente una, exclusivamente una, típicamente una, festivamente una.
        Y verdad es asimismo que apunto en que esta negación sonó claudicante y medrosa en los labios mestizos y trémulos del hombre sojuzgado, sonó también el canto del gallo que apostrofó al apóstol de la negación bíblica.
        Y que en el umbral de su casa solariega este bizarro señor Jorge Prado que hizo proclamar su candidatura bajo los propios balcones del señor Pardo, se sacó del bolsillo un autógrafo para enseñárselo impreso en cien mil papeles a la ciudad y al Palacio de Gobierno.
        La ciudad se ríe.
        Tras los estores del Palacio de Gobierno muerden los labios sus imprecaciones.
        Y el automóvil del señor Pardo pasa por la ciudad y fuga hacia el campo, más de prisa que nunca en pos de la visión sedante del mar.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 15 de mayo de 1917. ↩︎