4.17. Gran minuto parlamentario - La moción inminente - La chispa - EL instante - La culminación - S.E. se equivoca

  • José Carlos Mariátegui

Gran minuto parlamentario1
El ambiente preliminar  

         Los grandes minutos parlamentarios son casi siempre imprevistos. Son sorpresivos, son inesperados, son repentinos, son bruscos, son alevosos. Se parecen a los ataques cardíacos, a los incendios, a los terremotos, a las erupciones volcánicas, a las tempestades, a las catástrofes. Tienen las características de la asechanza y del proceso del aneurisma.
         Y es por eso que cuando las gentes esperan un gran minuto parlamentario este no se produce. Y las gentes se llaman entonces a engañadas, a defraudadas, a burladas. Las gentes no quieren darse cuenta de que la emoción para ser intensa ha de ser imprevista.
         Anoche nos decía en esta imprenta un amigo nuestro:
         —Los instantes políticos sensacionales se asemejan a las faenas de toros sensacionales. Jamás se puede augurar una gran corrida de toros. Jamás se puede augurar una gran faena siquiera. Son sorpresivas y caprichosas. Una vez, Bienvenida…
         Nosotros nos opusimos a que nuestro amigo continuara. Nuestro amigo es aficionado irreductible a la fiesta taurina y se refocila jocundamente en las tardes capitosas y groseras de nuestras corridas de toros. Y si le hubiéramos permitido que continuase, nos habría hecho la sinopsis de toda una temporada de toros, cosa que no tenía conexión con nuestra emoción política del momento ni de ninguna emoción espiritual de nuestra vida.
         A las 4 y 15 de la tarde de ayer, el ambiente de la Cámara de Diputados era un ambiente vulgar. Se computaba el quórum, se leía el acta, se daba cuenta del despacho, se le tramitaba, se dialogaba y se soliloquiaba.
         La pizarra del Salón de los Pasos Perdidos indicaba el más fatigoso debate: “Pliego de ingresos”. Un debate que expira, que agoniza, que concluye definitivamente.
         El despacho era copioso. Oficios, oficios, oficios. Proyectos, proyectos, proyectos. Dictámenes, dictámenes, dictámenes. Ritualismo cotidiano.
         Y nuestro pensamiento, inquieto y voluble siempre, anhelaba un incidente, un suceso, una emoción, una noticia por lo menos. Nos habríamos conformado con una murmuración oportuna. Los periodistas nos conformamos casi siempre con una murmuración. Es el tributo mínimo que imponemos a las gentes que tienen nuestra amistad o nuestro trato.
         En este momento no teníamos siquiera el placer de una murmuración. No hallábamos por lo menos al doctor Balbuena, para decirle nuestra protesta contra la plebeya estofa de los relojes que obsequia. Nuestra soledad era inmensa. Apenas si nos era dado reflexionar en la injusticia con que se trata a los secretarios. Sus señorías leen sin descanso. Se fatigan más que todos los oradores juntos. Y los conserjes no les ofrecen bebida alguna, reparadora y refrescante. Son inacuciosos y holgazanes los conserjes…

