5.7. Dudas - La espada de Damocles - La gloria ajena
- José Carlos Mariátegui
Dudas1
El gobierno del señor Pardo sigue en el umbral de la inconstitucionalidad. No se atreve a dar el paso definitivo hacia adelante. Pero su orgullo le impide dar el paso claudicante hacia atrás. Sin firmeza para avanzar, tampoco tiene valor para retroceder. Y está irresoluto, vacilante, pensativo. Le anima un capricho, pero le atajan sus peligros.
Y es por eso que las gentes tienen comentarios y apreciaciones tornadizos y volubles. Sus pesimismos se truecan a veces en optimismos y sus optimismos se truecan otras en pesimismos. La situación política tiene movimiento de veleta infantil.
Ora exclaman en las calles:
—Habrá congreso extraordinario. Todo ha sido un bluff. Se ha tratado de alarmar a la mayoría. El gobierno ha vuelto al buen camino.
Y ora se exclama así:
—No habrá congreso extraordinario. El congreso le fastidia al señor Pardo. Y el señor Pardo está definitivamente resuelto a librarse de este fastidio.
Todas las gentes esperaban que ayer se decidiera este grave problema político. La atención pública se reconcentró en rededor de la reunión del consejo de ministros. Lima entera tenía puestos los ojos en el Palacio de Gobierno. Los reporteros rondaban en los pasillos presidenciales.
Y cuando a las 8 y 30 de la noche terminó el consejo y salieron los ministros, los reporteros los abordaron con avidez y pertinencia:
—¿Qué se ha resuelto? ¿Habrá congreso extraordinario?
Y los ministros respondieron unánimemente:
—No se ha resuelto nada. Nada. Mañana tornaremos a reunirnos.
El desencanto de la ciudad fue agudo. La ciudad tenía la certidumbre de que ayer terminarían todas las vacilaciones, todas las dudas, todos los temores. Y sufrió una grave crisis nerviosa al saber que su inquietud se iba a prolongar por algunas horas y tal vez por algunos días más.
Esta situación y sus augurios tienen conmovidas a todas las gentes. Han alarmado a muchas, han atemorizado a algunas, han malhumorado a otras, han asombrado a todas. Y han tenido también una deplorable resonancia. La de alterar la ecuanimidad y la ponderación del señor Manzanilla.
Entre todas sus resonancias ésta es la que más nos aflige y la que más nos consterna. El más alto título del señor Manzanilla en la simpatía pública era su buen humor. Su más noble atributo era su sonrisa. Y el buen humor y la sonrisa del señor Manzanilla han sufrido, por culpa de tales crisis y malestares, gravísimo quebranto.
El señor Manzanilla ha sido siempre afable, atento, cordial y gentilísimo. Y, porque teníamos de él este conocimiento y esta persuasión, hicimos que nuestros cronistas acudieran donde él para solicitarle alguna impresión a propósito de una entrevista suya con el señor Pardo.
Nuestros cronistas, que son dechado de acuciosidad, solicitud y cortesanía, abordaron al señor Manzanilla en la Cámara de Diputados. Y le interrogaron con toda la discreción, con toda la humildad, con toda la reverencia y con todas las genuflexiones que les tenemos recomendadas.
Pero el señor Manzanilla, olvidando su habitual amabilidad, les dijo secamente:
—¡Yo no puedo decirles nada! ¡Yo no sé nada!
Y tuvo gesto adusto, ademán descortés y voz enfática.
Nuestros cronistas pensaron en dulcificarle adulándole. Y pensaron en adularle imitándole. Y le imitaron diciéndole:
—¡Perdón, honorable señor Manzanilla!
Mas el señor Manzanilla, impertérrito e imposible, persistió en su actitud y les negó el honor de sus declaraciones.
Y nuestros cronistas llegaron a esta casa de El Tiempo profundamente afligidos. Y nos hablaron de esta suerte:
—El señor Manzanilla ha sufrido el contagio de la arrogancia del señor Pardo. El señor Manzanilla está perdido. Acabamos de verlo después de una entrevista con el señor Pardo. Y le hemos encontrado distinto, modificado, inconocible. ¡Esta es una grave responsabilidad del régimen! ¡La más grave de todas sus responsabilidades!
