Prólogo

            Tras una desvelada incidencia en heterogéneas formas del periodismo, Juan Croniqueur dio vida a una serie de estampas políticas, inspiradas en los intereses y los juicios comunes, y por eso definidas con el plebiscitario título de Voces. Una serie original, incisiva y caleidoscópica, en la cual se halla el animado y variopinto cuadro que en su momento histórico caracterizaba a la sociedad peruana. Y, fundamentalmente, una cabal demostración de profesionalismo: pues son piezas que reflejan una severa experiencia creadora, y cuya acogida dio a su autor un lugar propio en el periodismo de la época.
            En esos artículos se advierte la realización de un íntimo deseo, indisolublemente ligado a sus circunstancias: obtener el reconocimiento de su valía como escritor, y una posición que en el periodismo fuese asociada a su autoridad personal. Trataba de crear una columna con estilo propio; y que, a despecho de su intrínseca seriedad, esgrimiera la risa para señalar y castigar los errores de la política patricia y de sus representantes. Intentó crearla desde que decidió adoptar el seudónimo de “Juan Croniqueur”, para romper el anonimato que tal vez mantuvo antes en algunas notas ligeras; y cuando presentó su primera publicación personal, como la iniciación de una serie de “crónicas madrileñas” que tratarían “de todo aquello más interesante y seductor” que hay en España, insinuó la concepción de ese deseo. Pero ya sabemos la suerte deparada a su intento, porque la dirección de La Prensa tomó con escepticismo su autoría, en atención a los cortos años del inesperado “corresponsal”, la modestia de la posición que a la sazón ocupaba en el diario, y el prejuicio determinado por su truncada educación escolar. Y en sucesivas ocasiones renovó su aspiración, al tratar temas susceptibles de asedios más o menos continuados y a cuyos títulos anteponía un encabezamiento genérico: “Lecturas amenas”, “Por esas calles”, “Por los suburbios”, “A la vera del camino”, “Comentarios”. Todos pasaron inadvertidos, porque parecían asociarse a las rutinarias amenidades del periodismo coetáneo, o tal vez porque sus respectivos contenidos parecían adaptables a los propósitos de la información general. Y de pronto se le deparó una nueva demostración de sus postergadas iniciativas: pues, quizá para subsanar la ausencia temporal del comentarista parlamentario, se le requirió para atender a esa tarea de la redacción; nada menos que en los cálidos días de enero de 1916, durante los debates finales de una anodina legislatura extraordinaria; y en la columna que entonces publicó, bajo el sugerente epígrafe de “Guignol del día”, abandonó los trazos escuetos de la crónica, los tonos y los temas desprendidos de la influencia palaciega o la tímida cortesanía ante el poder.
            A decir verdad, se le ofreció aquella opción en un momento decisivo: cuando expresaba los fervores de su personalidad a través de la creación literaria, y lograba atraer la estimación hacia los valores estéticos y humanistas de su palabra transparente; y cuando proyectaba su conciencia crítica hacia la realidad, al afrontar sus flagrantes y ominosas contradicciones. O sea, en una coyuntura vital caracterizada por la diferenciación del individuo frente a la sociedad, y por la identificación subordinada a sus mutuas relaciones e interacciones. Y mirando hacia la potencial grandeza y las inconsecuencias de la política, pudo decir1:

los que somos todavía niños e ingenuos, extrañamos y sentimos la nostalgia de la tragedia que siempre acaba en sainete y del sainete que nunca acaba en tragedia.

            Obliga a evocar las cavilaciones del pensador, que sitúa entre esos extremos los azares de la vida o la política: tragedia para quienes la sufren, y sainete o comedia para quienes la observan desde algún retiro o disponen de los medios aptos para modelarla. Ya poco de haber volcado concepciones semejantes en el “Guignol del día”, confesó Juan Croniqueur2:

A mí no me sugestiona la política. Me gustan sí los políticos, que es distinto. Hasta hace poco fui asiduo de la tribuna periodística en una de las cámaras. Iba ahí todas las tardes. Tenía como siempre la franquicia de un pase libre para todos los teatros y para todos los cinemas, pero nunca hice la tontería de optar por una tanda vermouth en vez de ir a la cámara. Me encariñé tanto con la escena y el debate de las tardes parlamentarias, que llegué a hacer, como los chiquillos, un teatro guignol para los lectores de este periódico.

