5.3. Malos augurios - La reconciliación
- José Carlos Mariátegui
Malos augurios1
Hay en la calle tanto presagio aciago, tanta mala profecía, tanto perverso vaticinio y tanta dolorosa murmuración, que nuestro optimismo fuerte, generoso y confiado de espíritus diáfanos y francos, se enferma, se contrista y se desmaya. Nos sentimos envueltos en una atmósfera de malignos augurios y escépticos comentarios. Y nos soliviantamos contra esta atmósfera asfixiante y desoladora.
Y es que la posibilidad de que no haya convocatoria a congreso extraordinario va tornándose en grave amenaza. Para nosotros, incautos y tímidos, es una suspicacia. Para los demás, avizores y expertos, es casi una certidumbre.
Las afirmaciones son rotundas, enfáticas, terminantes y definidas:
—No habrá congreso extraordinario.
—El señor Pardo no quiere que haya congreso extraordinario.
—El gabinete del señor Pardo tiene que pensar lo mismo que el señor Pardo.
—Los ministros irresolutos dejarán de ser ministros.
—El funcionamiento del congreso es molestoso, inquietante, perturbador e irreverente.
La posibilidad que antes constituyó solo motivo de murmuración risueña, constituye hoy motivo de inquietud, de temor, de sobresalto, de aflicción y de comentario acerbo. La política se conflagra profundamente. El chisme es agudo y veleta. La suspicacia es acendrada y sutil.
Se habla de disensión ministerial, de crisis inminente, de vacilaciones presidenciales. Se habla de una profunda turbación política. Se habla de intrigas. Se habla de conchabamientos. Se habla de secreteos. Nosotros nos hallamos desorientados, absortos, entontecidos. Las gentes se muestran terriblemente pesimistas. Con ellas hemos dialogado de esta suerte:
—¿Habrá congreso extraordinario?
—No.
—¿Rotundamente?
—¡Sí!
—¿Por qué no habrá congreso extraordinario?
—Porque el congreso le fastidia al señor Pardo. No le guarda todos los acatamientos precisos. Duda de él. Sospecha. Interroga. Critica. Es irreverente, curioso y escéptico.
—Sin embargo. Grave cosa es que se prescinda del congreso extraordinario.
No llegará a tal extremo el señor Pardo.
—El señor Pardo no piensa lo mismo que ustedes. No habrá congreso extraordinario. Al señor Pardo no le interesa que al país y a ustedes les disguste.
—¡Hombres de poca fe! ¿Por qué son ustedes tan accesibles a la suspicacia malévola? ¿Por qué suponen ustedes tan mal del señor Pardo? ¿No quieren ustedes creer que este es un régimen de orden, de respeto, de austeridad, de reconstitución, de bien, de justicia, de probidad, de templanza, de virtud?
—Tenemos la acertada costumbre de no creer en los programas de los candidatos, ni en los mensajes del 28 de julio, ni en los editoriales de los periódicos gobiernistas.
—¡Cuán grande arbitrariedad representaría la prescindencia de la convocatoria!
—A los gobiernos fuertes no les interesan los calificativos ajenos.
—¡Cuán tremenda responsabilidad significa la administración sin presupuesto!
—Ese es un comentario de oposición sistemática.
—¡Mal acaban los gobiernos del mundo que administran sin presupuesto!
¡Desde Carlos I de Inglaterra hasta el señor Balmaceda de Chile, todos tuvieron acerba penitencia!
—Un gobierno fuerte no puede gobernar con los ojos puestos en la historia.
—La historia es sabia guía.
—La historia se ha hecho para la enseñanza de las escuelas fiscales. Tiene valor docente para los niños y para los bienaventurados.
Así, con este amargo pesimismo, con esta fría convicción, con esta dolorosa certeza, hablan las gentes. Y así, llenos de ingenuidad y de optimismo, les objetamos nosotros que hemos comenzado a dejar de ser ingenuos y optimistas.
Y es que la posibilidad de que no haya convocatoria a congreso extraordinario va tornándose en grave amenaza. Para nosotros, incautos y tímidos, es una suspicacia. Para los demás, avizores y expertos, es casi una certidumbre.
Las afirmaciones son rotundas, enfáticas, terminantes y definidas:
—No habrá congreso extraordinario.
—El señor Pardo no quiere que haya congreso extraordinario.
—El gabinete del señor Pardo tiene que pensar lo mismo que el señor Pardo.
—Los ministros irresolutos dejarán de ser ministros.
—El funcionamiento del congreso es molestoso, inquietante, perturbador e irreverente.
La posibilidad que antes constituyó solo motivo de murmuración risueña, constituye hoy motivo de inquietud, de temor, de sobresalto, de aflicción y de comentario acerbo. La política se conflagra profundamente. El chisme es agudo y veleta. La suspicacia es acendrada y sutil.
