1.6. Con el reloj en la mano - Trance cotidiano - Yate nuevo
- José Carlos Mariátegui
Con el reloj en la mano1
Vamos a esperar la dictadura fiscal con el reloj en la mano. Como unos perezosos, vamos a pasarnos el tiempo contando las horas, los minutos y los segundos.
Cuando nos cansemos de contar las horas, los minutos y los segundos, le daremos cuerda al reloj. Y volveremos a contar las horas, los minutos y los segundos.
Este reloj que tenemos en las manos es un reloj exacto y puntual que no sabrá engañarnos. Es un reloj circunspecto como un inglés. Es un reloj ideal. Callamos que este reloj es el que nos ha regalado el señor Balbuena con el sórdido propósito de sobornarnos.
Miramos cómo giran las agujas de nuestro reloj y nos convencemos de que nuestro reloj es un dechado de precisión. A veces nos lo acercamos al oído para escuchar su tic-tac.
Y a veces lo frotamos en nuestra americana para que se abrillante su metal.
Hay gentes que nos preguntan.
—¿Qué hacen ustedes con el reloj en la mano? Y nosotros les decimos:
—Esperamos la prórroga del presupuesto. Queremos saber a qué hora sale a la calle. Queremos tomarle el tiempo como a las carreras de caballos.
Y seguimos con el reloj en la mano.
Pasa el señor Manzanilla y nos sonríe con toda la certidumbre de que ya no pensamos en reportearlo. Y nos hace un saludo que no es de hombre público ni de presidente de la Cámara de Diputados, sino de abogado con mucha clientela y de amigo nuestro. Pasa el señor Prado y Ugarteche con toda la celeridad de su automóvil y toda la eficacia de su bencina. Pasa el señor Amador del Solar con todas las palabras de su reportaje en la mirada. Pasan los hombres públicos de todas las horas.
Nosotros leemos en nuestro reloj las 6 de la tarde.
Siguen desfilando gentes importantes y gentes sin importancia.
Pasan las gentes del cinema.
Nosotros leemos en nuestro reloj las ocho de la noche.
Pasan las gentes que van a la ópera. Pasan las gentes que no van a ninguna parte. Pasan los candidatos que tienen citas con sus electores. Pasa el señor Torres Balcázar. Pasa el señor Miró Quesada. Pasa el señor La Jara y Ureta. Pasa el señor Balbuena. No pasa el señor Riva Agüero.
Preguntamos:
—¿Por qué no pasa el señor Riva Agüero?
Las gentes nos contestan:
—El señor Riva Agüero no sale en las noches. Es persona prudente y cauta ¡Hay tantas neumonías! ¡Hay tantas gripes! ¡Hay tantos romadizos!
Pasan las gentes que salen del teatro.
Y pasan los liberales cogidos de las manos. Y se limpian los labios de chocolate. Y se suben las solapas del sobretodo.
Nosotros leemos en nuestro reloj las doce de la noche. Y hasta esta noche en que escribimos para el público seguimos con el reloj en la mano. Seguiremos así hasta que llegue la dictadura fiscal. No quitaremos los ojos del reloj para saber con exactitud en qué momento aparece. Tenemos cierto presentimiento de que la dictadura fiscal no querrá que se sepa a qué hora se destapa la cara. Y esto nos ratifica en la obsesión de esperarla con el reloj en la mano.
Solo nos asiste un temor. El temor de que el reloj, por más cuerda que nosotros le demos, se pare de improviso. Pero nos consuela la seguridad de que este reloj no es el que nos ha regalado el señor Balbuena.
Cuando nos cansemos de contar las horas, los minutos y los segundos, le daremos cuerda al reloj. Y volveremos a contar las horas, los minutos y los segundos.
Este reloj que tenemos en las manos es un reloj exacto y puntual que no sabrá engañarnos. Es un reloj circunspecto como un inglés. Es un reloj ideal. Callamos que este reloj es el que nos ha regalado el señor Balbuena con el sórdido propósito de sobornarnos.
Miramos cómo giran las agujas de nuestro reloj y nos convencemos de que nuestro reloj es un dechado de precisión. A veces nos lo acercamos al oído para escuchar su tic-tac.
