2.21. Buenos y sanos - Celos
- José Carlos Mariátegui
Buenos y sanos1
Todos seguimos vivos. El señor Pardo. El señor Riva Agüero. El señor Prado y Ugarteche. El señor Barrios. Nosotros. Todos. Y también el señor Heráclides Pérez.
Ha pasado la prórroga del presupuesto como un ciclón. Ha pasado el manifiesto de los futuristas como una ráfaga. No pasan los gritos agitados de las gentes que hacen una polvareda y un alboroto terribles. Pero todos estamos buenos y sanos. Nos tocamos el cuerpo para ver si nos duele algo. Nos sentimos seguros de que tenemos heridas y contusiones. Y nos engañamos. No nos ha pasado nada. Ni nos duele el cuerpo ni tenemos contusión alguna.
Y, sin embargo, sigue la algazara y sigue el torbellino. Las gentes continúan haciendo ademanes iracundos y pronunciando imprecaciones tremendas. Hay un vocerío que aturde. Los decretos y la circular del gobierno resuenan todavía. Vivimos metidos dentro de una caja acústica. Y tenemos miedo de quedarnos sordos.
Los que aún están ufanos y orgullosos de su postura son los futuristas. Se pasean por la ciudad arrogante y jactanciosamente. Y van de un lado a otro con la majestad de los hombres del día. Boulevard arriba, boulevard abajo, como dice un cronista que si bien nos acordamos se llama Fray Candil.
Y el señor José de la Riva Agüero, que ha sido siempre tan recoleto, sale ahora todos los días a la calle para que lo aplaudan y para que lo celebren. Y llega a la temeraria aventura de ir al teatro en la noche. Lo hemos visto con nuestros ojos. No estamos aquí para calumniarlo.
Pero no le sienta al señor Riva Agüero andar tanto por las calles. Las gentes son muy mal agradecidas. No sabrán darse cuenta jamás del beneficio que les ha hecho el manifiesto del señor Riva Agüero y su partido. No entenderán jamás la inmensidad de la abnegación de tal caudillo y de tal grupo. Tienen antes bien la osadía de reírse del manifiesto y del futurismo.
No podía sufrir más injusta suerte el señor Riva Agüero. Ha querido ser consecuente con sus convicciones. Ha querido tener una postura epatante y grandiosa. Ha querido erguirse en socorro de la Constitución y de las leyes. Y en Palacio el señor Pardo le cierra el puño y en las calles las gentes le hacen moscón como en el colegio. No hay hombres francos y generosos que le digan su aprobación y su aplauso.
Y cuando el señor Riva Agüero sale a las calles, tiene un enorme desencanto.
Los hombres del gobierno le gritan con todo énfasis:
—¡Muy mal, Riva Agüero!
Los hombres de la minoría le reclaman:
—¡Muy equivocado, Riva Agüero!
Los hombres prudentes y parsimoniosos le censuran:
—¡Muy temprano, Riva Agüero!
Los hombres inquietos y anhelantes le reprueban:
—¡Muy tarde, Riva Agüero!
Y no hay un hombre, fuera del futurismo, que le grite al señor Riva Agüero en las calles, en estos días que sale en busca de vítores:
—¡Muy bien, Riva Agüero!
Nosotros querríamos ser los que así le guapeáramos, pero tendríamos la mala suerte de que el señor Riva Agüero no nos creyera sinceros. El señor Riva Agüero nos hallaría falsos, mendaces y malévolos.
Esto es lo que nos tiene quietas la lengua y las manos cuando vemos al señor Riva Agüero pasear por la ciudad. Esto es lo que nos ha impedido vitorearle la otra noche en el Teatro Municipal. Esto es lo que no nos deja ir a su casa para dejarle una tarjeta siquiera por una rendija de la puerta.
Y esto es lo único que nos duele muy hondo en estas horas de vocerío y estrépito, en que todavía seguimos todos vivos, buenos y sanos.
Ha pasado la prórroga del presupuesto como un ciclón. Ha pasado el manifiesto de los futuristas como una ráfaga. No pasan los gritos agitados de las gentes que hacen una polvareda y un alboroto terribles. Pero todos estamos buenos y sanos. Nos tocamos el cuerpo para ver si nos duele algo. Nos sentimos seguros de que tenemos heridas y contusiones. Y nos engañamos. No nos ha pasado nada. Ni nos duele el cuerpo ni tenemos contusión alguna.