            Como observador o acucioso relator de sus incidencias, la escena política fue un espectáculo para Juan Croniqueur. Y aunque no se callara entonces en la intención burlesca del epígrafe adoptado en su columna, era fácil entender que las intervenciones más o menos impresionantes y aparatosas de los personajes presentados en ese “guignol “le parecieron predeterminadas, o movidas por hilos que accionaba una voluntad invisible. Por eso ajustó esa columna a términos informales, y al iniciarla confesó3:

Las tardes parlamentarias nos atraen de cinco a siete y media… y tenemos con frecuencia el consuelo de no cansarnos y de no aburrirnos de ellas.

            Sin embargo, esa disposición anímica fue debilitándose, hasta que un día pudo apuntar que había sido “soporífero, sombrío y antipático”; y otro, que “en la cámara joven no hay forma de divertirse, [porque] los discursos son homeopáticos, incoloros y amorfos”; y otro, que el aburrimiento de una sesión lo amodorró profundamente. Pero es posible que la causa de esa desmayada reacción no se debiera únicamente a la pobreza de los debates parlamentarios, y que más sensible fuera la presión ejercida por las limitaciones que en La Prensa debían ser acatadas: pues el diario mantenía estrechas relaciones con el régimen del presidente José Pardo, y otorgaba un lógico respaldo a los hechos y dichos de cuantos lo secundaban en el gobierno y el parlamento. De modo que no pudieron ajustarse a la tónica del periódico ni la aparente frivolidad, ni la ligereza, ni el humorismo que Juan Croniqueur intentó concertar en el “Guignol del día”. Y dio lánguido final a sus notas con una apelación al espíritu de las vacaciones legislativas, el vago recuerdo de algunos parlamentarios amigos y un ejercicio dialéctico con Abraham Valdelomar.
            Terminada aquella experiencia, Juan Croniqueur inició en La Prensa un “Glosario de las cosas cotidianas”: una nueva columna personal, cuyo encuadre debió motivar amistosas conversaciones con la dirección del diario, afín de estipular la exclusión de los tópicos relacionados con la política nacional. En sus días fue una columna buscada, leída y muy comentada, porque en sus temas y su estilo se reflejaba cabalmente la sensibilidad del momento. Pero no era ese el género periodístico adaptable a sus horizontes personales, porque lo constreñía a un grupo selecto de lectores y lo privaba de asomarse a los artilugios y los meandros del poder. Con intensidad hamletiana enfocaba finitimamente aquel dilema profesional: de una parte, la cotidiana versión de sus afinidades estéticas y literarias, y su comprensiva aproximación a las manifestaciones externas de los dramas históricos o sociales, que a la postre lo exponían a las repeticiones, los estereotipos y la autosatisfacción; y, de otra parte, un interés metódicamente enderezado hacia la realidad y la movilidad de la vida nacional. Se planteaba la necesidad de optar entre la actitud más o menos efímera y superficial del cronista literario y la del escritor que a través del análisis político ejerce un magisterio basado en la verdad. Su reacción inmediata lo llevaba a cumplir con cierto desgano su “obligación con el periódico”. Y logró despejar sus dudas cuando fue comprometido para incorporarse a la planta profesional de El Tiempo, nada menos que para aplicarse al cotidiano seguimiento de la política y los políticos.
            La ocasión fue excepcionalmente feliz: porque la fundación de El Tiempo estaba enderezada a estimular la oposición al régimen de José Pardo; y, libre de las limitaciones y las convenciones que debió respetar en La Prensa, Juan Croniqueur asumió el “puesto de redactor político “. Su decisión siguió a una íntima y turbadora reflexión: porque se había iniciado en La Prensa y al dejarla acudían los recuerdos a su mente; y porque la nueva empresa de El Tiempo le franqueaba un atractivo progreso profesional, pero no dejaba de entrañar un riesgo. A nadie solicitó consejo para resolver “cuestión [tan] importante”; y al inclinarse hacia el cambio lo hizo “por ambición”, porque el posible surgimiento de El Tiempo le hacía entrever “un gran porvenir”4. Su continuación en La Prensa lo habría mantenido en la posición de un cronista literario, elegante, más o menos displicente, y halagado por aplausos volanderos; pero su incorporación al nuevo diario El Tiempo lo convertiría en escritor político, discutido, influyente, y tal vez elevado a la cresta de la actualidad nacional. De modo que a un mismo tiempo iniciaba con ese gesto la aprobación de su pugnacidad juvenil y el voluntarioso cumplimiento de un previo plan de vida.