Y a veces lo frotamos en nuestra americana para que se abrillante su metal.
Hay gentes que nos preguntan.
—¿Qué hacen ustedes con el reloj en la mano? Y nosotros les decimos:
—Esperamos la prórroga del presupuesto. Queremos saber a qué hora sale a la calle. Queremos tomarle el tiempo como a las carreras de caballos.
Y seguimos con el reloj en la mano.
Pasa el señor Manzanilla y nos sonríe con toda la certidumbre de que ya no pensamos en reportearlo. Y nos hace un saludo que no es de hombre público ni de presidente de la Cámara de Diputados, sino de abogado con mucha clientela y de amigo nuestro. Pasa el señor Prado y Ugarteche con toda la celeridad de su automóvil y toda la eficacia de su bencina. Pasa el señor Amador del Solar con todas las palabras de su reportaje en la mirada. Pasan los hombres públicos de todas las horas.
Nosotros leemos en nuestro reloj las 6 de la tarde.
Siguen desfilando gentes importantes y gentes sin importancia.
Pasan las gentes del cinema.
Nosotros leemos en nuestro reloj las ocho de la noche.
Pasan las gentes que van a la ópera. Pasan las gentes que no van a ninguna parte. Pasan los candidatos que tienen citas con sus electores. Pasa el señor Torres Balcázar. Pasa el señor Miró Quesada. Pasa el señor La Jara y Ureta. Pasa el señor Balbuena. No pasa el señor Riva Agüero.
Preguntamos:
—¿Por qué no pasa el señor Riva Agüero?
Las gentes nos contestan:
—El señor Riva Agüero no sale en las noches. Es persona prudente y cauta ¡Hay tantas neumonías! ¡Hay tantas gripes! ¡Hay tantos romadizos!
Pasan las gentes que salen del teatro.
Y pasan los liberales cogidos de las manos. Y se limpian los labios de chocolate. Y se suben las solapas del sobretodo.
Nosotros leemos en nuestro reloj las doce de la noche. Y hasta esta noche en que escribimos para el público seguimos con el reloj en la mano. Seguiremos así hasta que llegue la dictadura fiscal. No quitaremos los ojos del reloj para saber con exactitud en qué momento aparece. Tenemos cierto presentimiento de que la dictadura fiscal no querrá que se sepa a qué hora se destapa la cara. Y esto nos ratifica en la obsesión de esperarla con el reloj en la mano.
Solo nos asiste un temor. El temor de que el reloj, por más cuerda que nosotros le demos, se pare de improviso. Pero nos consuela la seguridad de que este reloj no es el que nos ha regalado el señor Balbuena.
Trance cotidiano
A las doce de la noche muchas gentes nos han rodeado y nos han dicho:
—¡Hay una noticia tremenda! ¡Los liberales están en La Prensa en sesión solemne! ¡Están conchabándose! ¡Están confabulándose! ¡Dentro de una hora van a ponerse en jarras!
Nos hemos reído:
—Imposible. Los liberales son ciudadanos tranquilos y ecuánimes que no piensan en esas cosas.
Pero nos han contradicho:
—¡Cierto! ¡Muy cierto! ¡Hay sesión solemne de los liberales! ¡Hay sesión sensacional! ¡Ahora mismo están gritando el señor Silva Santisteban y el señor Lanatta!
Hemos ido con presura a La Prensa. Y hemos entrado interrogando a voces:
—¿Es cierto que hay una sesión solemne? ¿Es cierto que hay una sesión sensacional?
Nos han respondido serenamente:
—Inexacto. Hay una sesión ordinaria. ¡La sesión de todo los lunes!¡La sesión de los estatutos! ¡La sesión ritual! ¡La sesión reglamentaria!
Esto nos ha persuadido. Era como nosotros pensábamos. Los liberales seguían siendo ciudadanos tranquilos y ecuánimes. Y hemos preguntado, ya reportados y ya calmados, después de enjugarnos el sudor:
—¿La sesión del chocolate y del oporto?
Para que nos respondiesen con una afirmación risueña:
—La sesión del chocolate y del oporto.
