2.8. La última carta - Maniobras
- José Carlos Mariátegui
La última carta1
Estábamos con la cabeza entre las manos y con los codos sobre la máquina de escribir. Buscábamos un enredo, una complicación, una noticia. Y nos apretábamos las sienes, como si tuviéramos jaqueca.
Sorpresivamente nos cayó encima la carta del señor Ulloa. La abrimos, la desdoblamos, la leímos. Y empezamos a dar de gritos y a llamar a la gente de la calle.
Nos cayó después la carta del señor Manzanilla. Nos cayó más tarde la dúplica del señor Ulloa. Nos cayó también la carta del señor Salazar y Oyarzábal.
Y esperando que nos siguieran cayendo cartas y más cartas, nos quedamos agachados y nos tapamos con el sombrero como con un escudo.
Las gentes nos gritaban:
— ¡Aguarden la nueva carta del señor Manzanilla!
Pero el señor Manzanilla nos decía por señas que no.
Nosotros nos pusimos entonces de pie y recogimos del suelo todos los sobres y todos los papeles.
Nos equivocábamos.
Faltaba la carta del señor Echecopar. En el Perú no puede concebirse una controversia, una polémica cualquiera, sin que intervenga el señor Echecopar. El señor Echecopar ama la discusión. Es un polemista instintivo. Cuando se enciende una polémica en la calle, el señor Echecopar se asoma al balcón de su casa con todos sus folletos, con todas sus leyes y con la Constitución del Estado. Y cuando ve que la polémica termina, que la polémica fracasa, que los contendores se van, grita su opinión, sorpresivamente, y reanima el fuego.
La carta del señor Echecopar era, pues, inevitable.
Nos ha caído de repente y casi nos ha apachurrado. Pero, por una irreverencia y un empecinamiento muy explicables en nosotros, no nos ha convencido.
Tenemos la certidumbre de que el señor Echecopar asistía alborozado al debate. Confiaba regocijadamente en que no terminase nunca. Esperaba que el señor Manzanilla le contestase al señor Ulloa y al señor Salazar y Oyarzábal. Y que insistiesen el señor Ulloa y el señor Salazar y Oyarzábal. Y que el señor Manzanilla se obstinase.
Sería un gran desencanto el del señor Echecopar cuando vio que el señor Manzanilla se callaba.
Y escribiría en seguida su carta llena de citas y de comillas.
Ayer comentaba la ciudad:
—El señor Ulloa tendrá que replicarle al señor Echecopar.
Pero surgían entonces múltiples protestas:
—¡Imposible! ¡Si el señor Ulloa le replica al señor Echecopar, está perdido! ¡El señor Echecopar tendrá asidero para publicar una carta nueva todos los días!
Sorpresivamente nos cayó encima la carta del señor Ulloa. La abrimos, la desdoblamos, la leímos. Y empezamos a dar de gritos y a llamar a la gente de la calle.
Nos cayó después la carta del señor Manzanilla. Nos cayó más tarde la dúplica del señor Ulloa. Nos cayó también la carta del señor Salazar y Oyarzábal.
Y esperando que nos siguieran cayendo cartas y más cartas, nos quedamos agachados y nos tapamos con el sombrero como con un escudo.
Las gentes nos gritaban:
— ¡Aguarden la nueva carta del señor Manzanilla!
Pero el señor Manzanilla nos decía por señas que no.
Nosotros nos pusimos entonces de pie y recogimos del suelo todos los sobres y todos los papeles.
Nos equivocábamos.
Faltaba la carta del señor Echecopar. En el Perú no puede concebirse una controversia, una polémica cualquiera, sin que intervenga el señor Echecopar. El señor Echecopar ama la discusión. Es un polemista instintivo. Cuando se enciende una polémica en la calle, el señor Echecopar se asoma al balcón de su casa con todos sus folletos, con todas sus leyes y con la Constitución del Estado. Y cuando ve que la polémica termina, que la polémica fracasa, que los contendores se van, grita su opinión, sorpresivamente, y reanima el fuego.
La carta del señor Echecopar era, pues, inevitable.
Nos ha caído de repente y casi nos ha apachurrado. Pero, por una irreverencia y un empecinamiento muy explicables en nosotros, no nos ha convencido.
Tenemos la certidumbre de que el señor Echecopar asistía alborozado al debate. Confiaba regocijadamente en que no terminase nunca. Esperaba que el señor Manzanilla le contestase al señor Ulloa y al señor Salazar y Oyarzábal. Y que insistiesen el señor Ulloa y el señor Salazar y Oyarzábal. Y que el señor Manzanilla se obstinase.
Sería un gran desencanto el del señor Echecopar cuando vio que el señor Manzanilla se callaba.
Y escribiría en seguida su carta llena de citas y de comillas.
Ayer comentaba la ciudad:
—El señor Ulloa tendrá que replicarle al señor Echecopar.
