5.8. Miramos el reloj

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Averigüemos la hora. Pongamos los ojos en el reloj del testero. Y sigamos a la aguja que va de un punto a otro punto y de una cifra romana a otra cifra.
         Esperemos una hora. Una hora que será súbita y que llegará de repente. Una hora que no será esta, triste y sombría, de la media noche. Una hora cualquiera que se nos ha ocurrido esperar.
         Son las dos de la mañana. Ha pasado un día domingo en el cual han fraternizado un estremecimiento sonoro del espíritu público y un triunfo regocijado de los toreros cómicos. Y ha comenzado un lunes que será acaso como todos los lunes.
         Otro lunes recogió la emoción ciudadana ante la noticia de la muerte del señor Rafael Grau. Otro lunes que amaneció, como este, sin indicios agoreros. Otro lunes que tuvo fisonomía habitual antes de la mueca trágica. Otro lunes cualquiera que despertó con el canto de un gallo y terminó con el grito de una congoja unánime.
         Miremos el reloj.
         Un amigo entra a la estancia para decirnos:
         ―Todo está ya tranquilo. El señor Pardo se ha ido a dormir a Miraflores.
         Y se ha callado con la seguridad de que nos ha dicho una cosa muy interesante. El señor Pardo se ha ido a dormir a Miraflores. El señor Pardo está tranquilo. El señor Pardo duerme. Acaso también el señor Pardo sueña.
         Otro amigo interviene después de un rato de silencio para decirnos que, en estas noches últimas, el señor Pardo no ha dormido en Palacio. Un automóvil lo ha llevado en las madrugadas a Miraflores. Nadie ha podido decir exactamente dónde ha dormido el señor Pardo. Y nadie ha podido decir si ha dormido.
                  Los asiduos de la imprenta bostezan. Sienten que dentro de muy poco rato habrá llegado el alba. Y en sus semblantes y en sus ademanes revelan la fatiga de la murmuración cotidiana. Abren la boca a veces para pronunciar una aseveración o una conjetura inconclusas o interrumpidas.
         Oímos. Seguimos espiando el reloj con la expectación de una hora. Y nos callamos absolutamente.
         Una voz dice:
         ―Han muerto en el Cusco más hombres que en una revolución criolla.
         Otra voz afirma:
         ―Es cierto.
         Otra voz pregunta:
         ―¿Verdad que estamos velando a un enfermo grave?
         Otra voz profiere:
         ―Verdad.
         Súbitamente se enciende la tertulia. El civilismo y el señor Prado y Ugarteche dan asidero y calor al comentario. Allí está el civilismo lo mismo que ayer. Allí está el señor Prado y Ugarteche, ilustre paladín y caudillo suyo, lo mismo que ayer. Allí está el automóvil del señor Prado y Ugarteche lo mismo que ayer. La casa del señor Prado y Ugarteche ha seguido siendo un jubileo. Hay una afirmación: el señor Prado y Ugarteche no sabe salir a la calle a pie. Surge la respuesta: lo lleva más a prisa su automóvil. Y hay un asentimiento general.
         Se escucha pasar un automóvil por esta calle y todos se miran las caras con susto y con inquisición.
         Luego se sonríen como si hubiesen tenido una sensación ingenua.
         Y nosotros, bostezamos con toda la fuerza de nuestras vigilias, y tornamos a poner los ojos en el reloj del testero donde hace una semana sonó la hora de un angustioso duelo nacional.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 12 de marzo de 1917. ↩︎