4.23. El cumpleaños
- José Carlos Mariátegui
1El día de ayer fue un día incomprensiblemente vulgar a pesar de ser el del cumpleaños del señor Pardo.
Sol, calor, trajín, trabajo, coches, automóviles, teatro, cinemas, risas, sandeces, como todos los días.
Y el señor Pardo sintiendo que tiene un año más, que ya no es joven y que ya no le salen bien las fotografías.
Sobre el escritorio del señor Pardo se amontonaron las tarjetas. Tarjetas de todas clases. Tarjetas litografiadas. Tarjetas impresas. Tarjetas grandes. Tarjetas chicas. Tarjetas blancas. Tarjetas de luto. Y todos los nombres de la administración pública, del poder judicial, del ejército y de los ministros extranjeros.
Entreverándolas displicentemente, pensaba el señor Pardo en que representaban otras tantas genuflexiones.
Y las ordenaba minuciosamente y las ponía en fila como ponen los niños a los soldaditos.
Primero, los ministros de estado.
Luego, el cuerpo diplomático.
Y el cuerpo consular.
Y el poder judicial.
Y los representantes a Congreso.
Y los jefes y oficiales del Ejército.
Y los jefes y oficiales de la Armada.
Aquí se detenía el señor Pardo.
―¿Dónde están las tarjetas de la Armada?
Y le alcanzaban solo cuatro o cinco y la primera la del señor Buenaño.
Barajando y leyendo las tarjetas, se pasó el señor Pardo las horas.
Fueron siempre a abrazarlo y a mimarle sus íntimos y sus parientes y el señor Pardo sintió una molestia muy intensa en la tarde.
―¡Feliz cumpleaños!
Pensaría como nosotros que la fecha del cumpleaños es una fecha muy triste, especialmente cuando se lleva a la juventud.
La ciudad igualmente lo sentiría así.
Anhelantemente interrogaba a todos la curiosidad callejera, entre un cocktail, una murmuración, un requiebro, un chiste y una risa:
―¿Cuántos años cumple el señor Pardo?
Y unos respondían:
―¡Cincuenta y cuatro!
Y otros:
―¡Cincuenta y cinco!
Y otros más piadosos:
—¡No tanto! ¡No tanto! ¡Cincuenta y cuatro no más!
Y nosotros, que somos siempre muy curiosos, muy corteses y muy discretos, nos indignábamos de que hubiese en el comentario de la ciudad tanta impertinencia y tanta mala educación.
Sol, calor, trajín, trabajo, coches, automóviles, teatro, cinemas, risas, sandeces, como todos los días.
Y el señor Pardo sintiendo que tiene un año más, que ya no es joven y que ya no le salen bien las fotografías.
Sobre el escritorio del señor Pardo se amontonaron las tarjetas. Tarjetas de todas clases. Tarjetas litografiadas. Tarjetas impresas. Tarjetas grandes. Tarjetas chicas. Tarjetas blancas. Tarjetas de luto. Y todos los nombres de la administración pública, del poder judicial, del ejército y de los ministros extranjeros.
Entreverándolas displicentemente, pensaba el señor Pardo en que representaban otras tantas genuflexiones.
Y las ordenaba minuciosamente y las ponía en fila como ponen los niños a los soldaditos.
Primero, los ministros de estado.
Luego, el cuerpo diplomático.
Y el cuerpo consular.
Y el poder judicial.
Y los representantes a Congreso.
Y los jefes y oficiales del Ejército.
Y los jefes y oficiales de la Armada.
Aquí se detenía el señor Pardo.
―¿Dónde están las tarjetas de la Armada?
Y le alcanzaban solo cuatro o cinco y la primera la del señor Buenaño.
Barajando y leyendo las tarjetas, se pasó el señor Pardo las horas.
Fueron siempre a abrazarlo y a mimarle sus íntimos y sus parientes y el señor Pardo sintió una molestia muy intensa en la tarde.
―¡Feliz cumpleaños!
Pensaría como nosotros que la fecha del cumpleaños es una fecha muy triste, especialmente cuando se lleva a la juventud.
La ciudad igualmente lo sentiría así.
Anhelantemente interrogaba a todos la curiosidad callejera, entre un cocktail, una murmuración, un requiebro, un chiste y una risa:
―¿Cuántos años cumple el señor Pardo?
Y unos respondían:
―¡Cincuenta y cuatro!
Y otros:
―¡Cincuenta y cinco!
Y otros más piadosos:
—¡No tanto! ¡No tanto! ¡Cincuenta y cuatro no más!
Y nosotros, que somos siempre muy curiosos, muy corteses y muy discretos, nos indignábamos de que hubiese en el comentario de la ciudad tanta impertinencia y tanta mala educación.
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 25 de febrero de 1917. ↩︎