6.1. La casa cerrada

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Estamos desolados.
         La casa de la Cámara de Diputados ha sido profanada por la mano aviesa del albañil. Bajo la farola trágica, más trágica ahora que nunca, no hay plintos, no hay hemiciclos, no hay escaños. Todo está destruido y revuelto.
         Si nosotros fuésemos unos pobres románticos diríamos que por la sala de la Cámara de Diputados han pasado los vándalos. Si nosotros fuésemos unos taimados maledicentes, diríamos que por la sala de la Cámara de Diputados han pasado el subprefecto y las hordas de Cotabambas. Si nosotros fuésemos unos risueños murmuradores, diríamos que por la sala de la Cámara de Diputados ha pasado un cónclave universitario.
         Pero no vamos a decir nada de esto.
         Absolutamente.
         Estamos con el alma partida de dolor, pero nos callamos, le imponemos silencio a nuestra pena y sujetamos el desbordamiento de nuestra aflicción.
         Y es que sentimos que la sala de la Cámara de Diputados ha sido una sala familiar para nosotros. Bajo sus arcos, bajo su farola, bajo su amparo, hemos discurrido nosotros muchas veces. En esa grada hemos conversado un día con el señor Borda. Junto a ese muro nos hemos reído otro día con el señor Manzanilla. Sobre esa carpeta le hemos hecho un día una caricatura al señor Manuel Jesús Gamarra.
         La mesa en que escribíamos nosotros no está en su sitio. La mesa en que escribía el doctor Luis Varela y Orbegoso tampoco está. Allí había un escaño. Aquí había un felpudo. Allá un timbre.
         Se nos cae la cara al suelo de tristeza haciendo recuerdos y agrupando evocaciones:
         La gran sala de la acústica caprichosa y de la farola polícroma está desolada.
         Nos conmovemos.
         Y hay una cosa que nos desespera: el Congreso no va a poder reunirse en esta sala el 28 de julio. Tendrá que reunirse en el Palacio de la Exposición. Y no nos parecerá tal vez el Congreso, sino el Centro Universitario o una asamblea industrial.
         Para que todo se pusiese anómalo y feo en esta tierra, únicamente faltaba que el Congreso y sobre todo la Cámara de Diputados se quedase sin palacio.
         Repentinamente nos asalta una sensación angustiosa. ¿Será acaso que la sangre del doctor Grau está clamando al Cielo desde la sala de la Cámara de Diputados que tantas veces recogió los ecos de sus pasos y de sus palabras? Nos agarramos a una pared para no caernos al suelo.
         Y en este momento en que escribimos, viene a nuestros espíritus la persuasión de que también el ánimo del señor Manzanilla está acongojado. El señor Manzanilla amaba el Palacio Legislativo, amaba la sala de sesiones, amaba el saloncito de la presidencia, amaba el salón de los pasos perdidos. Y amaba también la farola. Él mismo indicaba el minuto de encender las luces eléctricas.
         Es por eso que hoy se encuentra en trance de reproche al señor Elguera. Se arrepiente de su viaje a La Habana y de su viaje a Huacachina. Y mira con un gesto de rencor muy grande al presidente de la Comisión del Centenario.
         El señor Manzanilla no se exonera de culpa. Se reconoce responsable. Si él no se hubiera ido de Lima, no habrían hecho de la sala de la Cámara lo que han hecho.
         A él como a nosotros nos saca de quicio que esta situación no tenga remedio rápido.
         Y como somos un poco supersticiosos, nos parece que tiene mal agüero para el Congreso, para la patria, para todo el mundo.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 1 de abril de 1917. ↩︎