Y es por eso que las gentes tienen comentarios y apreciaciones tornadizos y volubles. Sus pesimismos se truecan a veces en optimismos y sus optimismos se truecan otras en pesimismos. La situación política tiene movimiento de veleta infantil.
Ora exclaman en las calles:
—Habrá congreso extraordinario. Todo ha sido un bluff. Se ha tratado de alarmar a la mayoría. El gobierno ha vuelto al buen camino.
Y ora se exclama así:
—No habrá congreso extraordinario. El congreso le fastidia al señor Pardo. Y el señor Pardo está definitivamente resuelto a librarse de este fastidio.
Todas las gentes esperaban que ayer se decidiera este grave problema político. La atención pública se reconcentró en rededor de la reunión del consejo de ministros. Lima entera tenía puestos los ojos en el Palacio de Gobierno. Los reporteros rondaban en los pasillos presidenciales.
Y cuando a las 8 y 30 de la noche terminó el consejo y salieron los ministros, los reporteros los abordaron con avidez y pertinencia:
—¿Qué se ha resuelto? ¿Habrá congreso extraordinario?
Y los ministros respondieron unánimemente:
—No se ha resuelto nada. Nada. Mañana tornaremos a reunirnos.
El desencanto de la ciudad fue agudo. La ciudad tenía la certidumbre de que ayer terminarían todas las vacilaciones, todas las dudas, todos los temores. Y sufrió una grave crisis nerviosa al saber que su inquietud se iba a prolongar por algunas horas y tal vez por algunos días más.
Esta situación y sus augurios tienen conmovidas a todas las gentes. Han alarmado a muchas, han atemorizado a algunas, han malhumorado a otras, han asombrado a todas. Y han tenido también una deplorable resonancia. La de alterar la ecuanimidad y la ponderación del señor Manzanilla.
Entre todas sus resonancias ésta es la que más nos aflige y la que más nos consterna. El más alto título del señor Manzanilla en la simpatía pública era su buen humor. Su más noble atributo era su sonrisa. Y el buen humor y la sonrisa del señor Manzanilla han sufrido, por culpa de tales crisis y malestares, gravísimo quebranto.
El señor Manzanilla ha sido siempre afable, atento, cordial y gentilísimo. Y, porque teníamos de él este conocimiento y esta persuasión, hicimos que nuestros cronistas acudieran donde él para solicitarle alguna impresión a propósito de una entrevista suya con el señor Pardo.
Nuestros cronistas, que son dechado de acuciosidad, solicitud y cortesanía, abordaron al señor Manzanilla en la Cámara de Diputados. Y le interrogaron con toda la discreción, con toda la humildad, con toda la reverencia y con todas las genuflexiones que les tenemos recomendadas.
Pero el señor Manzanilla, olvidando su habitual amabilidad, les dijo secamente:
—¡Yo no puedo decirles nada! ¡Yo no sé nada!
Y tuvo gesto adusto, ademán descortés y voz enfática.
Nuestros cronistas pensaron en dulcificarle adulándole. Y pensaron en adularle imitándole. Y le imitaron diciéndole:
—¡Perdón, honorable señor Manzanilla!
Mas el señor Manzanilla, impertérrito e imposible, persistió en su actitud y les negó el honor de sus declaraciones.
Y nuestros cronistas llegaron a esta casa de El Tiempo profundamente afligidos. Y nos hablaron de esta suerte:
—El señor Manzanilla ha sufrido el contagio de la arrogancia del señor Pardo. El señor Manzanilla está perdido. Acabamos de verlo después de una entrevista con el señor Pardo. Y le hemos encontrado distinto, modificado, inconocible. ¡Esta es una grave responsabilidad del régimen! ¡La más grave de todas sus responsabilidades!