Se habla de disensión ministerial, de crisis inminente, de vacilaciones presidenciales. Se habla de una profunda turbación política. Se habla de intrigas. Se habla de conchabamientos. Se habla de secreteos. Nosotros nos hallamos desorientados, absortos, entontecidos. Las gentes se muestran terriblemente pesimistas. Con ellas hemos dialogado de esta suerte:
—¿Habrá congreso extraordinario?
—No.
—¿Rotundamente?
—¡Sí!
—¿Por qué no habrá congreso extraordinario?
—Porque el congreso le fastidia al señor Pardo. No le guarda todos los acatamientos precisos. Duda de él. Sospecha. Interroga. Critica. Es irreverente, curioso y escéptico.
—Sin embargo. Grave cosa es que se prescinda del congreso extraordinario.
No llegará a tal extremo el señor Pardo.
—El señor Pardo no piensa lo mismo que ustedes. No habrá congreso extraordinario. Al señor Pardo no le interesa que al país y a ustedes les disguste.
—¡Hombres de poca fe! ¿Por qué son ustedes tan accesibles a la suspicacia malévola? ¿Por qué suponen ustedes tan mal del señor Pardo? ¿No quieren ustedes creer que este es un régimen de orden, de respeto, de austeridad, de reconstitución, de bien, de justicia, de probidad, de templanza, de virtud?
—Tenemos la acertada costumbre de no creer en los programas de los candidatos, ni en los mensajes del 28 de julio, ni en los editoriales de los periódicos gobiernistas.
—¡Cuán grande arbitrariedad representaría la prescindencia de la convocatoria!
—A los gobiernos fuertes no les interesan los calificativos ajenos.
—¡Cuán tremenda responsabilidad significa la administración sin presupuesto!
—Ese es un comentario de oposición sistemática.
—¡Mal acaban los gobiernos del mundo que administran sin presupuesto!
¡Desde Carlos I de Inglaterra hasta el señor Balmaceda de Chile, todos tuvieron acerba penitencia!
—Un gobierno fuerte no puede gobernar con los ojos puestos en la historia.
—La historia es sabia guía.
—La historia se ha hecho para la enseñanza de las escuelas fiscales. Tiene valor docente para los niños y para los bienaventurados.
Así, con este amargo pesimismo, con esta fría convicción, con esta dolorosa certeza, hablan las gentes. Y así, llenos de ingenuidad y de optimismo, les objetamos nosotros que hemos comenzado a dejar de ser ingenuos y optimistas.
La reconciliación
El ilustre señor Cornejo nos ha contradicho. Acepta que se diga de él que ha hecho penitencia, que se ha arrepentido y que ha mostrado fervorosa contrición por su postura contra la Brea y Pariñas y contra el gobierno. Pero no acepta que se diga de él que le ha escrito una carta compungida y devota al señor Pardo. El señor Cornejo no desmiente la atrición. Pero desmiente que haya sido dicha por escrito. Un gran orador no puede consentir que se le suponga capaz de arrepentirse en una carta. Un gran orador solo puede arrepentirse en un discurso.
Alegre, sonriente, locuaz, el señor Cornejo ha detenido en una calle a nuestros cronistas. Nuestros cronistas, que le admiran y le quieren como a un maestro, se han inclinado ante él acuciosos y reverentes. Y el señor Cornejo les ha dicho:
—Jóvenes inexpertos, despreocupados y frívolos, vuestro diario se ha engañado gravemente.
Nuestros cronistas le han respondido llenos de humildad y devoción:
—¡Perdonadlo, por el amor de Dios, ilustre maestro!
El señor Cornejo les ha hablado entonces:
Nuestros cronistas han proferido con unción y religiosidad:
—Vuestra palabra, ilustre maestro, es luz para nuestros espíritus.
Ha agregado entonces el señor Cornejo:
—¡Yo no le he escrito al señor Pardo carta alguna! ¡El señor Pardo ha sido quien me ha escrito a mí! ¡Sabedlo, jóvenes inexpertos, despreocupados y frívolos!
Enseguida se ha despedido el señor Cornejo de nuestros cronistas. Abrumados por la trascendencia de la declaración del señor Cornejo, ellos han llegado a la redacción de este diario. Y nos han dicho con el alocado alboroto de su juventud y con el jadeo jubiloso de su trajín de reporteros vehementes:
—¡El señor Cornejo nos ha parado en la calle! ¡El señor Cornejo nos ha hablado hace un instante! ¡El señor Cornejo ha tenido una entrevista con nosotros!
Nosotros, por molestarles, les hemos preguntado con negligencia y con displicente entonación:
—¿Cuál Cornejo?
Y ellos, asombrados por nuestra pregunta, han exclamado:
—¡El señor Mariano H. Cornejo! ¡El señor Cornejo de la Sociología! ¡El señor Cornejo de la reforma del jurado! ¡El señor Cornejo de la elocuencia maravillosa! ¡El señor Cornejo del departamento de Puno! ¡El señor Cornejo del discurso sobre la Brea y Pariñas!
