5.4. Bruma - Minuto de la fascinación
- José Carlos Mariátegui
Bruma1
Todo es bruma en rededor de nosotros y sobre nosotros. La bruma nos roba el cielo. La bruma nos roba el horizonte. La bruma nos lo roba y nos lo oculta todo. Porque somos un poco románticos, nos consterna y nos aflige no poder contemplar el horizonte. Más nos afligiría y nos consternaría no poder contemplar el cielo, si la bruma de nuestra política, desde hace mucho tiempo, no nos hubiera robado el cielo para siempre.
Las gentes comentan esta situación llena de penumbras atmosféricas, llena de enrarecimientos, llena de malestares, llena de presagios. Y se dicen:
—Hay muchas nubes. ¿Pronosticarán una tempestad?
—En Lima las nubes no pronostican nunca tempestades.
—¿Por qué en Lima las nubes no pronostican nunca tempestades?
—Porque solo necesitan dejarnos sin luz.
—Las tempestades son viriles, enérgicas, bravías. Las nubes son ambiguas, reticentes, cobardes. Las tempestades sacuden, estremecen, espantan. Las nubes contristan, desorientan, enferman.
—Por eso nos rodean las nubes y nos desdeñan las tempestades.
A estas extravagantes deducciones, a estas abstrusas filosofías induce a ciertas gentes la incertidumbre política que atravesamos. Se lamentan de que no haya claridad, de que no haya orientación, de que no haya carácter. Lo encuentran todo anodino. Y están en lo cierto.
Hemos escuchado a dos comentaristas callejeros que se decían:
—¿Va a haber congreso extraordinario? ¿No va a haber congreso extraordinario?
—El mismo señor Pardo no lo sabe.
—¿El señor Pardo no sabe lo que va a hacer?
—¿Es que el señor Pardo sabe alguna vez lo que va a hacer?
Los interlocutores se han sonreído y han hecho una pausa. Nosotros no nos hemos explicado por qué. Ellos han agregado enseguida:
—No ha habido malicia en la pregunta.
—Tampoco la ha habido en la respuesta.
La malevolencia es aquí tan profunda como el escepticismo.Y la malevolencia y el escepticismo se han aguzado terriblemente en los últimos días.
Y lo que más acongoja es oír cómo se dice enfática y serenamente:
—¡Ya está decidido que no haya congreso extraordinario!
Por escasa que sea la simpatía que se le tenga al señor Pardo precisa replicar:
—No es posible. Una decisión de esa clase está preñada de peligros, de amenazas, de irregularidades.
Pero se siente un asombro muy grande enseguida ante esta respuesta inevitable:
—Al gobierno no pueden importarle los peligros, las amenazas, las irregularidades. Lo único que puede importarle es que el congreso no le mortifique, no le censure, no le ajoche. Y puesto que lo mortifica, lo censura y lo ajocha, es muy justo que decida suprimirlo.
Entre tanto, las esperanzas de congreso extraordinario se esfuman más cada instante. Se las roba la bruma. Ya casi no las distinguimos. Acaso dentro de muy poco las habremos perdido para siempre. Y desde ese momento el gobierno del señor Pardo sentirá la inmensa felicidad de gobernar sin presupuesto, sin control y sin molestias. Y habiendo felicidad para el gobierno del señor Pardo la habrá también seguramente para el ánimo apocado y humilde del país.
Hace un instante, en el camino a esta imprenta, cuando nos embargaba la absurda y complicada incongruencia de nuestras impresiones, nos hemos encontrado con dos representantes esclarecidos, joviales y gobiernistas. Los dos, que son siempre muy amables con nosotros, nos han dicho:
—¡Ya no pueden ustedes hacer comentario festivo sobre el congreso! Nosotros les hemos respondido:
—¡Pero esperamos tornar a hacerlo muy en breve! ¡Tan luego como se inaugure el congreso extraordinario! ¡Sin tardanza!
Y los dos a un tiempo nos han atajado sonrientes:
—No habrá congreso extraordinario.
Su sonrisa ha turbado nuestros ánimos:
—¿Y ustedes se alegran?
Y los dos representantes esclarecidos, joviales y gobiernistas, nos han dicho también con una sonrisa:
—¡Por supuesto! ¡Son las vacaciones! ¡Son las vacaciones, periodistas ilustres!