La moción inminente  

         Pronto tuvimos una noticia. Pronto nos rodeó el comentario. Pronto nos envolvió la murmuración. Los periodistas llevamos siempre una gran aureola de chisme. Poseemos un halo astral de curiosidad y de interrogación.
         Habíamos sorprendido en la mayoría una cara de fiesta extraordinaria y triunfal. Y habíamos inquirido:
         —¿Por qué tiene la mayoría una cara de fiesta tan extraordinaria y triunfal? ¿Por qué el Parlamento está lleno de sonrisas?
         Y nos habían contestado entonces:
         —Es que hoy será general de brigada del ejército del Perú, el coronel Puente. Y el Parlamento está alegre. La hora está alegre. La ciudad está alegre. El país esta alegre. El mundo entero está alegre. Una gran onda de alegría pasa por la tierra.
         Nuestro interlocutor estaba radiante. El lirismo de su frase podía permitir la suposición de que era el señor Hildebrando Fuentes. Pero tenemos que desmentirlo. No era el señor Hildebrando Fuentes. Era el señor Balbuena.
         La noticia nos pareció sensacional. Tuvimos el presentimiento de que iba a producirse un gran debate. Y nuestros espíritus, ávidos de emoción y de sorpresa, tuvieron una gran vibración de placer. Nos pusimos radiantes y alegres como el señor Balbuena, como la Cámara, como la hora, como la ciudad, como la tierra.
         Supimos luego, que se iba a presentar una moción tremenda y definitiva. Una moción que declaraba la voluntad de la Cámara de ascender ayer mismo al coronel Puente. Y todos encontraban una explicación para ella:
         —Hace más de un mes que la Cámara de Diputados engaña al ministro de Guerra con la promesa de su ascenso.
         —Hace más de un mes que se aplaza tan imperioso acto.
         —Hace más de un mes que el Parlamento del Perú comete la más grande de las injusticias.
         —Hace más de un mes que el coronel Puente debió ser general.
         La estación de los pedidos se inició con monotonía y vulgaridad. El señor Sergio Rodríguez impugnó los procedimientos de la Junta Departamental de Cajamarca e impugnó también una nota del ministro de Hacienda. Y lo hizo en un discurso extensísimo y vibrante. El discurso del señor Sergio Rodríguez suscitó la emulación de los representantes de Cajamarca. La elocuencia viva y espontánea de su señoría despertó envidia. Y todos los representantes de Cajamarca hablaron. Fue hora y media de debate entre los diputados de las provincias de Cajamarca. Y una absoluta imposibilidad para que se pusieran de acuerdo. Hasta que el señor Luna Iglesias, más conciso, más práctico, más acertado que todos propuso:
         —¡Que venga el ministro de Hacienda!
         Y la Cámara entera opinó como el señor Luna Iglesias:
         —¡Que venga el ministro de Hacienda!
         Luego las adiciones a la amnistía y el encarpetamiento de este proyecto por el Senado, dieron origen a un nuevo debate. El señor Torres Balcázar habló una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez veces. Le objetaron incansablemente también. La figura del señor Torres Balcázar comenzaba a ser heroica…

La chispa  

         Eran las 7 y 30 de la noche. El señor Manzanilla miraba el reloj de la Cámara y pensaba que aún no había llegado la orden del día. Y hablaba el señor Torres Balcázar. Pedía que el ministro de Guerra fuese a la Cámara a contestar las interpelaciones del señor Químper. La moción inminente a favor del ascenso del coronel Puente, fracasaba. La cara de fiesta de la mayoría se enturbiaba. Y fruncía el entrecejo.
         El señor Torres Balcázar decía:
         —¡Cómo vamos a ascender al coronel Puente antes de que venga a responder nuestras interpelaciones! ¡Si el coronel Puente exige que la mayoría, que aquí obedece la consigna de palacio, lo ascienda previamente!
         El señor Moreno que se da por aludido, siempre que se menciona a los amigos personales del coronel Puente o del coronel Zapata, intervenía:
         —¡La afirmación del señor Torres Balcázar es una impostura! Y el señor Torres Balcázar protestaba:
         —¡Yo no tolero que de una declaración mía se diga que es una impostura! ¡Pido a V. E. que sea retirada esa palabra!
         Y ante el gesto vibrante y altivo del señor Torres Balcázar, ante el requerimiento enérgico y autoritario del señor Manzanilla, ante el campanillazo exigente y mandón, la palabra del señor Moreno se cohibía primero y claudicaba después.
         Cuando los periodistas pensaban que este incidente constituiría toda la nota culminante del debate, y cuando nosotros decíamos que la moción del ascenso al coronel Puente, se quedaría en la inminencia, habló el señor Tudela y Varela.
         El señor Tudela y Varela se transfiguró. Se asombró de que la Cámara hubiese escuchado tranquilamente la declaración del señor Torres Balcázar de que la mayoría servía la consigna de palacio. Enrojeció, gritó, vibró, clamó, imprecó, protestó. Jamás hemos visto tan indignado y descompuesto al señor Tudela y Varela. Sabíamos de él que era leader grande de la mayoría. Sabíamos que un leader grande debe ser siempre mesurado, discreto, sereno y ecuánime. Sabíamos que el señor Tudela y Varela era un candidato en marcha a la Presidencia de la República. Sabíamos que había sido bloquista y que era preclaro amigo del señor Pardo. Pero no sabíamos que era susceptible, como dice el señor Manzanilla y picón, como dice el señor Abelardo Gamarra.
         Nos explicábamos que el Sr. Velezmoro, leader chico, se soliviantase y se saliese de quicio. Nos explicábamos que el señor Moreno, amigo personal del coronel Zapata y del coronel Puente, se soliviantase y saliese de quicio. Nos explicábamos que el señor Mujica y Carassa, que suele tener nerviosas actitudes, se soliviantase y saliese de quicio, igualmente. Pero no podíamos imaginarnos que el señor Tudela y Varela, catedrático de la Universidad, leader principal de la mayoría pardista, presidente de la Comisión de Presupuesto, alcalde de Miraflores y persona de los más altos matices sociales y políticos, perdiese su serenidad de esta manera.
         Había oído decir:
         —¡La mayoría obedece una consigna!
         Y le parecía tan grande, tan tremendo, tan espantoso que la mayoría obedeciese una consigna, que protestaba así:
         —¡Esto es muy grave, Excmo. señor! ¡Esto pone en peligro la respetabilidad del Parlamento! ¿Qué hace la palabra de V. E.? ¿Qué hace la campanilla de V. E.?
         La mayoría se electrizaba. Y la Cámara entera se llenaba de emoción, de inquietud, de vehemencia, de coraje, de exaltación.