Y, sin embargo, sigue la algazara y sigue el torbellino. Las gentes continúan haciendo ademanes iracundos y pronunciando imprecaciones tremendas. Hay un vocerío que aturde. Los decretos y la circular del gobierno resuenan todavía. Vivimos metidos dentro de una caja acústica. Y tenemos miedo de quedarnos sordos.
Los que aún están ufanos y orgullosos de su postura son los futuristas. Se pasean por la ciudad arrogante y jactanciosamente. Y van de un lado a otro con la majestad de los hombres del día. Boulevard arriba, boulevard abajo, como dice un cronista que si bien nos acordamos se llama Fray Candil.
Y el señor José de la Riva Agüero, que ha sido siempre tan recoleto, sale ahora todos los días a la calle para que lo aplaudan y para que lo celebren. Y llega a la temeraria aventura de ir al teatro en la noche. Lo hemos visto con nuestros ojos. No estamos aquí para calumniarlo.
Pero no le sienta al señor Riva Agüero andar tanto por las calles. Las gentes son muy mal agradecidas. No sabrán darse cuenta jamás del beneficio que les ha hecho el manifiesto del señor Riva Agüero y su partido. No entenderán jamás la inmensidad de la abnegación de tal caudillo y de tal grupo. Tienen antes bien la osadía de reírse del manifiesto y del futurismo.
No podía sufrir más injusta suerte el señor Riva Agüero. Ha querido ser consecuente con sus convicciones. Ha querido tener una postura epatante y grandiosa. Ha querido erguirse en socorro de la Constitución y de las leyes. Y en Palacio el señor Pardo le cierra el puño y en las calles las gentes le hacen moscón como en el colegio. No hay hombres francos y generosos que le digan su aprobación y su aplauso.
Y cuando el señor Riva Agüero sale a las calles, tiene un enorme desencanto.
Los hombres del gobierno le gritan con todo énfasis:
—¡Muy mal, Riva Agüero!
Los hombres de la minoría le reclaman:
—¡Muy equivocado, Riva Agüero!
Los hombres prudentes y parsimoniosos le censuran:
—¡Muy temprano, Riva Agüero!
Los hombres inquietos y anhelantes le reprueban:
—¡Muy tarde, Riva Agüero!
Y no hay un hombre, fuera del futurismo, que le grite al señor Riva Agüero en las calles, en estos días que sale en busca de vítores:
—¡Muy bien, Riva Agüero!
Nosotros querríamos ser los que así le guapeáramos, pero tendríamos la mala suerte de que el señor Riva Agüero no nos creyera sinceros. El señor Riva Agüero nos hallaría falsos, mendaces y malévolos.
Esto es lo que nos tiene quietas la lengua y las manos cuando vemos al señor Riva Agüero pasear por la ciudad. Esto es lo que nos ha impedido vitorearle la otra noche en el Teatro Municipal. Esto es lo que no nos deja ir a su casa para dejarle una tarjeta siquiera por una rendija de la puerta.
Y esto es lo único que nos duele muy hondo en estas horas de vocerío y estrépito, en que todavía seguimos todos vivos, buenos y sanos.
Celos
Otra vez el señor Manuel Bernardino Pérez se ha puesto triste. Otra vez se ha puesto inquieto. Otra vez se ha puesto sombrío. Sus idilios electorales tienen penumbrosas complicaciones. El señor Manuel Bernardino Pérez concluirá adelgazándose y palideciendo.
Ayer lo hemos visto demacrado. Y también lo hemos visto ojeroso.
Y, sorprendidos por esta demacración y estas ojeras, nos hemos dado a averiguar las contrariedades y los males que las motivan.
Hemos ido por las calles preguntándoles a las gentes:
—¿Han visto ustedes al señor Pérez? ¿Por qué está tan melancólico y tan marchito el señor Pérez?
Unas gentes nos respondían:
—Habrá pasado mala noche.
Otras gentes nos respondían:
—Habrá perdido algún juicio.
Y otras gentes nos respondían:
—Se habrá enamorado.
Estas últimas gentes fueron las que nos dieron la pista de las contrariedades del señor Pérez. El señor Pérez está efectivamente enamorado. Se ha enamorado de Cajamarquilla, después de haberse enamorado de Pataz.
Cajamarquilla era para él una provincia nueva, cándida, virgen, inocente y tierna que se le ofrecía dulcemente y cambiaba con él los amorosos aros.