Las gentes comentan esta situación llena de penumbras atmosféricas, llena de enrarecimientos, llena de malestares, llena de presagios. Y se dicen:
—Hay muchas nubes. ¿Pronosticarán una tempestad?
—En Lima las nubes no pronostican nunca tempestades.
—¿Por qué en Lima las nubes no pronostican nunca tempestades?
—Porque solo necesitan dejarnos sin luz.
—Las tempestades son viriles, enérgicas, bravías. Las nubes son ambiguas, reticentes, cobardes. Las tempestades sacuden, estremecen, espantan. Las nubes contristan, desorientan, enferman.
—Por eso nos rodean las nubes y nos desdeñan las tempestades.
A estas extravagantes deducciones, a estas abstrusas filosofías induce a ciertas gentes la incertidumbre política que atravesamos. Se lamentan de que no haya claridad, de que no haya orientación, de que no haya carácter. Lo encuentran todo anodino. Y están en lo cierto.
Hemos escuchado a dos comentaristas callejeros que se decían:
—¿Va a haber congreso extraordinario? ¿No va a haber congreso extraordinario?
—El mismo señor Pardo no lo sabe.
—¿El señor Pardo no sabe lo que va a hacer?
—¿Es que el señor Pardo sabe alguna vez lo que va a hacer?
Los interlocutores se han sonreído y han hecho una pausa. Nosotros no nos hemos explicado por qué. Ellos han agregado enseguida:
—No ha habido malicia en la pregunta.
—Tampoco la ha habido en la respuesta.
La malevolencia es aquí tan profunda como el escepticismo.Y la malevolencia y el escepticismo se han aguzado terriblemente en los últimos días.
Y lo que más acongoja es oír cómo se dice enfática y serenamente:
—¡Ya está decidido que no haya congreso extraordinario!
Por escasa que sea la simpatía que se le tenga al señor Pardo precisa replicar:
—No es posible. Una decisión de esa clase está preñada de peligros, de amenazas, de irregularidades.
Pero se siente un asombro muy grande enseguida ante esta respuesta inevitable:
—Al gobierno no pueden importarle los peligros, las amenazas, las irregularidades. Lo único que puede importarle es que el congreso no le mortifique, no le censure, no le ajoche. Y puesto que lo mortifica, lo censura y lo ajocha, es muy justo que decida suprimirlo.
Entre tanto, las esperanzas de congreso extraordinario se esfuman más cada instante. Se las roba la bruma. Ya casi no las distinguimos. Acaso dentro de muy poco las habremos perdido para siempre. Y desde ese momento el gobierno del señor Pardo sentirá la inmensa felicidad de gobernar sin presupuesto, sin control y sin molestias. Y habiendo felicidad para el gobierno del señor Pardo la habrá también seguramente para el ánimo apocado y humilde del país.
Hace un instante, en el camino a esta imprenta, cuando nos embargaba la absurda y complicada incongruencia de nuestras impresiones, nos hemos encontrado con dos representantes esclarecidos, joviales y gobiernistas. Los dos, que son siempre muy amables con nosotros, nos han dicho:
—¡Ya no pueden ustedes hacer comentario festivo sobre el congreso! Nosotros les hemos respondido:
—¡Pero esperamos tornar a hacerlo muy en breve! ¡Tan luego como se inaugure el congreso extraordinario! ¡Sin tardanza!
Y los dos a un tiempo nos han atajado sonrientes:
—No habrá congreso extraordinario.
Su sonrisa ha turbado nuestros ánimos:
—¿Y ustedes se alegran?
Y los dos representantes esclarecidos, joviales y gobiernistas, nos han dicho también con una sonrisa:
—¡Por supuesto! ¡Son las vacaciones! ¡Son las vacaciones, periodistas ilustres!
Minuto de la fascinación
El señor Pardo está en un instante crítico de su vida presidencial. Sus amigos, sus corifeos, sus áulicos, le han trazado un dilema que es como el del hambre, de la indecisión y de la miseria. Y le han dicho también acaso:
—Allí está la convocatoria: interpelaciones, molestias, críticas, irreverencias, invectivas. Aquí está la no convocatoria: felicidad, complacencia, paz, alabanza.
Podría decirse que el señor Pardo y sus consejeros están en la Isla del Gallo.