Nuestra curiosidad nos ha inducido, sin embargo, a esta pregunta:
—¿Se ha hablado de la situación política? ¿Se ha hablado de la dictadura fiscal?
Y nos han contestado:
—No. Se ha hablado solo de las próximas elecciones. No ha habido otro tema que el de las candidaturas liberales. Es un tema muy importante.
Y el señor Balbuena, a quien también hemos interrogado, nos ha respondido.
—Yo no he asistido a la sesión. Yo he estado en un banquete. La oportunidad de un cumpleaños me ha obligado, con toda mi satisfacción, a comer junto a un amigo. El deber social me ha sustraído al deber político.
—¿No tiene usted una sola noticia para nosotros?
—¡Ni una sola! ¡Y cuánto lo lamento! ¡Cuánto siento yo no poder colaborar al éxito de la información de ustedes! ¡Esto aflige hondamente mi anhelo de ser útil a los periodistas! ¡Estoy consternado!
Y todos nos decían:
—No nos hemos ocupado de la política actual. Nos hemos ocupado únicamente de la política del porvenir. Solo nos interesa lanzar candidatos. El presente es vulgar. El porvenir es transcendental.
Y cuando hemos preguntado por el señor Silva Santisteban se nos ha dicho que no había ido a la sesión. Y hemos recordado que al señor Silva Santisteban no le gusta asistir a las sesiones de sus correligionarios porque sus correligionarios tienen la imprudente costumbre de sesionar en las noches.
—¡Hay una noticia tremenda! ¡Los liberales están en La Prensa en sesión solemne! ¡Están conchabándose! ¡Están confabulándose! ¡Dentro de una hora van a ponerse en jarras!
Nos hemos reído:
—Imposible. Los liberales son ciudadanos tranquilos y ecuánimes que no piensan en esas cosas.
Pero nos han contradicho:
—¡Cierto! ¡Muy cierto! ¡Hay sesión solemne de los liberales! ¡Hay sesión sensacional! ¡Ahora mismo están gritando el señor Silva Santisteban y el señor Lanatta!
Hemos ido con presura a La Prensa. Y hemos entrado interrogando a voces:
—¿Es cierto que hay una sesión solemne? ¿Es cierto que hay una sesión sensacional?
Nos han respondido serenamente:
—Inexacto. Hay una sesión ordinaria. ¡La sesión de todo los lunes!¡La sesión de los estatutos! ¡La sesión ritual! ¡La sesión reglamentaria!
Esto nos ha persuadido. Era como nosotros pensábamos. Los liberales seguían siendo ciudadanos tranquilos y ecuánimes. Y hemos preguntado, ya reportados y ya calmados, después de enjugarnos el sudor:
—¿La sesión del chocolate y del oporto?
Para que nos respondiesen con una afirmación risueña:
—La sesión del chocolate y del oporto.
Nuestra curiosidad nos ha inducido, sin embargo, a esta pregunta:
—¿Se ha hablado de la situación política? ¿Se ha hablado de la dictadura fiscal?
Y nos han contestado:
—No. Se ha hablado solo de las próximas elecciones. No ha habido otro tema que el de las candidaturas liberales. Es un tema muy importante.
Y el señor Balbuena, a quien también hemos interrogado, nos ha respondido.
—Yo no he asistido a la sesión. Yo he estado en un banquete. La oportunidad de un cumpleaños me ha obligado, con toda mi satisfacción, a comer junto a un amigo. El deber social me ha sustraído al deber político.
—¿No tiene usted una sola noticia para nosotros?
—¡Ni una sola! ¡Y cuánto lo lamento! ¡Cuánto siento yo no poder colaborar al éxito de la información de ustedes! ¡Esto aflige hondamente mi anhelo de ser útil a los periodistas! ¡Estoy consternado!
Y todos nos decían:
—No nos hemos ocupado de la política actual. Nos hemos ocupado únicamente de la política del porvenir. Solo nos interesa lanzar candidatos. El presente es vulgar. El porvenir es transcendental.
Y cuando hemos preguntado por el señor Silva Santisteban se nos ha dicho que no había ido a la sesión. Y hemos recordado que al señor Silva Santisteban no le gusta asistir a las sesiones de sus correligionarios porque sus correligionarios tienen la imprudente costumbre de sesionar en las noches.