            En los días de su fundación, El Tiempo se distinguió por las auras de renovación que fluyeron a través de sus campañas políticas y populares. Bien fuera por obra de sus redactores principales, bien por la autoridad y la elocuencia de colaboradores que sostuvieron la crítica del conservadorismo predominante, y avanzaron algunos lineamientos destinados a reformar la estañada administración. Desde la columna editorial —confiada a veces a alguno de sus compañeros de empresa empeñóse en tales lides el director, Pedro Ruíz Bravo, en tono polémico y copiosamente ceñido a la citación de antecedentes que en alguna forma desahuciaban los actos del gobierno. A ello contribuyeron los “Puntos de Vista” de César Falcón, cuyos enfoques críticos tuvieron alcances beligerantes y aun premonitorios; el fecundo y versátil Ladislao F. Meza; y uno o más cronistas o reporteros, que acopiaban la información rutinaria. Pero no cabe duda que destacaron los puntuales artículos publicados por Juan Croniqueur bajo el epígrafe de “Voces”5: porque reflejaron observación y agudo conocimiento de hombres y hechos; y con notable originalidad ejercitaron formas ágiles, sugestivas, risueñas, incisivas, urticantes y metódicamente alejadas de la malevolencia, la pasión o la rudeza. Fueron clara secuencia de los artículos que antes incluyera en su “Guignol del día”; pero en sus nuevas circunstancias logra hacerlos más seguros y penetrantes, claramente definitorios y mejor temperados.
            Aún en la simplicidad del epígrafe dado a la nueva columna, Juan Croniqueur definió su proyección exacta. Pues debía auscultar y expresar las críticas autorizadas y los testimonios de quienes alternaban en la acción pública; y, paralelamente, los comentarios ingenuos o maliciosos que reflejasen la impresión que los hechos políticos inspiran a las gentes comunes. Es decir, una versión de la actualidad palpitante; y, no obstante coincidir con la oposición al gobierno y sus prohombres, evita hábilmente la procacidad y el vejamen, y opta por la ironía y la sugerencia humorística. Es una versión pulcramente desenvuelta para condicionar la percepción inteligente y la sonrisa del lector, y para despejar el asombro que suelen labrar la pompa y los ditirambos palaciegos. Y desvelado el cronista por los justos contornos de la noticia y de la reacción que ésta debía provocar entre los lectores, se ampara en la presunta autoridad de la información recibida y disimula cualquier parcialidad entre los finos hilos de su ironía.
            Muchos dichos y hechos comunicados en “Voces” sorprenderían seguramente a los interlocutores o los actores respectivos, pues es posible que provinieran de indiscreciones cogidas al vuelo o de confidencias amistosas. Y Juan Croniqueur oculta cuidadosamente el origen de sus informaciones, o menciona murmuraciones que tendían a disimular sus fuentes. Cuidaba celosamente el secreto profesional que hoy constituye una garantía del periodismo político, pero así cuidaba su propia credibilidad, como base de su prestigio personal. Y aunque muy bien pudiese atribuir muchas anécdotas a chismes o impresiones, que en sus diálogos cambiasen los cronistas parlamentarios durante los prolegómenos o los intervalos de las sesiones, son muy características las alusiones deslizadas en “Voces” acerca de la procedencia de sus noticias. Por ejemplo: “nuestros informadores, que están en todas partes”, “muchas gentes nos han rodeado y nos han dicho”, “hace un instante nos han venido a contar un caso muy curioso”, “vienen a nuestra imprenta las gentes malévolas y suspicaces para decirnos”, “nuestros cronistas nos han referido”, “asevera el comentario callejero”, “la opinión pública y nosotros que estamos muy cerca de ella”, “las gentes piensan”6. Y a esa referencia, o a la vaga mención de la sabiduría o la experiencia de quienes le trasmiten una noticia, sigue el desarrollo que en forma inteligente la engarza en un animado cuadro de época.
            En cada artículo de la serie puede advertirse el seguimiento de un esquema, cuyas partes tienden a cautivar y conducir el interés del lector, y acompasan certeramente los elementos conceptuales y verbales a cuya trabazón sería el efecto global. Obedece a la concepción clásica de la unidad y el orden, en cuanto se inicia con la enunciación o la insinuación del tema escogido, sigue con las referencias o las reflexiones pertinentes, y en forma coherente llega a la palabra o la sentencia que prueban o dan valor cabal a la propuesta inicial. Es obviamente intencionado en su ironía, y en su declarada desconfianza ante las ideas o los actos de gobierno de quienes ejercían el poder. Pero no puede negarse que representa un modo de ver el flujo de los acontecimientos que hacen noticia y que sucesivamente van definiendo el momento histórico; y hasta cierto punto es también el alegato de la razón, sorprendida ante el espectáculo de una sociedad tradicional y decadente. Desde el comienzo de su examen cotidiano lo acongojó “un poco la posibilidad de llegar a ver muy claro”. Y por eso fue “Voces” la columna que afianzó y condicionó la orientación profesional del joven Mariátegui; y que, por su resonancia, dio a su autor una especial significación en la modelación y la difusión de la opinión pública.