Los amigos, los corifeos, los áulicos del señor Pardo que le hablan de tal suerte son los mismos personajes penumbrosos de las intrigas sigilosas y de las asechanzas sórdidas. Los políticos que hoy andan de puntillas en las cámaras y ante cámaras presidenciales son los mismos políticos que indujeron a métodos peligrosos en otros tiempos al señor Leguía, al señor Billinghurst y al general Benavides. Ellos no tienen nunca las responsabilidades, pero esto nada importa puesto que tienen casi siempre las iniciativas.
El señor Pardo, en medio de estos consejeros, siente sin duda alguna el bienestar del halago y de la aquiescencia. Y es que estos consejeros poseen admirablemente la ciencia del consejo. Aconsejan insinuando, deduciendo e induciendo. El consejo en ellos tiene un proceso científico y perfecto. Un proceso invariable y eficaz: Primero, insinúan; luego, deducen; y finalmente, inducen. ¿En cuál momento de tal proceso están ahora los asiduos del señor Pardo?
Ellos tienen un clarividente concepto de la eficacia del esfuerzo. Jamás dan un consejo sino en terreno propicio. Son psicólogos refinados y talentosos. Y, por eso, al Sr. Leguía le aconsejaron la violencia. Y al señor Billinghurst, la disolución del congreso. Y al general Benavides, la presidencia provisoria. A todos les han aconsejado la aplicación del código de justicia militar. Al señor Pardo le aconsejan ahora el despotismo fiscal.
Gracias a que el empeño de estos políticos tiene resonancia simpática en el espíritu del señor Pardo, la posibilidad de que no haya congreso extraordinario se acentúa y se remarca. Y se acentúa y se remarca con peligro para el señor Pardo que debía rodear de más escrúpulos y austeridad a su gobierno siquiera porque es todavía casi un gobierno recién nacido.
Nosotros que estamos lejos del señor Pardo, nosotros que no pensamos como él, queremos decirle que nos consternaría un error tan grande suyo. Desde nuestro camino, divergente del suyo, le damos una alerta generosa. Y le pedimos a Dios por su gobierno, como piden las almas creyentes por las almas en pecado mortal…
—Allí está la convocatoria: interpelaciones, molestias, críticas, irreverencias, invectivas. Aquí está la no convocatoria: felicidad, complacencia, paz, alabanza.
Podría decirse que el señor Pardo y sus consejeros están en la Isla del Gallo.
Los amigos, los corifeos, los áulicos del señor Pardo que le hablan de tal suerte son los mismos personajes penumbrosos de las intrigas sigilosas y de las asechanzas sórdidas. Los políticos que hoy andan de puntillas en las cámaras y ante cámaras presidenciales son los mismos políticos que indujeron a métodos peligrosos en otros tiempos al señor Leguía, al señor Billinghurst y al general Benavides. Ellos no tienen nunca las responsabilidades, pero esto nada importa puesto que tienen casi siempre las iniciativas.
El señor Pardo, en medio de estos consejeros, siente sin duda alguna el bienestar del halago y de la aquiescencia. Y es que estos consejeros poseen admirablemente la ciencia del consejo. Aconsejan insinuando, deduciendo e induciendo. El consejo en ellos tiene un proceso científico y perfecto. Un proceso invariable y eficaz: Primero, insinúan; luego, deducen; y finalmente, inducen. ¿En cuál momento de tal proceso están ahora los asiduos del señor Pardo?
Ellos tienen un clarividente concepto de la eficacia del esfuerzo. Jamás dan un consejo sino en terreno propicio. Son psicólogos refinados y talentosos. Y, por eso, al Sr. Leguía le aconsejaron la violencia. Y al señor Billinghurst, la disolución del congreso. Y al general Benavides, la presidencia provisoria. A todos les han aconsejado la aplicación del código de justicia militar. Al señor Pardo le aconsejan ahora el despotismo fiscal.
Gracias a que el empeño de estos políticos tiene resonancia simpática en el espíritu del señor Pardo, la posibilidad de que no haya congreso extraordinario se acentúa y se remarca. Y se acentúa y se remarca con peligro para el señor Pardo que debía rodear de más escrúpulos y austeridad a su gobierno siquiera porque es todavía casi un gobierno recién nacido.
Nosotros que estamos lejos del señor Pardo, nosotros que no pensamos como él, queremos decirle que nos consternaría un error tan grande suyo. Desde nuestro camino, divergente del suyo, le damos una alerta generosa. Y le pedimos a Dios por su gobierno, como piden las almas creyentes por las almas en pecado mortal…
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 4 de noviembre de 1916. ↩︎