4.15. Consejo de guerra
- José Carlos Mariátegui
1Nos hemos oído juzgar y sentenciar en una sala del Ministerio de Guerra. Pero, aunque la opinión fiscal que nos ha acusado ha sido muy dura y aunque la pena que se nos ha señalado ha sido tremenda, no hemos temblado ni nos hemos estremecido.
Han formado nuestro consejo de guerra varios oficiales adictos al general Puente y se han reunido en una oficina del ministerio. En la misma oficina habían conversado otras veces sobre temas más transcendentales: la guerra europea, la ruptura yanqui-alemana, los toros, el calor y los ascensos. Inexplicablemente han preferido dedicar un momento a anatematizarnos y condenarnos.
Y nosotros lo hemos escuchado. Si no hemos sido nosotros mismos es como si lo hubiéramos sido que para algo tenemos en todas partes muchas voluntades amigas y muchos oídos parciales.
Este consejo de guerra ha sido severísimo, inexorable, majestuoso. No nos ha perdonado nada. No nos ha excusado nada. No nos ha concedido nada. Los hombres de este periódico hemos sido para él unos malintencionados peligrosos e intolerables.
Un oficial nos estigmatizó sin piedad. Otro oficial quiso que nos pusieran en el fuerte de Santa Catalina. Otro oficial aconsejó que nos metieran en los submarinos. Otro oficial dijo que se nos debía aplicar el código de justicia militar. Si hubiera estado presente el ministro de guerra habría resuelto que nos manda señal Napo para que nos matase el beri-beri o para que nos matase cualquiera otra cosa.
Y se habló así:
—¡No hay conflicto en la escuadra! ¡No hay renuncias! ¡No hay prisiones! ¡No hay sino la gritería de El Tiempo!
Y se agregó entonces que el remedio estaba en el aplastamiento del director de El Tiempo.
El consejo de guerra se puso trágico.
Era la voz del fiscal la que sonaba y la que solicitaba la pena de muerte para el director de El Tiempo, sin contemplaciones, sin misericordias, sin indulgencias.
Y éramos en otra estancia nosotros o nuestros parciales.
El código de justicia militar, el fuerte de Santa Catalina, la pena de muerte o el Napo están, pues, a punto de caernos encima sorpresivamente. Un consejo de guerra se ha reunido espontáneamente en una oficina del general Puente para compartir sus enconos y sus desagrados. Y en vez de desautorizarnos en otro reportaje ha decidido acabar con nosotros.
Mas nosotros nos sonreímos.
Y no es porque seamos valientes. Es porque sabemos que este consejo de guerra, por ser tan chico y tan clandestino, no puede nada contra nosotros. Si se ratificara en la sentencia, apelaríamos al consejo de oficiales generales, y si el consejo de oficiales generales no nos hiciese caso, apelaríamos a la Corte Suprema.
Somos casi estoicos.
No le tenemos miedo a un sable. Parece que hubiéramos crecido bajo la espada de Damocles. No le tememos al código de justicia militar y aun aplicado por el señor Criado y Tejada.
Aunque somos muy medrosos, amamos el peligro.
Y este consejo de guerra no es siquiera un peligro.
Han formado nuestro consejo de guerra varios oficiales adictos al general Puente y se han reunido en una oficina del ministerio. En la misma oficina habían conversado otras veces sobre temas más transcendentales: la guerra europea, la ruptura yanqui-alemana, los toros, el calor y los ascensos. Inexplicablemente han preferido dedicar un momento a anatematizarnos y condenarnos.
Y nosotros lo hemos escuchado. Si no hemos sido nosotros mismos es como si lo hubiéramos sido que para algo tenemos en todas partes muchas voluntades amigas y muchos oídos parciales.
Este consejo de guerra ha sido severísimo, inexorable, majestuoso. No nos ha perdonado nada. No nos ha excusado nada. No nos ha concedido nada. Los hombres de este periódico hemos sido para él unos malintencionados peligrosos e intolerables.
Un oficial nos estigmatizó sin piedad. Otro oficial quiso que nos pusieran en el fuerte de Santa Catalina. Otro oficial aconsejó que nos metieran en los submarinos. Otro oficial dijo que se nos debía aplicar el código de justicia militar. Si hubiera estado presente el ministro de guerra habría resuelto que nos manda señal Napo para que nos matase el beri-beri o para que nos matase cualquiera otra cosa.
Y se habló así:
—¡No hay conflicto en la escuadra! ¡No hay renuncias! ¡No hay prisiones! ¡No hay sino la gritería de El Tiempo!
Y se agregó entonces que el remedio estaba en el aplastamiento del director de El Tiempo.
El consejo de guerra se puso trágico.
Era la voz del fiscal la que sonaba y la que solicitaba la pena de muerte para el director de El Tiempo, sin contemplaciones, sin misericordias, sin indulgencias.
Y éramos en otra estancia nosotros o nuestros parciales.
El código de justicia militar, el fuerte de Santa Catalina, la pena de muerte o el Napo están, pues, a punto de caernos encima sorpresivamente. Un consejo de guerra se ha reunido espontáneamente en una oficina del general Puente para compartir sus enconos y sus desagrados. Y en vez de desautorizarnos en otro reportaje ha decidido acabar con nosotros.
Mas nosotros nos sonreímos.
Y no es porque seamos valientes. Es porque sabemos que este consejo de guerra, por ser tan chico y tan clandestino, no puede nada contra nosotros. Si se ratificara en la sentencia, apelaríamos al consejo de oficiales generales, y si el consejo de oficiales generales no nos hiciese caso, apelaríamos a la Corte Suprema.
Somos casi estoicos.
No le tenemos miedo a un sable. Parece que hubiéramos crecido bajo la espada de Damocles. No le tememos al código de justicia militar y aun aplicado por el señor Criado y Tejada.
Aunque somos muy medrosos, amamos el peligro.
Y este consejo de guerra no es siquiera un peligro.
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 15 de febrero de 1917. ↩︎