Alberto Tauro


Referencias


  1. En su “Glosario de la vida cotidiana”: La Prensa, 21-1916. Incluido en Escritos Juveniles: Vol. III, p. 65. ↩︎

  2. En su “Glosario de la vida cotidiana”: La Prensa, 13-1916. Incluido en Escritos Juveniles: vol. III., p.53. ↩︎

  3. Cf. “Las tardes parlamentarias”, en su “Guignol del día”: La Prensa, 1916. ↩︎

  4. Cf. su carta a “Ruth”, de [15 de junio de 1916], que ya tuvimos oportunidad de glosar en Anuario Mariateguiano: Vol. 1, p. 48; Lima, 1989. ↩︎

  5. Es interesante recordar los asertos que en torno a “Voces” incluyen algunos estudios consagrados a José Carlos Mariátegui. Por ejemplo: los de Luis Alberto Sánchez, Jorge Basadre, Guillermo Rouillon y Mario Castro Arenas.
    Apunta el primero que en El Tiempo “escribía “Voces”, comentarios irónicos a la situación y a los personajes políticos, [en tanto que] Cisneros se burlaba, con copia de chistes, en los “Ecos” de La Prensa -punto de partida de aquellas “Voces” [y que] Mariátegui humorizó y atacó más a fondo, [haciendo en esa columna] su aprendizaje indispensable para conocer a nuestros políticos”. (En sus “Datos para una semblanza de José Carlos Mariátegui”, inicialmente publicados en Presente: Nº 1; Lima, julio de 1930. Y reproducidos en su Escafandra, lupa y atalaya: Madrid, 1977, pp. 127-144).
    Jorge Basadre informa que José Carlos Mariátegui publicó una sección diaria de comentarios políticos humorísticos, al estilo de los “Ecos” que había popularizado Luis Fernán Cisneros [y la tituló] “Voces”, con clara alusión a ellos”. (En su Historia de la República del Perú: Tomo IX, p. 4197, Lima, 1964).
    Guillermo Rouillón adopta la misma información, al decir que “Juan Croniqueur cultivará el comentario político a través de la columna “Voces”, tratando de imitar “Ecos” de Luis Fernán Cisneros”. (En La creación heroica de José Carlos Mariátegui: p. 167; Lima, 1975).
    Y a su vez, Mario Castro Arenas observa: “Mariátegui adhiere la línea antioficialista [en la columna “Voces”], más por desacuerdos con el estilo político del civilismo que por hondas y maduras razones ideológicas, [pasando por alto levantamientos frustrados como] la sublevación del prefecto de Huaraz Manuel Rivero y Hurtado, quien trató de impedir que Pardo asumiera su segunda administración, demandando la prórroga del mandato provisional de Benavides”. (En su Reconstrucción de Mariátegui: Lima, Okura editores S.A., 1985; p. 27).