La espada de Damocles
Una espada protege los propósitos inconstitucionales del gobierno. Es una espada de general. Y es una espada joven, impúber y hermosa. Una espada virgen. Una espada señorita. Es la del general don Benjamín Puente.
El general Puente es uno de los adversarios del congreso extraordinario. Su palabra, su ademán, su pasión, alientan al señor Pardo en su capricho. Y lo estimulan a que exonere a este gobierno de la molestia de un parlamento analizador y fisgón.
El congreso le dio al ministro de guerra hace algunos días la espada de general. El ministro de guerra la recibió enamorado, agradecido y entusiasta. Pero hoy ha puesto esa espada a las órdenes de un mal capricho del señor Pardo. Y es la suya una espada temible y amenazadora como la espada de Damocles.
Las gentes hablan así:
—¿Por qué le tiene tanto rencor al congreso el señor Puente?
—El congreso le hizo general de brigada.
—Debiera estarle agradecido.
—Pero no lo está.
—El señor Puente debe guardarle resentimiento al congreso por las invectivas, por los reparos, por las censuras y por las balotas negras que le regatearon la espada, los entorchados y la pluma de general.
Hasta las gentes ha llegado la noticia de que el ministro de guerra combate la convocatoria al congreso extraordinario con vehemencia y ardor. Y de qué se siente en atrenzo de héroe y le ofrece al señor Pardo ser su paladín. Refieren los bien informados que el ministro de guerra le ha dicho al señor Pardo con entonación transcendental y legendaria, con la misma entonación con que pronunciaría Bolognesi la frase célebre:
—¡El gobierno no puede retroceder ante ningún peligro en este momento histórico! ¡Debe arrostrarlos todos! ¡Debe ir resueltamente a la prórroga de los presupuestos! ¡Mi espada garantiza la paz y el orden! ¡Mi espada asegura la tranquilidad! ¡Mi espada es una prenda segura de éxito y de triunfo!
Es evidente que el ministro de guerra se encuentra en un minuto culminante de su vida. En un minuto tremendo. Si el señor Pardo se ratifica en la empresa de prescindir del congreso, el ministro de guerra será héroe mañana mismo indiscutiblemente. Tan indiscutiblemente que valdría la pena que el señor Pardo, a pesar de todas las conveniencias patrióticas, no desistiese de su empresa, para que así la historia de la república tuviera un héroe más.
La acusación de ingratitud al congreso que le hacen los malévolos al ministro de guerra ha sido refutada. Ha sido enérgicamente refutada por el señor Juan Pedro Paz Soldán, defensor abnegado del ministro de guerra, y que tiene siempre preciosos argumentos para favorecerlo. El señor Paz Soldán ha dicho con una lógica admirable:
—El ministro de guerra no es un ingrato. El ministro de guerra guarda toda la gratitud posible para el congreso. Pero la guarda para el congreso que lo ascendió. El congreso que le ascendió fue el congreso ordinario. Al congreso ordinario le será grato eternamente. ¿Pero qué gratitud le debe el ministro de guerra al congreso extraordinario?
El general Puente es uno de los adversarios del congreso extraordinario. Su palabra, su ademán, su pasión, alientan al señor Pardo en su capricho. Y lo estimulan a que exonere a este gobierno de la molestia de un parlamento analizador y fisgón.
El congreso le dio al ministro de guerra hace algunos días la espada de general. El ministro de guerra la recibió enamorado, agradecido y entusiasta. Pero hoy ha puesto esa espada a las órdenes de un mal capricho del señor Pardo. Y es la suya una espada temible y amenazadora como la espada de Damocles.
Las gentes hablan así:
—¿Por qué le tiene tanto rencor al congreso el señor Puente?
—El congreso le hizo general de brigada.
—Debiera estarle agradecido.
—Pero no lo está.
—El señor Puente debe guardarle resentimiento al congreso por las invectivas, por los reparos, por las censuras y por las balotas negras que le regatearon la espada, los entorchados y la pluma de general.
