3.26. Madrugada Trágica

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Ha venido a esta imprenta, muy asustado, un colega nuestro, bohemio y trasnochador, y nos ha preguntado:
         —¿Ustedes creen en los sueños?
         Sin entenderlo casi, le hemos respondido:
         —A veces.
         Nuestro colega, que es un lector asiduo de la Biblia, ha exclamado:
         —¡Hay que temerles a los sueños! ¡Hay que acordarse de los que José interpretó en Egipto! ¡Hay que inquietarse cuando son malos!
         Y ha hecho una pausa larga.
         —Anoche he tenido un sueño terrible. Acérquense más para contárselo despacio. ¡Es pavoroso! ¡Ha habido una catástrofe! ¡Y ustedes han resultado heridos!
         —¿Nosotros hemos resultado heridos? ¡Por Dios! ¡Si no hay que creer en los sueños! ¿Nosotros heridos?
         —Ustedes heridos.
         —¿Heridos de qué?
         —De bala.
         —¿Heridos de bala?
         —Heridos de bala en el pecho. Ha sido así: Yo estaba en la esquina de la casa Welsch con ustedes. Eran las dos de la mañana. No había luna.
         —¿Y nosotros qué hacíamos?
         —Ustedes conversaban puerilmente conmigo. Hacíamos tiempo para irnos a dormir a nuestras casas. Y hablábamos de Gaona.
         —¡Gaona!
         –De repente pasó por nuestra acera un limeño eminente. Un limeño elegante y bizarro. Y nos dijo a todos: ¡Buenas noches, señores! Pero le tembló la voz. Y se detuvo a mitad de la cuadra de Mercaderes. Esperó que avanzara un grupo que venía a alguna distancia conversando con sigilo. Y luego el limeño que nos había saludado y el grupo que no nos había saludado se perdieron en el Portal. Oímos que un reloj daba las 2 y cuarto.
         —¡Las dos y cuarto!
         —Las 2 y cuarto. Luego pasó otro grupo por la acera de Leonard. Todos iban en él callados y a ninguno le vimos la cara. Uno nos saludó con la mano, pero nosotros no supimos quién era. El inspector de la esquina que se había quedado dormido se despertó.
         —¡El inspector de la esquina!
         —Ustedes y yo comenzamos a tener una inquietud incomprensible. Echamos miradas medrosas a la Plaza de Armas. Mas no nos dijimos nada. Repentinamente oímos el rumor de un tropel de caballería en la Plaza de Armas. El inspector de la esquina avanzó hacia la plaza. Ustedes y yo miramos el reloj y nos preguntamos qué sucedería. Entonces pasó un automóvil que iba también a la plaza. Y solo yo vi quiénes iban dentro del automóvil. Uno de ellos era militar y tenía capote.
         —¿Y nosotros?
         —Ustedes estaban asustados.
         —¿Y luego?
         —Enseguida sonó un tiro. Ustedes y yo nos aterramos. Y siguieron varios tiros. Estábamos paralizados por el asombro y por el miedo. No nos dábamos cuenta de lo que ocurría. Vimos que por la calle de Espaderos venían corriendo muchos soldados. Un coche trasnochador huía espantado.
         —Y vimos al inspector de la esquina, que había sacado su revólver, caer muerto a mitad de la calle de Mercaderes.
         —¡Un héroe!
         —Los soldados pasaron rápidamente junto a nosotros.
Nosotros no podíamos movernos. Yo habría querido ir a la Plaza de Armas para saber lo que ocurría. Aumentaron los tiros. Sentíamos que en la Plaza de Armas debía haber muchos soldados. Un coche trasnochador huía espantado.
         —¿Y más tarde?
         —Mis visiones comenzaron a hacerse confusas. Vi que ustedes caían heridos. Entonces corrí a pedir auxilio. Y se los llevaron a ustedes a la asistencia pública porque ya habían salido las ambulancias.
         —¡Heridos!
         —Y no sé cómo fue que enseguida salieron los periódicos. En los sueños todas las cosas se suceden muy ligero. Yo estaba atontado. La desgracia de ustedes me había consternado mucho. Oí que los muchachos voceaban terriblemente los periódicos y decían que el señor Pardo había sido plagiado. Y oí que gritaban también que un militar estaba de presidente en Palacio.
         —¿Un militar?
         —¡Sí! El mismo militar que yo había visto pasar encapotado en el automóvil.
         —¿Y cómo se llamaba?
         —Me he olvidado de su nombre. Es muy discreto el recuerdo de los sueños malos.
         —¿Pero era coronel? ¿Era general?
         —Era general.
         —¿Y era joven? ¿Era buen mozo?
         —No era joven ni era buen mozo. Pero tenía mucha suerte. ¡Mucha suerte! ¡Más suerte que un torero fenómeno!
         —¡Qué sueño tan feo!
         —Feísimo. ¡El señor Pardo plagiado! ¡Y un militar en Palacio!
         —¡Y nosotros heridos!
         El hombre de este relato se ha callado después. Nosotros nos hemos quedado pensativos. Le hemos mirado la cara. Y se la hemos visto muy seria.
         Tras una pausa larga y pesada él ha roto el silencio.
         —¿Ustedes creen en los sueños?
         Entonces nosotros hemos respondido con una sonrisa obligada:
         —¡Qué vamos a creer en tonterías! Y él ha asentido:
         —¡Claro!


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 26 de enero de 1917. ↩︎