    En verdad, no es necesario llevar a cabo un escrutinio muy exigente para establecer que los cuatro asertos se ajustan a una línea testimonial, que trasmite impresiones más o menos parciales y apresuradas, sin apelar a la confrontación directa de los textos referidos y a la consiguiente fundamentación del juicio. Y ya que deducen algún grado de interinfluencia a base de la aparente semejanza entre los vocablos ecos y voces, extraña que no hayan recordado también que Abraham Valdelomar publicaba en La Prensa otra sección cuyo epígrafe podría asimilarse a los dos anteriores, pues, es, simplemente, “Palabras”. Por nuestra parte, juzgamos que sería fácil seguir esa corriente, si nos atenemos a dos hechos: la relativa afinidad de los vocablos ecos y voces, y la coincidencia que denotan ambas series de artículos en cuanto están dedicados al tratamiento de la política peruana coetánea. Pero hacerlo así sería engañoso. En primer lugar, porque no es exacto que el título de “Voces” sea secuela de “Ecos”, pues uno y otro vocablos tienen connotaciones diferentes; y, sin necesidad de insistir en las calidades y modalidades del estilo, puede observarse que “Ecos” adopta en sus contenidos las informaciones obtenidas en alguna fuente próxima a los medios gubernativos, y parece basar su interés en la anticipación o la confidencia que así ofrece a sus lectores, en tanto que “Voces” ancla al comentario público para armar cuadros humorísticos o críticas ingeniosas y risueñas de los personajes y las circunstancias del momento político. Por ello creemos que más exacto y lógico es reconocer que “Ecos” y “Voces” corresponden a disciplinas y enfocamientos diversos; y a base de ello deducimos que su consulta paralela puede ser muy ilustrativa para el cabal conocimiento de esa etapa de la historia cultural y social del país.
    Totalmente distinta es la observación que sugiere el aserto de Mario Castro Arenas: porque deja traslucir su premeditada intención de formular alguna crítica a las “Voces” de Juan Croniqueur, y para hacer la ignora la coyuntura histórica. Es irrisorio que le censure haber pasado por alto una sublevación militar ocurrida (17 de agosto de 1915) once meses antes de que se iniciase la publicación de “Voces” (16 de julio de 1916); y, por añadidura, que aún antes de que el joven José Carlos Mariátegui hubiese asumido una ideología definida, se extrañe de no hallar “hondas y maduras razones ideológicas” a sus desacuerdos con la política del civilismo.
    De paso, vale la pena advertir al lector que una adecuada evaluación del carácter y la significación de “Voces” aparece en el libro de Genaro Camero Checa: La acción escrita: José Carlos Mariátegui periodista, (Lima, 1964), pp. 99-107. ↩︎

  6. En forma igualmente vaga o indirecta alude Ricardo Palma a las fuentes de sus “tradiciones”, para crear la expectativa del lector. Por ejemplo: “Dice la Historia”, “los cronistas convienen”, “en una hoja impresa circuló en Lima”. ↩︎