Hasta las gentes ha llegado la noticia de que el ministro de guerra combate la convocatoria al congreso extraordinario con vehemencia y ardor. Y de qué se siente en atrenzo de héroe y le ofrece al señor Pardo ser su paladín. Refieren los bien informados que el ministro de guerra le ha dicho al señor Pardo con entonación transcendental y legendaria, con la misma entonación con que pronunciaría Bolognesi la frase célebre:
—¡El gobierno no puede retroceder ante ningún peligro en este momento histórico! ¡Debe arrostrarlos todos! ¡Debe ir resueltamente a la prórroga de los presupuestos! ¡Mi espada garantiza la paz y el orden! ¡Mi espada asegura la tranquilidad! ¡Mi espada es una prenda segura de éxito y de triunfo!
Es evidente que el ministro de guerra se encuentra en un minuto culminante de su vida. En un minuto tremendo. Si el señor Pardo se ratifica en la empresa de prescindir del congreso, el ministro de guerra será héroe mañana mismo indiscutiblemente. Tan indiscutiblemente que valdría la pena que el señor Pardo, a pesar de todas las conveniencias patrióticas, no desistiese de su empresa, para que así la historia de la república tuviera un héroe más.
La acusación de ingratitud al congreso que le hacen los malévolos al ministro de guerra ha sido refutada. Ha sido enérgicamente refutada por el señor Juan Pedro Paz Soldán, defensor abnegado del ministro de guerra, y que tiene siempre preciosos argumentos para favorecerlo. El señor Paz Soldán ha dicho con una lógica admirable:
—El ministro de guerra no es un ingrato. El ministro de guerra guarda toda la gratitud posible para el congreso. Pero la guarda para el congreso que lo ascendió. El congreso que le ascendió fue el congreso ordinario. Al congreso ordinario le será grato eternamente. ¿Pero qué gratitud le debe el ministro de guerra al congreso extraordinario?
La gloria ajena
El señor Pardo tiene singulares megalomanías. Vive tan enamorado de la gloria y del aplauso que hasta cuando la gloria y el aplauso son ajenos se refocila orgullosamente a su costa. El homenaje público le seduce, le arrebata y le engríe.
Llora, trina o se ríe el violín de Dalmau y ovacionan entusiasmadas las gentes. Y el señor Pardo goza con estas ovaciones y las siente suyas. Se exhuma a don Felipe Pardo y Aliaga y al “Niño Goyito”. Y se deleita y regocija el señor Pardo con las devociones públicas de la evocación. Se realiza una gran carrera clásica en el Hipódromo de Santa Beatriz. La honra con su asistencia el señor Pardo. Triunfa un crack ungido por el cariño popular y hay una gran apoteosis de aplausos y aclamaciones. Y el señor Pardo sonríe al influjo prestigioso de estos aplausos y de estas aclamaciones.
Ama tanto al aplauso el señor Pardo que se siente siempre dueño de él. Su vibración le basta. Y no le importa que el aplauso sea a Dalmau, a su antepasado don Felipe Pardo, a la señora Esperanza Iris, a Franz Lehar o al crack de Santa Beatriz.
Hace dos días una gran gloria nacional se ha remozado, enaltecido y acentuado. La patria entera ha vibrado en un instante de recogimiento y devoción. La exaltación de Bolognesi ha sido unánime, ferviente y magnífica. Y el señor Pardo ha pensado que esta gloria era casi suya. Su megalomanía singularísima y excéntrica ha sido más intensa y más honda que nunca.
Y el señor Pardo no ha callado su pensamiento vivo y profundo de que la gloria de Bolognesi es un poco suya. Lo siente lleno de convicción y de certidumbre. Y lo dice así a sus íntimos:
—Yo he hecho a Bolognesi héroe máximo. Antes Bolognesi era solo un héroe oscuro, un héroe vulgar, un héroe sin importancia. Yo le enaltecí, yo le elevé, yo le impuse al amor nacional.
Y agrega enseguida el señor Pardo que fue él quien inauguró el monumento a Bolognesi, que fue él quien hizo la Cripta, que fue él quien transformó en fecha de conmemoración patria el 7 de junio. Hoy, es él también quien celebra el aniversario del héroe y quien hace en su honor revistas, proclamas, procesiones y otras reverencias.