El instante  

         Preguntó el señor Torres Balcázar:
         —¿La mayoría no obedece aquí los rumbos de la política presidencial? Respondió el señor Tudela y Varela:
         —¡Por supuesto!
         Y replicó el señor Torres Balcázar:
         —¡Esa es la consigna!
         La palabra fue fatal.
         Vibró indignada la protesta del señor Tudela y Varela. Vibró indignada la protesta de toda la mayoría. La Cámara se llenó de exclamaciones.
         El señor Torres Balcázar, majestuoso y heroico, no perdía su serenidad. Y repercutían sonoras las acusaciones de sus compañeros de la minoría, en medio de los gritos, de los carpetazos, de los denuestos, de las protestas airadas.
         Se diría que la Cámara no había escuchado nunca la palabra consigna.
         Se diría que le había hecho el mismo efecto que en hogar austero e intransigente haría una palabra deshonesta e inusitada. Se diría que jamás se le había dicho en el Parlamento a la mayoría que estaba sujeta a una consigna.
         Todo un gesto inesperado y sorpresivo. Una susceptibilidad máxima. Un escrúpulo supremo. Una austeridad imponente. Un orgullo solemne.
         Y, en este gran desorden, la campanilla del presidente desfallecía fatigada y enferma, sin autoridad, sin éxito, sin eficacia.
         El señor Torres Balcázar, que tuvo ayer la gran hora del triunfo, no contestó las protestas, los denuestos, ni los carpetazos. Solo, arrogante e imperturbable, calló, hasta que el vocerío calló también y hasta que el señor Manzanilla y la mayoría entera le pidieron que retirase la palabra consigna. Y habló entonces:
         —Las imprecaciones unánimes de la mayoría…
         Toda la mayoría protestó:
         —¡No ha habido imprecaciones!
         El señor Torres Balcázar rectificó:
         —La agresión colectiva de la mayoría…
         Toda la mayoría protestó otra vez:
         —¡No ha habido agresión colectiva!
         El señor Torres Balcázar volvió a rectificar:
         —La voz de la pasión, de la vanidad y del carpetazo…
         La mayoría no se atrevió a exigir nuevas rectificaciones. Pero hacía declaración de que no había atacado personalmente al señor Torres Balcázar. Y esta declaración era hidalga, gentilísima y noble en el señor Larrañaga.
La figura del señor Torres Balcázar dominaba el momento.

La culminación  

         —¡Consigna! ¡Consigna! ¡Cuántas veces se ha dicho esta palabra! ¿Quién ha protestado contra ella en otros momentos?
         Así hablaba el señor Torres Balcázar. Era el suyo un discurso político espontáneo, vigoroso, emotivo, sonoro, elocuente, gallardo, profundo, persuasivo. Tenía toda la fuerza de la lógica, todo el calor de la verdad, todo el fuego de la emoción.
         Y no retiraba la palabra consigna. La ratificaba, la mantenía, la imponía. Y hacía de ella explicación, defensa, exégesis. El señor Torres Balcázar, acometido en su actitud por toda la mayoría, un minuto antes, no retrocedía. Y avanzaba con paso firme y dominador.
         —¿Yo he dicho esto? ¡Vuelvo a decirlo! ¿Ustedes querían que lo retirase? ¡No lo retiro! ¡Pero esta no es una obcecación! ¡Este no es un empecinamiento! ¡Este no es un capricho! ¡He dicho la verdad! ¡Y voy a probarlo!
         Dos minutos después el señor Tudela y Varela aplaudía honradamente la declaración del señor Torres Balcázar y el señor Manzanilla la encontraba satisfactoria. Y cinco minutos después el señor Torres Balcázar continuaba dando batalla contra el ministro de Guerra.
         Había profuso comentario en la Cámara. El señor Balbuena decía:
         —Torres Balcázar es ágil.
         Y el señor Moreno objetaba:
         —No puede ser ágil. Es muy gordo.
         El señor Balbuena insistía:
         —Es físicamente obeso. Pero es mentalmente elástico. Su fisonomía espiritual es sobria. Su fisonomía material es adiposa.
         Y eran, como éstos, muchos los comentarios.
         Más tarde, el señor Barrós hablaba sobre la ley de imprenta. Y la Cámara, naturalmente, no le oía. Pastoso, como un cigarrillo habano de “La Flor de Cuba”, el señor Barrós hablaba con elocuencia y amenidad. Pero la Cámara vibraba emocionada por el gran minuto extinto. Y el señor Barrós hablaba infructuosamente. Equivocado era el momento para un discurso sobre la ley de imprenta. El señor Barrós no tiene el sentido previsor de la eficacia del esfuerzo.