El señor Pérez esperaba en Lima el amor de Cajamarquilla. No era él quien iba hacia Cajamarquilla. Era Cajamarquilla quien venía hacia él. Y, ella viniendo y él aguardándola, se enviaban besos con las dos manos.
Pero ahora Cajamarquilla tiene dos galanes nuevos. Dos galanes jóvenes gallardos, buenos mozos. Los dos están cerca de Cajamarquilla. Los dos la miman y los dos la requiebran. Los dos se indignan ante la posibilidad de que la provincia impúber sea para un don Juan viejo y claudicante como el señor Pérez.
El señor Pérez que era un pretendiente único, exclusivo, privilegiado, el señor Pérez que se creía dueño por antonomasia del cariño de la provincia recién nacida, el señor Pérez que pensaba que había sido hecha para él, el señor Pérez que estaba seguro de que su derecho era inalienable y semidivino, tiene hoy dos rivales.
Y no son dos rivales de nombres romancescos y eufónicos. Son dos rivales de nombres vulgares. El señor Fidel Castañeda y el señor Arturo Cuadros. El señor Pérez tiene sus retratos en los bolsillos. Uno en el bolsillo de la diestra. Y otro en el bolsillo del corazón.
Se obstina en no alentar duda sobre la fidelidad de Cajamarquilla. Se empeña en creerla muy leal y muy rendida. Pero como las novelas y las poesías dicen que las mujeres son tan aviesas y tan traidoras, el señor Pérez se muere de celos.
Cajamarquilla está lejos de él. Y está junto a sus rivales. Y aunque Cajamarquilla le escribe que lo sigue queriendo, el señor Pérez siente que Cajamarquilla les está diciendo lo mismo al señor Castañeda y al señor Cuadros…
Ayer lo hemos visto demacrado. Y también lo hemos visto ojeroso.
Y, sorprendidos por esta demacración y estas ojeras, nos hemos dado a averiguar las contrariedades y los males que las motivan.
Hemos ido por las calles preguntándoles a las gentes:
—¿Han visto ustedes al señor Pérez? ¿Por qué está tan melancólico y tan marchito el señor Pérez?
Unas gentes nos respondían:
—Habrá pasado mala noche.
Otras gentes nos respondían:
—Habrá perdido algún juicio.
Y otras gentes nos respondían:
—Se habrá enamorado.
Estas últimas gentes fueron las que nos dieron la pista de las contrariedades del señor Pérez. El señor Pérez está efectivamente enamorado. Se ha enamorado de Cajamarquilla, después de haberse enamorado de Pataz.
Cajamarquilla era para él una provincia nueva, cándida, virgen, inocente y tierna que se le ofrecía dulcemente y cambiaba con él los amorosos aros.
El señor Pérez esperaba en Lima el amor de Cajamarquilla. No era él quien iba hacia Cajamarquilla. Era Cajamarquilla quien venía hacia él. Y, ella viniendo y él aguardándola, se enviaban besos con las dos manos.
Pero ahora Cajamarquilla tiene dos galanes nuevos. Dos galanes jóvenes gallardos, buenos mozos. Los dos están cerca de Cajamarquilla. Los dos la miman y los dos la requiebran. Los dos se indignan ante la posibilidad de que la provincia impúber sea para un don Juan viejo y claudicante como el señor Pérez.
El señor Pérez que era un pretendiente único, exclusivo, privilegiado, el señor Pérez que se creía dueño por antonomasia del cariño de la provincia recién nacida, el señor Pérez que pensaba que había sido hecha para él, el señor Pérez que estaba seguro de que su derecho era inalienable y semidivino, tiene hoy dos rivales.
Y no son dos rivales de nombres romancescos y eufónicos. Son dos rivales de nombres vulgares. El señor Fidel Castañeda y el señor Arturo Cuadros. El señor Pérez tiene sus retratos en los bolsillos. Uno en el bolsillo de la diestra. Y otro en el bolsillo del corazón.
Se obstina en no alentar duda sobre la fidelidad de Cajamarquilla. Se empeña en creerla muy leal y muy rendida. Pero como las novelas y las poesías dicen que las mujeres son tan aviesas y tan traidoras, el señor Pérez se muere de celos.
Cajamarquilla está lejos de él. Y está junto a sus rivales. Y aunque Cajamarquilla le escribe que lo sigue queriendo, el señor Pérez siente que Cajamarquilla les está diciendo lo mismo al señor Castañeda y al señor Cuadros…
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 21 de diciembre de 1916. ↩︎