Pero surgían entonces múltiples protestas:
—¡Imposible! ¡Si el señor Ulloa le replica al señor Echecopar, está perdido! ¡El señor Echecopar tendrá asidero para publicar una carta nueva todos los días!
Maniobras
Desde las seis de la mañana de ayer, la guarnición de Lima está en maniobras. El general Puente necesita estrenar su espada impúber. Necesita saber cómo brilla. Necesita saber cómo manda. Necesita saber cómo es obedecida.
Y, pues el general Puente quiere estrenar su espada, ha sido preciso que la guarnición de Lima salga a hacer maniobras.
Una guarnición enemiga y mal intencionada desembarcará en Chancay. Otra guarnición saldrá de Lima para coparla. Etc., etc., etc.
El general Puente tiene una aspiración muy justa. El Congreso le ha regalado una espada de general de brigada para que sirva y defienda al país. Una espada preciosa que parece una gracia de Navidad, aunque ha sido más bien una gracia del Señor de Los Milagros. No es posible que esta espada se pase la vida ociosamente. Es urgente que sea desenvainada.
Ayer hubo solo etapa inicial de las maniobras. Diana madrugadora. Aprestos. Marcha. Desfile.
¡Rataplán!
Toda la ciudad se asomó a las ventanas y los balcones para ver pasar a los soldados. Toda la ciudad los aplaudió. Toda la ciudad los elogió.
–¡Tan marciales!
–¡Tan guapos!
–¡Tan valientes!
Y toda la ciudad pensó que estaba muy bien que el régimen nos hiciera sentir que tiene un ejército muy grande, muy disciplinado, muy bien vestido y muy bien comido.
Tras la guarnición de Lima salió un automóvil grande, fuerte y raudo.
Las gentes que estaban todavía en sus ventanas, en sus balcones o en sus portales, exclamaban al aproximarse a ellas el automóvil:
—¡El ministro de Guerra! ¡El general Puente!
Pero luego se quedaban con la boca abierta.
No era el general Puente. No era el ministro de Guerra. Eran dos diputados de la minoría que querían ver las maniobras.
Y el automóvil de los diputados de la minoría era el único automóvil que había en las maniobras.
Volaba.
Pasó entre el ejército sudoroso y fatigado por la marcha.
Y en el ejército se reproducía la impresión de la ciudad:
—¡El ministro de Guerra! ¡El general Puente!
Había soldados que saludaban militarmente.
Y en la tarde, cuando la ciudad sintió otra vez en su seno a los dos diputados, hubo una pregunta:
—¿Para qué han ido a las maniobras estos diputados?
Y siguieron muchas risas y un solo comentario:
—¡La minoría anda en maniobras!
Y, pues el general Puente quiere estrenar su espada, ha sido preciso que la guarnición de Lima salga a hacer maniobras.
Una guarnición enemiga y mal intencionada desembarcará en Chancay. Otra guarnición saldrá de Lima para coparla. Etc., etc., etc.
El general Puente tiene una aspiración muy justa. El Congreso le ha regalado una espada de general de brigada para que sirva y defienda al país. Una espada preciosa que parece una gracia de Navidad, aunque ha sido más bien una gracia del Señor de Los Milagros. No es posible que esta espada se pase la vida ociosamente. Es urgente que sea desenvainada.
Ayer hubo solo etapa inicial de las maniobras. Diana madrugadora. Aprestos. Marcha. Desfile.
¡Rataplán!
Toda la ciudad se asomó a las ventanas y los balcones para ver pasar a los soldados. Toda la ciudad los aplaudió. Toda la ciudad los elogió.
–¡Tan marciales!
–¡Tan guapos!
–¡Tan valientes!
Y toda la ciudad pensó que estaba muy bien que el régimen nos hiciera sentir que tiene un ejército muy grande, muy disciplinado, muy bien vestido y muy bien comido.
Tras la guarnición de Lima salió un automóvil grande, fuerte y raudo.
Las gentes que estaban todavía en sus ventanas, en sus balcones o en sus portales, exclamaban al aproximarse a ellas el automóvil:
—¡El ministro de Guerra! ¡El general Puente!
Pero luego se quedaban con la boca abierta.
No era el general Puente. No era el ministro de Guerra. Eran dos diputados de la minoría que querían ver las maniobras.
Y el automóvil de los diputados de la minoría era el único automóvil que había en las maniobras.
Volaba.
Pasó entre el ejército sudoroso y fatigado por la marcha.
Y en el ejército se reproducía la impresión de la ciudad:
—¡El ministro de Guerra! ¡El general Puente!
Había soldados que saludaban militarmente.
Y en la tarde, cuando la ciudad sintió otra vez en su seno a los dos diputados, hubo una pregunta:
—¿Para qué han ido a las maniobras estos diputados?
Y siguieron muchas risas y un solo comentario:
—¡La minoría anda en maniobras!
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 8 de diciembre de 1916. ↩︎