Yate nuevo
El señor Pardo ha leído de chico a Julio Verne. Y de la lectura de Julio Verne le ha quedado la afición a los yates. Los aerostatos y los sumergibles de Julio Verne no le han entusiasmado nunca. Su espíritu cauteloso, burgués y tranquilo no se aviene con la osadía aventurera de aerostatos y sumergibles. Pero en cambio vive enamorado de los yates y del mar.
El espíritu del señor Pardo no se entusiasma con los toros. El espíritu del señor Pardo no se entusiasma con las riñas de gallos. El espíritu del señor Pardo tampoco se entusiasma con los matchs de fútbol, con las carreras de encostalados, ni con el palo ensebado.
Ama los deportes elegantes y aristocráticos. Ama las carreras de caballos. Ama el polo. Ama el plan tennis. Y ama sobre todo los deportes del mar.
No son las regatas de yolas y esquifes las que le entusiasman y regalan. Son los paseos en yate. Las yolas y los esquifes son demasiado pequeños para impresionar su espíritu esclarecido y megalómano.
Viendo el mar surcado por yates, puestos los ojos en ellos, pasó el señor Pardo muchos días felices en los litorales azules de la Francia.
Y viendo el mar sin yates de Miraflores, vive aún muchos días de evocación y de recuerdo.
Pero su espíritu no se satisface con las cortas complacencias de la vida del balneario. Y, en estas horas de congoja política en que tiene en un hilo el alma de las gentes, una gentil obstinación ha turbado sus nobles ensueños y megalomanías.
El señor Pardo ha descubierto una necesidad nacional que el país no había advertido. Nosotros, incautos y miopes, no habíamos puesto los ojos en ella. Solo el señor Pardo ha podido notarla. El país necesita un yate. Un yate hermoso, esbelto y cómodo. Un yate que invite al paseo. Y lo necesita inmediatamente. ¡Cómo no lo habíamos sentido hasta ahora! ¡Cuán pobres e inadvertidas gentes somos!
Y el señor Pardo se ha puesto inmediatamente en tratos de adquisición de un yate. Ya le ha echado el ojo. Ya ha hecho propuestas. Ya le han contestado. El yate está en el Callao. Se llama “Flora” y ha pertenecido a un yanqui millonario. Y el gobierno peruano va a comprarlo y va a pagarlo con el arrendamiento del “Iquitos”.
Y en este yate y en su compra tiene el señor Pardo puestos todos sus sentidos. Hasta los problemas políticos de la hora presente son para él nimios y pueriles al lado de este problema. Y ha ocurrido que cuando uno de sus áulicos le ha hablado al señor Pardo de la prórroga del presupuesto, el señor Pardo le ha preguntado despreocupadamente:
—¿No le parece a usted que es preciso que el gobierno compre un yate? ¡Un yate bien elegante! ¡Un yate bien raudo! ¡Un yate bien bonito!
Y esta afición a los yates no es nueva en el señor Pardo. No tiene su origen en la reciente estada del señor Pardo en Europa. Tiene su origen en los días en que el señor Pardo era chico. Tiene su origen en la lectura de Julio Verne.
Por eso uno de los actos más transcendentales e importantes de la primera administración del señor Pardo fue la adquisición de un yate. Enamorado de los yates, el señor Pardo compró el “Verónique”. Y, pues era preciso darle un nombre nacional, lo bautizó “Iquitos”.
Los años y, más que los años, la plebeyez de los gobiernos que siguieron al señor Pardo, han hecho del “Iquitos” un barco innoble y mercenario que transporta carbón y azúcar.
El señor Pardo se ve, pues, en la necesidad patriótica y aristocrática de sustituirlo. Siente la nostalgia de los paseos marítimos. Se exalta su lírica pasión por el mar. Y sueña con la próxima adquisición del “Flora”, que está ya en el Callao. Y sueña con que lo lleve y lo traiga a lo largo del litoral brumoso y triste del Perú.