S. E. se equivoca  

         Los síntomas de la decadencia del señor Pardo se multiplican, se acentúan, se extreman. El señor Pardo pierde su juventud. Y pierde su elegancia. Y pierde su lozanía. Y pierde su arrogancia. Y pierde su memoria. Y pierde su sprit. Le consuela apenas la certidumbre de que no perderá su amor propio, ni su egolatría, ni su orgullo.
         Antes el señor Pardo no se equivocaba jamás ni en la tertulia íntima, ni en la conferencia grave, ni en la ceremonia oficial. Jamás dijo doctor a quien le debió decir señor. Jamás dijo general a quien le debió decir coronel. Jamás le dijo V. E. a quien le debió decir U. Sa. Se puede afirmar, en definitiva, que el señor Pardo jamás se equivocó en asuntos de tanta importancia como son los asuntos de tratamiento. Pudo equivocarse en otros asuntos. Asuntos internacionales, asuntos administrativos, asuntos políticos, asuntos científicos. Asuntos baladíes para personalidad tan esclarecida y aristocrática.
         Pero el error en la pronunciación o en la denominación —el error del general Canevaro, del general Diez Canseco y del señor Velezmoro—, no afligió nunca al señor Pardo en lengua castellana, en lengua francesa ni en ninguna otra de las lenguas que el señor Pardo conoce.
         Hace pocos días, la equivocación —pueril para unos y trascendental para otros— determinó, sin embargo, un instante de molestia y desazón para el señor Pardo. Y marcó un nuevo síntoma de su decadencia.
         Fue en la fiesta de la Escuela de Ingenieros. Los estudiantes —juventud del esfuerzo, de la gimnasia, del scoutismo, del teorema, del teodolito, del plano, de la escala geométrica, de la topografía, del football y de las bandas de resistencia— recibían sus despachos o diplomas de sub—oficiales, de sargentos y de cabos. Y hacía entrega de estos diplomas, para gloria de ellos, el propio señor Pardo.
         Al iniciarse la gentil y honrosa entrega, toda la Escuela de Ingenieros se estremecía de emoción. Los estudiantes sentían la inminencia del alto honor de recibir sus diplomas de manos del señor Pardo. La primera llamada fue emocionante. Pero no fue exacta. El señor Pardo llamó así:
         —¡Capitán A.!
         Y A. no era capitán sino sargento. El señor Pardo se había equivocado. A. pensó en el primer momento que la generosidad del señor Pardo lo había hecho capitán. Los profesores de la Escuela se dieron cuenta del error, estupefactos, aunque cohibidos. Y el señor Pardo siguió llamando:
         —¡Capitán B.! ¡Capitán C.! ¡Capitán D.! ¡Capitán F.!
         A todos los alumnos les decía capitanes. Un circunstante se dio cuenta de la gravedad de las equivocaciones. La Escuela de Ingenieros se iba a reír del señor Pardo e iba a poner en duda que el señor Pardo era una persona infalible, serena y exacta. Y el circunstante se resolvió a llamar la atención del señor Pardo sobre el error. Le habló:
         —S. E. se equivoca. Los alumnos no son capitanes; son sargentos, son sub— oficiales o son cabos.
         El señor Pardo tuvo una repentina y brusca emoción. Se sintió embarazado y acobardado. Se dio cuenta de que había incurrido en un error. En un error gravísimo y punible. Estuvo a punto de interrumpir la lectura, e interrumpir la ceremonia. Pero su augusta serenidad se restableció prontamente. Y siguió llamando a los alumnos y entregándoles su diploma con voz majestuosa y sonora, con gesto arrogante y aristocrático y con cortesía afable y gentil.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 17 de octubre de 1916. ↩︎