5.7. Vigilia fúnebre - La cátedra nueva

  • José Carlos Mariátegui

Vigilia fúnebre1  

         Estamos despiertos.
         Nos lo dice el director del periódico en este mismo momento. Nos lo dicen todos nuestros compañeros. Y nos lo dice también esta máquina de escribir cuyas teclas se hunden y vibran bajo nuestros dedos.
         Y, sin embargo, todavía nos obstinamos nosotros en que estamos en un sueño y en un sueño muy malo.
         Sentimos que las gentes andan de puntillas como si hubiera un enfermo grave en la república o como si se velara un muerto en cada estancia. Vemos que hay quien se pone un dedo sobre los labios para que no se chiste. Cae intermitentemente un telegrama que es siempre fúnebre. Llega a veces el eco de una bala perdida. Y el corazón se oprime y se pregunta si esa bala no hará una víctima más.
         Tenemos en ciertos momentos la obsesión de que todo el Perú se hubiese convertido en una capilla ardiente en la cual se velase para siempre el cadáver del señor Grau.
         Pensamos que esta es una noche interminable y que en ella voces inquietantes suenan para decir lúgubremente:
         ―¡Han vertido la sangre del Hijo del Hombre!
         Y nos acordamos de que la sangre del Hijo del Hombre fue derramada por una redención.
         Súbitamente todas estas visiones se acaban.
         Vibra en las calles un vocerío angustioso. Se escuchan muy lejanos un tiro, otro tiro y otro tiro. La censura telegráfica intensifica las inquietudes. Y es que en el Cusco siguen matando a las gentes que no piensan lo mismo que el señor Pardo.
         Un hombre entra a nuestra casa corriendo para decirnos:
         ―¡Nos están gobernando a tiros!
         Todo el mundo se calla.
         Pero tras una pausa hablan grave y mesuradamente los hombres reposados y serenos:
         ―Seamos justos. Este gobierno no es malo.
         Una exclamación los demanda así:
         ―¿Es bueno entonces?
         Ellos, prudentes y sabios, se sonríen y repiten:
         ―No es malo.
         Interrumpe luego el silencio la voz del señor Miguel Grau que acusa, que apostrofa, que sentencia.
         Y esta voz que es muy fuerte, sonora y emocionante parece una voz de la Biblia:
         ―¡Anatema! ¡Anatema! ¡Anatema!

La cátedra nueva  

         Huele a gasolina.
         Es que acaba de pasar por aquí el automóvil del señor Javier Prado y Ugarteche, muy atildado, muy brillante y muy raudo.
         Las gentes acaban de verlo y han pensado que parece un zapato de charol. Un zapato ciudadano, elegante y gentil. Un zapato que pisa muelle y calladamente y que brilla como la concavidad de un reflector.
         Y nosotros queremos desentrañar alguna significación de este callejero y transitorio olor de gasolina. Anteayer olía a pólvora. Ayer olía a sangre. Hoy huele a gasolina.
         Pero las gentes nos cortan todas las reflexiones abstractas.
         Aplauden en la esquina al señor Prado y Ugarteche:
         ―¡Bravo! ¡Bravo! ¡Bravo!
         Nos damos entonces cuenta de que el señor Prado y Ugarteche está a estas horas en una postura sensacional. Puesto a la cabeza del partido civil le habla al señor Pardo. No le habla para rogarle, sino para exigirle. Y le habla a nombre de la nación.
         ¡Tanto como veníamos preguntando lo que hacía y lo que pensaba el señor Prado y Ugarteche! ¡Tanto como veníamos lamentándonos de que viviese tan enamorado de la paz aldeana y del amor sonoro! ¡Tanto como veníamos pidiéndole un gesto para glosarlo y glorificarlo!
         Ya el señor Prado y Ugarteche se ha erguido. Tiene en las manos la bandera del partido civil. Está rodeado de un estado mayor numeroso y respetable. Y sale airoso del gabinete presidencial hasta cuando el señor Pardo lo llama a él para buscarle un fracaso.
         Va a las calles y retorna a su casa para dictar desde sus gradas de mármol una lección de derecho constitucional:
         ―Un gobierno debe reposar en la opinión. Si pierde su confianza, tiene que caer irremisiblemente. Este gobierno la ha perdido ya.
         Hay asombros. Hay estupefacciones. Hay sorpresas.
         ―¿Ese que está hablando así es el señor Prado y Ugarteche?
         Nosotros, que estamos muy orgullosos de ser vecinos de este hombre tan científico y tan inteligente, contestamos bien fuerte para que él nos oiga:
         ―¡Sí!
         Las miradas pasan del señor Prado y Ugarteche, que se ha puesto en atrenzo político de cátedra universitaria, al Palacio de Gobierno donde está el señor Pardo en atrenzo de desafío al señor Prado, al partido civil, a todas las personas y a todas las cosas.
         Gritan mil interrogaciones:
         ―¿Todavía no ha caído el gabinete?
         Y parece que se oyera colérica la voz del señor Pardo que contesta:
         ―¡No caerá nunca! ¡Yo lo sostengo!
         El señor Prado y Ugarteche se calla. Su casa se llena de gente. Los periodistas lo rodean y lo embarazan. El pueblo le pide más declaraciones y más pensamientos. Y él sonríe y opina que basta de palabras.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 11 de marzo de 1917. ↩︎