Nosotros hemos fingido que solo entonces nos hemos dado cuenta de cuál señor Cornejo había hablado con nuestros cronistas. Y les hemos dicho lenta y quedamente:
—¡Ajá, jóvenes!
Y nuestros cronistas nos han referido entonces, con exaltación y entusiasmo, las palabras del señor Cornejo. Fervientes admiradores suyos como son, lo han hecho con énfasis, con alegría y con alborozo. Y han agregado este comentario vehemente y regocijado:
—¡Así tenía que ser! ¿Cómo era posible pensar que el señor Cornejo se tomase la molestia de escribirle al señor Pardo? ¡Tenía que ser el señor Pardo quien se tomase la molestia de escribirle al señor Cornejo! ¡El arrepentimiento no ha sido del señor Cornejo! ¡Ha sido del señor Pardo! ¡El acto de contrición no ha sido del señor Cornejo! ¡Ha sido del señor Pardo! ¡La penitencia no ha sido del señor Cornejo! ¡Ha sido del señor Pardo! ¡El señor Cornejo ha llenado de alegría nuestros espíritus!
Y nosotros, que somos todo lo fríos, todo lo impasibles, todo lo ponderados y todo lo serenos que ha sabido ya hacernos la vida, hemos dicho otra vez lenta y quedamente:
—¡Ajá, jóvenes!
Alegre, sonriente, locuaz, el señor Cornejo ha detenido en una calle a nuestros cronistas. Nuestros cronistas, que le admiran y le quieren como a un maestro, se han inclinado ante él acuciosos y reverentes. Y el señor Cornejo les ha dicho:
—Jóvenes inexpertos, despreocupados y frívolos, vuestro diario se ha engañado gravemente.
Nuestros cronistas le han respondido llenos de humildad y devoción:
—¡Perdonadlo, por el amor de Dios, ilustre maestro!
El señor Cornejo les ha hablado entonces:
Nuestros cronistas han proferido con unción y religiosidad:
—Vuestra palabra, ilustre maestro, es luz para nuestros espíritus.
Ha agregado entonces el señor Cornejo:
—¡Yo no le he escrito al señor Pardo carta alguna! ¡El señor Pardo ha sido quien me ha escrito a mí! ¡Sabedlo, jóvenes inexpertos, despreocupados y frívolos!
Enseguida se ha despedido el señor Cornejo de nuestros cronistas. Abrumados por la trascendencia de la declaración del señor Cornejo, ellos han llegado a la redacción de este diario. Y nos han dicho con el alocado alboroto de su juventud y con el jadeo jubiloso de su trajín de reporteros vehementes:
—¡El señor Cornejo nos ha parado en la calle! ¡El señor Cornejo nos ha hablado hace un instante! ¡El señor Cornejo ha tenido una entrevista con nosotros!
Nosotros, por molestarles, les hemos preguntado con negligencia y con displicente entonación:
—¿Cuál Cornejo?
Y ellos, asombrados por nuestra pregunta, han exclamado:
—¡El señor Mariano H. Cornejo! ¡El señor Cornejo de la Sociología! ¡El señor Cornejo de la reforma del jurado! ¡El señor Cornejo de la elocuencia maravillosa! ¡El señor Cornejo del departamento de Puno! ¡El señor Cornejo del discurso sobre la Brea y Pariñas!
Nosotros hemos fingido que solo entonces nos hemos dado cuenta de cuál señor Cornejo había hablado con nuestros cronistas. Y les hemos dicho lenta y quedamente:
—¡Ajá, jóvenes!
Y nuestros cronistas nos han referido entonces, con exaltación y entusiasmo, las palabras del señor Cornejo. Fervientes admiradores suyos como son, lo han hecho con énfasis, con alegría y con alborozo. Y han agregado este comentario vehemente y regocijado:
—¡Así tenía que ser! ¿Cómo era posible pensar que el señor Cornejo se tomase la molestia de escribirle al señor Pardo? ¡Tenía que ser el señor Pardo quien se tomase la molestia de escribirle al señor Cornejo! ¡El arrepentimiento no ha sido del señor Cornejo! ¡Ha sido del señor Pardo! ¡El acto de contrición no ha sido del señor Cornejo! ¡Ha sido del señor Pardo! ¡La penitencia no ha sido del señor Cornejo! ¡Ha sido del señor Pardo! ¡El señor Cornejo ha llenado de alegría nuestros espíritus!
Y nosotros, que somos todo lo fríos, todo lo impasibles, todo lo ponderados y todo lo serenos que ha sabido ya hacernos la vida, hemos dicho otra vez lenta y quedamente:
—¡Ajá, jóvenes!
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 3 de noviembre de 1916. ↩︎