Y así cuantos aquí andamos mal hablando del señor Pardo no podremos decir en adelante que tenemos un mandatario prosaico capaz de encerrarse en la aridez de vulgares cuestiones económicas y políticas, sino que tenemos un presidente artista que ha leído a Julio Verne, que ama el mar y que sueña con la Costa Azul…
El espíritu del señor Pardo no se entusiasma con los toros. El espíritu del señor Pardo no se entusiasma con las riñas de gallos. El espíritu del señor Pardo tampoco se entusiasma con los matchs de fútbol, con las carreras de encostalados, ni con el palo ensebado.
Ama los deportes elegantes y aristocráticos. Ama las carreras de caballos. Ama el polo. Ama el plan tennis. Y ama sobre todo los deportes del mar.
No son las regatas de yolas y esquifes las que le entusiasman y regalan. Son los paseos en yate. Las yolas y los esquifes son demasiado pequeños para impresionar su espíritu esclarecido y megalómano.
Viendo el mar surcado por yates, puestos los ojos en ellos, pasó el señor Pardo muchos días felices en los litorales azules de la Francia.
Y viendo el mar sin yates de Miraflores, vive aún muchos días de evocación y de recuerdo.
Pero su espíritu no se satisface con las cortas complacencias de la vida del balneario. Y, en estas horas de congoja política en que tiene en un hilo el alma de las gentes, una gentil obstinación ha turbado sus nobles ensueños y megalomanías.
El señor Pardo ha descubierto una necesidad nacional que el país no había advertido. Nosotros, incautos y miopes, no habíamos puesto los ojos en ella. Solo el señor Pardo ha podido notarla. El país necesita un yate. Un yate hermoso, esbelto y cómodo. Un yate que invite al paseo. Y lo necesita inmediatamente. ¡Cómo no lo habíamos sentido hasta ahora! ¡Cuán pobres e inadvertidas gentes somos!
Y el señor Pardo se ha puesto inmediatamente en tratos de adquisición de un yate. Ya le ha echado el ojo. Ya ha hecho propuestas. Ya le han contestado. El yate está en el Callao. Se llama “Flora” y ha pertenecido a un yanqui millonario. Y el gobierno peruano va a comprarlo y va a pagarlo con el arrendamiento del “Iquitos”.
Y en este yate y en su compra tiene el señor Pardo puestos todos sus sentidos. Hasta los problemas políticos de la hora presente son para él nimios y pueriles al lado de este problema. Y ha ocurrido que cuando uno de sus áulicos le ha hablado al señor Pardo de la prórroga del presupuesto, el señor Pardo le ha preguntado despreocupadamente:
—¿No le parece a usted que es preciso que el gobierno compre un yate? ¡Un yate bien elegante! ¡Un yate bien raudo! ¡Un yate bien bonito!
Y esta afición a los yates no es nueva en el señor Pardo. No tiene su origen en la reciente estada del señor Pardo en Europa. Tiene su origen en los días en que el señor Pardo era chico. Tiene su origen en la lectura de Julio Verne.
Por eso uno de los actos más transcendentales e importantes de la primera administración del señor Pardo fue la adquisición de un yate. Enamorado de los yates, el señor Pardo compró el “Verónique”. Y, pues era preciso darle un nombre nacional, lo bautizó “Iquitos”.
Los años y, más que los años, la plebeyez de los gobiernos que siguieron al señor Pardo, han hecho del “Iquitos” un barco innoble y mercenario que transporta carbón y azúcar.
El señor Pardo se ve, pues, en la necesidad patriótica y aristocrática de sustituirlo. Siente la nostalgia de los paseos marítimos. Se exalta su lírica pasión por el mar. Y sueña con la próxima adquisición del “Flora”, que está ya en el Callao. Y sueña con que lo lleve y lo traiga a lo largo del litoral brumoso y triste del Perú.
Y así cuantos aquí andamos mal hablando del señor Pardo no podremos decir en adelante que tenemos un mandatario prosaico capaz de encerrarse en la aridez de vulgares cuestiones económicas y políticas, sino que tenemos un presidente artista que ha leído a Julio Verne, que ama el mar y que sueña con la Costa Azul…
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 21 de noviembre de 1916. ↩︎