No es una mendacidad nuestra, no es una malignidad nuestra, no es una murmuración nuestra. Los amigos del señor Pardo pueden certificarlo. El señor Pardo está seguro de que la glorificación de Bolognesi es obra suya. Y está seguro igualmente de que esta obra suya será otro de los muchos títulos que enaltecerán su nombre y su gobierno en la historia.
Y se alboroza con la gloria de Bolognesi por el mismo motivo por el cual se alborozaba con los aplausos de Dalmau. La siente casi propia. Tiene la persuasión de que el homenaje a Bolognesi es también un homenaje a su persona.
Por esto, hace dos días, embargado por la emoción de los sones militares, el señor Pardo les decía a todos sus áulicos, a todos sus corifeos, a todos sus amigos:
—La glorificación de Bolognesi es uno de los honores de mi gobierno. ¡La gloria de Bolognesi me pertenece!
Llora, trina o se ríe el violín de Dalmau y ovacionan entusiasmadas las gentes. Y el señor Pardo goza con estas ovaciones y las siente suyas. Se exhuma a don Felipe Pardo y Aliaga y al “Niño Goyito”. Y se deleita y regocija el señor Pardo con las devociones públicas de la evocación. Se realiza una gran carrera clásica en el Hipódromo de Santa Beatriz. La honra con su asistencia el señor Pardo. Triunfa un crack ungido por el cariño popular y hay una gran apoteosis de aplausos y aclamaciones. Y el señor Pardo sonríe al influjo prestigioso de estos aplausos y de estas aclamaciones.
Ama tanto al aplauso el señor Pardo que se siente siempre dueño de él. Su vibración le basta. Y no le importa que el aplauso sea a Dalmau, a su antepasado don Felipe Pardo, a la señora Esperanza Iris, a Franz Lehar o al crack de Santa Beatriz.
Hace dos días una gran gloria nacional se ha remozado, enaltecido y acentuado. La patria entera ha vibrado en un instante de recogimiento y devoción. La exaltación de Bolognesi ha sido unánime, ferviente y magnífica. Y el señor Pardo ha pensado que esta gloria era casi suya. Su megalomanía singularísima y excéntrica ha sido más intensa y más honda que nunca.
Y el señor Pardo no ha callado su pensamiento vivo y profundo de que la gloria de Bolognesi es un poco suya. Lo siente lleno de convicción y de certidumbre. Y lo dice así a sus íntimos:
—Yo he hecho a Bolognesi héroe máximo. Antes Bolognesi era solo un héroe oscuro, un héroe vulgar, un héroe sin importancia. Yo le enaltecí, yo le elevé, yo le impuse al amor nacional.
Y agrega enseguida el señor Pardo que fue él quien inauguró el monumento a Bolognesi, que fue él quien hizo la Cripta, que fue él quien transformó en fecha de conmemoración patria el 7 de junio. Hoy, es él también quien celebra el aniversario del héroe y quien hace en su honor revistas, proclamas, procesiones y otras reverencias.
No es una mendacidad nuestra, no es una malignidad nuestra, no es una murmuración nuestra. Los amigos del señor Pardo pueden certificarlo. El señor Pardo está seguro de que la glorificación de Bolognesi es obra suya. Y está seguro igualmente de que esta obra suya será otro de los muchos títulos que enaltecerán su nombre y su gobierno en la historia.
Y se alboroza con la gloria de Bolognesi por el mismo motivo por el cual se alborozaba con los aplausos de Dalmau. La siente casi propia. Tiene la persuasión de que el homenaje a Bolognesi es también un homenaje a su persona.
Por esto, hace dos días, embargado por la emoción de los sones militares, el señor Pardo les decía a todos sus áulicos, a todos sus corifeos, a todos sus amigos:
—La glorificación de Bolognesi es uno de los honores de mi gobierno. ¡La gloria de Bolognesi me pertenece!
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 7 de noviembre de 1916. ↩︎